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Sí, por favor, versionen los clásicos

<span class="caption">Fotografía de una escena del montaje de 'Castelvines y Monteses', original de Lope de Vega en versión de Sergio Peris-Mencheta y José Carlos Menéndez (la versión incluye textos de Francisco de Quevedo, William Shakespeare y Francisco de Rojas Zorrilla).</span> <span class="attribution"><a class="link " href="http://barcopirata.org/castelvines-y-monteses" rel="nofollow noopener" target="_blank" data-ylk="slk:Barco Pirata / Sergio Parra, cortesía de la CNTC;elm:context_link;itc:0;sec:content-canvas">Barco Pirata / Sergio Parra, cortesía de la CNTC</a></span>

Cada vez que asistimos a una representación de teatro clásico en que personajes como Don Juan, Hamlet o Segismundo van de traje y corbata, la incomodidad de ciertos espectadores puede manifestarse desde la mueca de desaprobación hasta el levantarse de la butaca a media representación para abandonar el teatro.

Siguiendo a Patrice Pavis, toda relectura de los clásicos es una adaptación –incluyendo nuevas interpretaciones, traducciones a otras lenguas y, por supuesto, puestas en escena–, por lo que descartamos de entrada la pretensión imposible de una representación totalmente purista de cualquier obra clásica.

“Recuperar” el Siglo de Oro

Nos falta demasiada información para reconstruir en su integridad la experiencia de una escenificación del Siglo de Oro y, aun en el caso de que la tuviéramos, nos encontraríamos con un escollo infranqueable: el paso del tiempo.

Los grandes dramaturgos de los siglos XVI y XVII escribían para el público que les era contemporáneo, con el que buscaban esa conexión única que viene determinada por la situación histórica y social de un lugar y de una época. Intentar reproducir hoy esa conexión con un espectador que ya no existe es un ejercicio académico de naturaleza museística que atenta contra la esencia propia del arte dramático, que se basa en la inmediatez del aquí y del ahora.

Víctor Hugo en el Prefacio a Cromwell arremetía contra esta pretensión: «Imitar la perfección de los antiguos es imposible porque ya no somos paganos y nunca el público actual podrá sentir lo mismo que sintió un griego o un romano».

Por tanto, restaurar el teatro clásico para la escena implica conseguir que vuelva a pasar electricidad por sus antiguos circuitos y no simplemente sacar a pasear un cadáver. De modo que la actualización, y en general cualquier trabajo de adaptación, forma parte de un proceso natural del que no podemos escapar aunque lo intentemos.

«Las adaptaciones no es que sean necesarias, sino inevitables», afirmaba el dramaturgo Ignacio del Moral. Creer lo contrario es, además de pecar de ingenuidad, hacerle un flaco favor a nuestro patrimonio teatral. Una escenificación pretendidamente arqueológica reduce el potencial significativo que puede ofrecernos un clásico en la actualidad.

Aunque sea una paradoja, no alterar un texto antiguo puede suponer dinamitar un puente entre el mundo de ayer y el mundo de hoy.

Diferentes adaptaciones

Es necesario añadir que hay distintos grados de adaptación y sensibilidades en los dramaturgistas. Desde aquellos que se esfuerzan por plasmar una preocupación filológica de cuño historicista hasta aquellos a quienes no les tiembla el pulso para demoler el templo de la obra áurea con el objetivo de construir con sus ruinas un edificio vanguardista. Estas lejanías pueden medirse en las distintas propuestas estéticas, todas ellas excelentes, de Nao d'Amores, de Ron Lalá y de la proteica Compañía Nacional de Teatro Clásico.

Afortunadamente, el campo del arte es ancho para que quepan las más diversas propuestas y el clásico, por definición, es capaz de soportar tanto el paseo con almohadas como el descuartizamiento.

En la posmodernidad vemos todo tipo de experimentos que tensan en mayor o menor medida las lecturas e interpretaciones que las obras de teatro clásico admiten y que, a veces, tienen su origen en malas lecturas del texto. Por ejemplo, en todas aquellas que interpretan de manera erótica y buscando la carcajada en un grave pasaje de Fuenteovejuna en que Laurencia dice “Soy, aunque polla, muy dura”, cuando Lope se refería, en realidad, a una tenacidad no ablandada por la juventud.

Allí es donde el filólogo y todo investigador de la historia del teatro tienen una tarea inexcusable. Si no, podemos encontrarnos con montajes que hacen decir a las obras lo contrario de lo que aparece en sus textos, sin ser esa la voluntad del director o dramaturgista.

¡Cuántos montajes clásicos suben al escenario tomando como base textos con errores que los responsables desconocen! Que el filólogo fije los textos y asesore a una compañía teatral no impide que se realice una versión posmoderna: al contrario, al comprender mejor la base textual, los desvíos para significar y resignificar se tomarían con mayor conciencia y el debate artístico enriquecería el montaje.

Como dice José Sanchis Sinisterra en La escena sin límites, adaptar un texto clásico puede ser «un intento de traducir los principios y las soluciones dramáticas originarios a un sistema teatral diferente, pero asimismo complejo, coherente y, en la medida de lo posible, riguroso».

En suma, cualquier propuesta actual que se haga con el patrimonio cultural debe ser bienvenida, desde la más conservadora a la más vanguardista, porque no sólo con las obras de nueva creación avanza el arte, sino también con las adaptaciones y versiones de obras anteriores.

A aquel espectador airado que a grito de «¡Traición!» abandona el teatro a media representación por el mero hecho de que Romeo y Julieta sean ejecutivos, gánsteres o robots, sería suficiente con recordarle que ya entonces Shakespeare estaba adaptando para la sensibilidad isabelina una obra anterior del Renacimiento italiano y que Cervantes, en la Tragedia de Numancia, dispuso a los legionarios romanos como si fueran tercios de Flandes.

Ellos, como nosotros, pensaron en el teatro como un ritual que necesita la conexión fuerte de un público, más allá de la mera expectación pasiva, y no se detuvieron con remilgos a la hora de reutilizar materiales antiguos para resignificarlos. De modo que levántese quien quiera de su butaca, pero no lo haga en nombre de los clásicos.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

Gaston Gilabert no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.