El esquí y las fiestas siembran una pandemia: las reglas de viaje que permitieron que se desatara la COVID-19

Jane Witt viajó a una estación de esquí en Austria para asistir a una reunión familiar y terminó luchando por su vida, con problemas graves en pulmones y corazón. (Andrew Testa/The New York Times).
Jane Witt viajó a una estación de esquí en Austria para asistir a una reunión familiar y terminó luchando por su vida, con problemas graves en pulmones y corazón. (Andrew Testa/The New York Times).
Tras un viaje a una estación de esquí en Austria, la familia de Annette Garten se enfermó de COVID-19, y su esposo fue hospitalizado. (Lena Mucha/The New York Times).
Tras un viaje a una estación de esquí en Austria, la familia de Annette Garten se enfermó de COVID-19, y su esposo fue hospitalizado. (Lena Mucha/The New York Times).

ISCHGL, Austria — Llegaron desde el otro lado del mundo para esquiar en los centros turísticos más famosos de los Alpes austriacos.

Jacob Homiller y sus amigos de la universidad viajaron en avión desde Estados Unidos. Jane Witt, catedrática jubilada, llegó desde Londres para asistir a una reunión familiar. Annette Garten, la directora de juventud de un club de tenis en Hamburgo, Alemania, iba a celebrar su cumpleaños con su esposo y sus dos hijos mayores.

Eran finales de febrero y principios de marzo, y ellos sabían que el coronavirus se estaba propagando en el cercano norte de Italia y tras la otra frontera en Alemania, pero nadie estaba alarmado. Los funcionarios austriacos les restaron importancia a las inquietudes mientras los turistas se apiñaban en los teleféricos de día y en los bares de noche, después de esquiar.

Luego todos regresaron a casa sin saber que llevaban el virus consigo. Miles de esquiadores que se contagiaron en Ischgl (que se pronuncia “ISH-gul”) o en los poblados circundantes, propagaron el coronavirus por más de 40 países en cinco continentes.

A nueve meses del comienzo de un brote que ha cobrado más de un millón de vidas en todo el mundo, Ischgl es donde la era del turismo global, favorecida por las tarifas aéreas baratas y las fronteras abiertas, colisionó con una pandemia. Durante décadas, conforme el comercio y el turismo unían cada vez más al mundo, las políticas de salud pública, plasmadas en un tratado de la Asamblea Mundial de la Salud, potenciaron el turismo mundial masivo con llamados a favor de las fronteras abiertas, incluso durante brotes de enfermedades.

Cuando el coronavirus surgió en China en enero, la Organización Mundial de la Salud no vaciló en su consejo: no restrinjan los viajes.

Sin embargo, ahora es evidente que esa política buscó satisfacer intereses políticos y económicos más que de salud pública.

Los registros de salud pública, montones de estudios científicos y entrevistas con más de una veintena de expertos demuestran que la política de turismo sin restricciones nunca se basó en ciencia dura. Fue una decisión política, disfrazada de recomendación de salud, que surgió después de un brote de peste en India en la década de los noventa. Para cuando apareció la COVID-19, ya se había convertido en un artículo de fe.

La COVID-19 ha destrozado esa fe. Antes de la pandemia, unos cuantos estudios habían demostrado que las restricciones de viaje retrasaron, mas no detuvieron, la propagación del síndrome respiratorio agudo grave (o SRAG), la pandemia de la influenza y el ébola. No obstante, la mayoría de estos estudios se basaron en modelos matemáticos. Nadie había recabado datos del mundo real. Aún no se comprende el efecto de las restricciones de viaje en la propagación del nuevo coronavirus.

Esta falta de conocimiento es exasperante, sobre todo ahora que el mundo está buscando una manera de regresar a la normalidad. Durante meses, los mandatarios nacionales han invocado restricciones de viaje cuyo rigor varía y que a menudo son contradictorias. Hay quienes han cerrado sus fronteras y, a la vez, han impuesto confinamientos a nivel nacional. Otros han exigido pruebas diagnósticas y cuarentenas. Muchos enmendaron con regularidad sus listas de destinos riesgosos y a veces pagaron con la misma moneda a los países que les negaban la entrada a sus ciudadanos.

Con base en los datos y la ciencia dura, es demasiado pronto para saber cuáles son los beneficios de las restricciones de viaje y, si los tienen, cuáles son las más útiles. Los expertos que insistieron en mantener las fronteras abiertas al inicio de la pandemia ahora dicen que los países deben tomar medidas cuidadosas de viaje. La OMS ahora recomienda una reapertura gradual en la que cada país sopese sus propios riesgos.

