Una frontera cerrada, esperanzas frustradas y un desastre inminente

Tania Bonilla, a la izquierda, una migrante hondureña que busca asilo en Estados Unidos, carga a su hijo Eric mientras otra familia sale de las oficinas migratorias en Ciudad Juárez, México, el 19 de marzo de 2020.
Tania Bonilla, a la izquierda, una migrante hondureña que busca asilo en Estados Unidos, carga a su hijo Eric mientras otra familia sale de las oficinas migratorias en Ciudad Juárez, México, el 19 de marzo de 2020.

CIUDAD JUÁREZ, México — Tania Bonilla llegó a esta ciudad fronteriza mexicana el 18 de marzo decidida a solicitar asilo en Estados Unidos.

Ella, con su hijo de 1 año a cuestas, había desafiado los pronósticos evadiendo la sentencia de muerte de una pandilla hondureña en su país de origen, así como la deportación por parte de las autoridades mexicanas en la frontera sur y el secuestro de los traficantes de personas en el camino.

Pero ahora, con la garita internacional que conecta a Ciudad Juárez con Estados Unidos a la vista, se le presentaba un problema nuevo y mucho más serio: el coronavirus.

En respuesta a su rápida propagación, que ya ha cobrado alrededor de 13.000 vidas en todo el mundo, el gobierno estadounidense anunció el viernes que además de cerrar la frontera mexicana para el tránsito no esencial, cerraría el acceso a cualquiera que tratara de solicitar asilo desde la frontera.

En la práctica, Estados Unidos deportará a cualquiera que sea detenido al cruzar la frontera entre puertos de entrada oficiales, incluidos aquellos que esperan entregarse, negándoles el acceso al asilo y posiblemente enviándolos de vuelta al peligro.

México no solo acordó aceptar a los mexicanos regresados conforme a esta política; su gobierno reconoció el 21 de marzo que también aceptaría a la mayoría de los centroamericanos, lo cual podría añadir cientos de miles más a las poblaciones migrantes que ya abundan en la frontera.

La decisión del gobierno de Trump también pondrá fin, al menos por ahora, a las esperanzas de los solicitantes de asilo que quieren entrar legalmente a Estados Unidos en las garitas oficiales. Eso incluye a miles que han estado esperando, algunos durante meses, la posibilidad de presentarse ante las autoridades.

Los analistas creen que esta es la primera vez desde la creación del actual sistema de asilo hace cuarenta años que Estados Unidos ha cerrado el acceso a su programa en la frontera, una señal del profundo temor que ha motivado al presidente a cerrar tanto la frontera norte como la frontera sur al tránsito no esencial.

No obstante, para otros es un intento de usar una pandemia mundial como pretexto para impedir por completo el acceso al sistema de asilo estadounidense a los migrantes provenientes del sur.

“Creo que cuando se tiene una crisis de estas magnitudes, es posible salirse con la suya en muchas cosas, y es probable que eso es lo que estén haciendo en este caso”, comentó Sarah Pierce, analista del Instituto de Políticas Migratorias en Washington.

Para algunos migrantes, la estrategia se percibió de magnitud existencial, como si la poca esperanza que les quedaba se las hubiera arrebatado un virus que se ha propagado mucho más en Estados Unidos que en sus propios países.

“Ahora no sé qué voy a hacer”, comentó Bonilla, de 22 años, sentada sobre un bloque de hormigón afuera de las Oficinas de Migración del estado de Chihuahua. Su hijo jugaba con niños cuyos padres también estaban huyendo de la violencia. “Lo único que no puedo hacer es regresar”, reflexionó.

Igual de preocupantes son las implicaciones de una estrategia como esa a lo largo de la frontera, en especial en términos de atención médica, con comunidades de solicitantes de asilo que ya batallan con el peso de la sobrepoblación y las malas condiciones sanitarias.

El 21 de marzo, el gobierno mexicano estaba alentando a los migrantes a dejar un enorme campamento en la ciudad fronteriza de Matamoros, donde unas 2000 personas han estado viviendo en tiendas de campaña en una franja lodosa de tierra al lado de la garita.

Al menos 150 migrantes abordaron los autobuses que llegaron al campamento el sábado y se fueron en ellos, aunque no está claro si la mudanza estaba relacionada con el coronavirus. De cuando en cuando en meses recientes, el gobierno federal ha proporcionado servicios de transporte a los migrantes que buscan irse del norte de México y regresar a Centroamérica.

Los funcionarios mexicanos dijeron que los autobuses del 21 de marzo fueron proporcionados por el gobierno en respuesta a la solicitud de los migrantes que vivían en el campamento.

La decisión del 20 de marzo del gobierno de Trump de cerrar la frontera para protegerse de posibles infecciones parece, por el momento, ir en contra de los patrones de transmisión.

