Francisco dibuja lo que no tiene palabras

La Vida

Ilustración: Robert Dugarte

Por Vanessa Moreno Losadaía La Vida de Nos / Ilustraciones: Robert Dugarte / Fotos: Francisco Sánchez

Un pequeño de 5 años vive en una casa multifamiliar de un barrio de la capital venezolana, donde se cuenta cada céntimo para ver qué se come ese día y los disparos son parte del ambiente habitual. A veces está su madre, a veces no. Su padre ya no está porque la policía lo mató. Aquí se cuenta su historia.

Son seis casas ocupadas por padres e hijos, tíos y primos, abuelos y nietos, al sureste de Caracas. Allí vive Francisco, de la cuarta generación de los dueños de esa vecindad. Es el primogénito de Christian, así como el nieto de Jazmín. Tiene dos hermanos: Alejandro, de 3 años, e Isabel, de 10 años. Él tiene 5 años.

Francisco mira a su alrededor y a los desconocidos sin decir nada más que los estrictos “hola” y “chao” que su abuela le pide que diga por cortesía. Aunque ella lo llama, él no se acerca.

—Él no era así —dice Jazmín—. Era alegre y hacía caso. Ahora no le obedece a nadie. Es agresivo. Están jugando todos y de repente le cae a patadas al niño o le jala el cabello a la niña. Hasta a mí me pega. Gracias a Dios que en el colegio no es así. Es como el asistente de las maestras. Pasó de ser el niño hiperactivo a ser el papá, el sobreprotector.

El 22 de agosto de 2017, Francisco se convirtió en una estadística y en una probabilidad, al ser el principal testigo de un asesinato.

Ilustraciones: Robert Dugarte / Fotos: Francisco Sánchez
Ilustraciones: Robert Dugarte / Fotos: Francisco Sánchez

Una bala certera

Después de dos horas, aceptó acercarse a un grupo de psicólogos y periodistas que habían venido a visitar a su abuela. Junto a sus dos hermanos subió al piso superior de la casa, por unas escaleras de concreto. Todos se sentaron en una mesa redonda. A la voz de “vamos a pintar”, cada niño tomó una hoja.

Alejandro, dicharachero, cantaba “sol, solecito, caliéntame un poquito” y presumía de conocer los números y las letras, mientras rayaba el papel. Isabel se reía de su hermanito y lentamente dibujaba un paisaje.

Francisco no hablaba. En silencio tomó un lápiz e hizo las líneas guías de lo que sería su obra. Trazó figuras sin forma reconocible una al lado de la otra, hasta dibujar lo que para él era una mariposa. Blanco y negro, a carbón.

Ilustraciones: Robert Dugarte / Fotos: Francisco Sánchez
Ilustraciones: Robert Dugarte / Fotos: Francisco Sánchez

Jazmín sabe muy bien de dónde viene esa actitud malhumorada y en ocasiones grosera.

—Él a veces está tranquilo y comienza a gritar: “¡Abuela, abuela! ¿Tú sabes qué le pasó a mi papá? ¿Tú sabes?”. Se pone insistente, te pregunta una y otra vez. Hasta que le respondes. Ahí comienza a echar la historia. La vive una y otra vez.

Ese 22 de agosto el padre de Francisco murió. No lo hizo naturalmente, sino con una bala certera que desgarró su pecho.

Cuando Christian vivía

Desde que Francisco nació, Jazmín no se ha separado de él. Es el primero de tres nietos, pero ella no parece una abuela. Es una mujer de 40 años, senos voluptuosos, delgada con curvas y tatuaje en el pecho derecho. Usa franelilla, mono y zapatos deportivos. Trabaja como secretaria en un ministerio, a una hora de distancia de su casa. Está emparejada con Esteban, quien trabaja como escolta y suele tener un arma que, al llegar, guarda en el piso superior de la casa.

Aunque su nuera no es de su agrado, Jazmín la recibió desde que su hijo Christian murió. Martha, de 24 años, es la madre de Francisco y Alejandro, y también de Isabel, a quien tuvo con otro hombre a los 14 años. Christian se quejaba de la poca atención que le prestaba a los niños desde que consiguió trabajo en un bar del centro de Caracas. Por eso decidió dejar de trabajar para cuidar a los pequeños y solo tomaba contratos a destajo como electricista.

Arreglados y peinados, Christian y sus dos chamos tomaban un jeep hacia el colegio, mientras que la niña se iba sola a su escuela.

Foto: Francisco Sánchez
Foto: Francisco Sánchez

Jazmín asegura que Christian cocinaba porque desde pequeño le enseñó. Pollo, carne, yuca, arroz. Nada extravagante, porque eran seis bocas qué alimentar.

—A veces nos tocaba comer puro arroz y huevo o solo pasta. Es que no alcanzaba para nada.