Helen Perry, directora ejecutiva de Global Response Management, una organización sin fines de lucro que dirige una clínica en el campamento migrante de Matamoros, comentó que no había habido transmisiones del virus entre la población migrante hasta ahora y que ninguno de los que residían en el campamento parecía mostrar síntomas.

De igual modo, en Tijuana y Ciudad Juárez, los profesionales médicos no han reportado casos sospechosos.

Mientras tanto, la cantidad de casos confirmados en Estados Unidos hace parecer mínima la de todas las naciones latinoamericanas y del Caribe juntas.

Los expertos dicen que el escenario más probable es que alguna persona proveniente de Estados Unidos lleve el virus a las comunidades migrantes al sur de la frontera y siembre devastación entre poblaciones ya vulnerables.

La semana pasada, en una reunión en Ciudad Juárez, los operadores de los refugios discutieron estrategias para proteger a sus poblaciones del virus. Un mayor uso de desinfectante de manos, cubrebocas y revisiones eran algunas de las más evidentes.

En la Casa del Migrante en Ciudad Juárez, el refugio más grande y de mayor antigüedad en la ciudad, los recién llegados serán albergados en instalaciones separadas durante al menos dos semanas. Pero ni siquiera ellos pueden seguir todas las mejores prácticas.

“Sugieren que pongamos las camas a un metro de separación entre sí”, comentó Blanca Rivera, administradora del refugio. “Pero no contamos con ese espacio”.

La hermana Adelia Contini, directora del Instituto Madre Asunta en Tijuana, dijo que albergaba a 70 migrantes en un centro que solo tiene 45 camas.

En el campamento de Matamoros, los migrantes se bañan y lavan su ropa en el río Bravo.

Familias de cuatro o cinco miembros ocupan tiendas de campaña que son para dos personas; algunos ya están debilitados por problemas respiratorios y gastrointestinales.

Las condiciones de hacinamiento, la falta de higiene y la escasez de suministros médicos prácticamente garantiza que cuando el virus llegue, se propagará rápidamente y de manera brutal.

“Estamos preparando a la comunidad para lo que inevitablemente sucederá”, reconoció Andrea Leiner, enfermera practicante que es directora de planeación estratégica de Global Response.

Como preparación, la organización ha comenzado a distribuir vitamina D y zinc en un intento de fortalecer los sistemas inmunitarios de los migrantes.

Se les está diciendo que coloquen sus tiendas de campaña con una separación mínima de 1,8 metros y que abran ventanas de ventilación para dejar que circule el aire.

Aunque muchos culpan a Estados Unidos por las condiciones ya difíciles a lo largo de la frontera, no es el único responsable de la sobrepoblación.

El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, ha sido criticado por doblegarse a la voluntad de Estados Unidos de formas antes impensables para un líder de izquierda, en especial uno que había prometido proteger los derechos de los migrantes.

Su consentimiento público ha contribuido a que los albergues sobrepasen su capacidad, ha impuesto una carga adicional a los gobiernos locales y estatales, ha agotado los recursos de los grupos de beneficencia y ha puesto a prueba la buena voluntad de los residentes.

Sin embargo, el costo político para el presidente ha sido menor.

Sus índices de aprobación siguen siendo altos entre los mexicanos, que parecen haber reflexionado poco en su política migratoria. Su gobierno ha dejado en claro que esta política se propone mantener las buenas relaciones con el gobierno de Trump.

Para Bonilla, esa política es un contrapunto que aplasta la esperanza que la llevó a ir cientos de kilómetros al norte en busca de una mejor vida.

Incluso el pasado octubre, cuando miles de migrantes eran enviados de vuelta a México, su pareja había logrado cruzar la frontera con su hija. Ahora él vive y trabaja en Florida.

Ella no planeaba unírsele pronto, pero en febrero, dijo, los pandilleros hondureños comenzaron a extorsionarla. Bonilla había abierto una pequeña cafetería y los pandilleros querían que les pagara 400 dólares, una relativa fortuna.

Se negó y presentó una demanda ante la policía. Cinco días después, cuando la pandilla se enteró, amenazaron con matar a su hijo frente a ella.

Una hora después huyó con su hijo, llevando consigo sus papeles, sus escasos ahorros y un teléfono celular. Desde entonces, se le ha negado asilo en México, ha sido deportada y le robaron cuando por fin logró llegar a Ciudad Juárez.

En menos de una semana, ha entendido la carga del migrante: la perseverancia frente a los contratiempos crueles y la incertidumbre absoluta. Eso se sentía más verdadero ahora que nunca antes, mientras esperaba que la nueva política entrara en vigor.

“Hemos sufrido tanto en el camino, tratando de llegar a este punto para solicitar asilo”, afirmó, aferrándose a su hijo mientras este trataba de liberarse. “Encontrarnos con estas noticias es devastador”.

“Ahora no sé qué voy a hacer. Como dije, no puedo regresar. Es lo único que no puedo hacer”, concluyó.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company