La precaria alimentación ha continuado. Ella agradece que en la escuela les den almuerzo a los niños. Eso significa para ella un gasto menos, pero una preocupación más cuando no ocurre. Con Christian vivo era más fácil. Si salían temprano porque no había comida en el colegio, él los buscaba y cuidaba de ellos. Ahora Jazmín debe hacer maromas y coordinar con Martha.

Una y otra vez

Francisco volteó la hoja, tomó de nuevo el lápiz y comenzó a trazar líneas que juntas simulaban una casa.

—Ayer vimos una película. Venía un monstruo que se le abrió toda la cara y después le echaban candela. Era una película de monstruos (…) No, no me da miedo. No le tengo miedo a nada. Bueno solo a los monstruos de verdad, como los jaguares. Y a los policías.

Jazmín se ha acostumbrado poco a poco al recuerdo de Francisco de ese 22 de agosto y a sus continuos “por qué”.

Foto: Francisco Sánchez
Foto: Francisco Sánchez

—Francisco me preguntó que por qué no le decíamos a la policía lo que le pasó a su papá. Me dijo que la policía tenía que ir a la casa para que supieran por qué mataron a su papá. Le dije: ¡Francisco, cómo le voy a decir a la policía si fueron ellos los que lo hicieron!

Ella se asombra de la cantidad de veces que él puede mencionar lo que vio. No solo lo dice, lo simula. Una y otra vez. Sin importar quién esté alrededor. Hasta una maestra lo ha escuchado y mirado.

Yo lo vi, abuela

¡Abuela! Se metieron por el balcón y entraron al cuarto. A mi papá lo golpearon durísimo en la cabeza. Él se agachó y se arrodilló, abuela, pero le pegaban más —el niño se agachó en una esquina de la sala, se puso sobre las rodillas y se llevó las manos detrás de la nuca—. Así lo tenían, abuela.

Luego los policías me empujaron, me sacaron del cuarto y me gritaban: “¡Dónde está la pistola de tu papá!, ¿dónde está?”. Y abuela, yo los subí a donde Esteban tiene guardada la pistola. Pero se molestaron mucho cuando vieron que no estaba. Entonces, por eso, comenzaron a matar las casas.

Después me bajaron. Me pusieron una sábana en la cabeza, pero yo vi, abuela. Yo vi al hombre que mató a mi papá. Estaba sentado en el mueble, ahí estaba el que lo mató. Yo sé que era él, porque lo miraba fijamente. Tenía una camisa de cuadritos anaranjada. Toda mi casa estaba llena de sangre. Abuela a mi papá no tuvieron por qué matarlo.

Cuando el niño le contó esto a Jazmín ella ya sabía que unos funcionarios de la Policía Nacional Bolivariana, específicamente de las Fuerzas de Acciones Especiales, habían estado en su casa; que su hijo les había suplicado que no lo mataran delante de sus hijos y que aun así le dispararon. A ella ya le habían contado que los policías simularon un enfrentamiento, que sonaban las láminas de zinc y gritaban por las radios que alguien se escapaba y que luego dispararon tres veces hacia las paredes de la vivienda, para luego sacar los proyectiles.

Foto: Francisco Sánchez
Foto: Francisco Sánchez

Lo que ella no sabía es que su nieto había visto cómo asesinaron a su papá.

Dos huérfanos más

Para ese momento, en que Francisco le narró y dramatizó lo que vivió el 22 de agosto de 2017, el nombre de Christian, de 27 años, aparecía en los periódicos con el sustantivo de “delincuente” y en las minutas de la PNB con el adjetivo de “neutralizados”. Ese día fueron cuatro los que “se enfrentaron a la policía” al ser encontrados por una comisión que investigaba un secuestro.

Estas barriadas se comunican y los policías pasaron corriendo por el callejón donde vive esta familia, justo cuando Christian estaba asomado en el balcón. Un disparo en el pecho hizo que él formara parte de las 509 personas que han muerto en manos de la policía desde mayo de 2017, según los registros de Monitor de Víctimas. Ese tiro, también transformó a Francisco y a Alejandro en huérfanos, dos más que se integran al daño colateral de la categoría “resistencia a la autoridad” y “ejecución extrajudicial”. En total suman 334 niños y niñas sin padres. Esta estadística es solo para Caracas y los registros se tomaron hasta marzo de 2018, los últimos 11 meses, pero día a día sigue aumentando.

—Ahora él ve una moto y se asusta. Escucha un ruido y se sobresalta. Está pendiente de quién entra y quién sale de la casa. Juega con que tiene pistolas y dice que quiere una muy grande. El otro día, estábamos almorzando, agarró un tenedor y dijo: “Abuela, ¿con esto yo puedo matar? Sí, yo puedo matar a un policía”.

Nota: Los nombres de los protagonistas fueron cambiados para proteger la integridad de los niños.

Esta historia fue desarrollada en el marco del 1er taller de Escritura Narrativa para defensores y activistas en DDHH, organizado por Provea en alianza con La vida de nos.