Lo evidente es que las políticas globales de salud pública son deficientes, sobre todo en cuanto al turismo. Las aerolíneas que ofrecen vuelos baratos han creado una ola de viajes internacionales. El número de personas que toman al menos un vuelo al extranjero cada año ha aumentado un 80 por ciento desde que se formularon las regulaciones en 2005.

La facilidad y la expansión de los viajes internacionales es la razón por la que los eventos “superpropagadores” ayudaron a acelerar la pandemia: justo cuando los esquiadores de Ischgl dispersaron el virus por todo el mundo, los congregantes de una megaiglesia francesa llevaron la enfermedad a África, América Latina y a toda Europa.

Después de su viaje a Austria, Homiller y al menos cuatro de sus amigos dieron positivo en la prueba del coronavirus. Witt cedió ante el agotamiento y terminó luchando por su vida. La familia de Garten también se enfermó y, en Alemania, su esposo fue hospitalizado.

Ahora, al menos mil personas de docenas de países pretenden demandar al gobierno austriaco. El miércoles, un abogado presentó los primeros casos de prueba en nombre de cuatro visitantes, dos de los cuales ya han fallecido a causa de la COVID-19. La demanda declara que el gobierno debió haber cerrado el centro turístico antes y haberles advertido a los turistas que no debían viajar ahí.

“Ellos lo sabían; solo que no le dijeron a nadie”, afirmó Witt, que es parte de la demanda. “La riqueza antes que la salud”.

Peste y pánico

En el otoño de 1994, hubo un brote de peste en la ciudad portuaria de Surat en India. La histeria se desató y los países se apresuraron a prohibir los viajes a India. Los turistas renunciaron a sus vacaciones. Las aerolíneas cancelaron sus vuelos. Los Emiratos Árabes Unidos prohibieron la entrada de los cargamentos indios, mientras que Rusia exigió que estos envíos se sometieran a cuarentena.

El brote de Surat resultó ser relativamente leve, pues solo provocó 50 muertes. Sin embargo, el pánico mundial abatió a la ciudad y le costó a la economía india un estimado de 3000 millones de dólares.

La reacción al brote alarmó a David Heymann, epidemiólogo estadounidense que en ese entonces era alto funcionario de la OMS y fue parte de la respuesta de la agencia a la situación en Surat. Los funcionarios indios reportaron el brote de manera adecuada y lo contuvieron con rapidez. Aun así, India fue castigada.

En esa época, el Reglamento Sanitario Internacional estaba diseñado para impedir interrupciones al comercio. No obstante, solo aplicaba para tres enfermedades: la peste, el cólera y la fiebre amarilla. El cumplimiento del reglamento era imposible, y los países solían implementar prohibiciones de viaje arbitrarias para otras enfermedades.

Surat expuso el punto ciego más patente. El sistema de alerta para las pandemias del mundo dependía de que los líderes políticos sonaran la alarma. Si la ruina financiera era el precio, ningún país reportaría un brote.

“Eso nos hizo darnos cuenta de que las regulaciones debían modificarse”, comentó Heymann.

La OMS pronto emprendió un replanteamiento exhaustivo de las reglas, pero las correcciones se incorporaron lentamente hasta que surgió la epidemia del SRAG en 2003. Por temor a que se desatara una pandemia, la OMS desaconsejó viajar a los países afectados.

La mayoría de los países afectados estaban en Asia, pero Canadá fue el más perjudicado cuando la OMS desaconsejó viajar a Toronto. Después, los Estados miembro de la OMS se reunieron durante la epidemia del SRAG y solicitaron que la agencia terminara las correcciones.

Esta vez, el proceso fue veloz. En 2005, los diplomáticos convinieron en un compromiso diseñado para equilibrar las necesidades de salud pública con las consecuencias económicas de una “interferencia innecesaria” con el turismo y el comercio. Aunque las nuevas reglas no prohibían de manera explícita que los países cerraran sus fronteras o restringieran el comercio, dejaban claro que eso debía ser un último recurso.

Sin embargo, las reglas nunca se basaron en un conjunto de pruebas científicas. Nadie estudió la posibilidad de que la restricción de viajes frenara una enfermedad de rápida propagación, en parte debido a que no se acostumbraba recabar datos de este tipo de intervenciones.

Las nuevas reglas entraron en vigor en 2007 incluso cuando el mundo las volvía obsoletas. Al enfocarse tanto en el comercio, no tomaban en cuenta un turismo que crece de manera desmedida.

Un éxodo frenético

Garten viene a Ischgl a esquiar y rara vez sale de fiesta, pero hizo una excepción la noche anterior a su cumpleaños número 50. Cuando llegó al bar Kitzloch con su esposo y algunas amistades, el lugar estaba abarrotado. Los meseros soplaban silbatos —dos veces lo hicieron justo frente al rostro de Garten— para dispersar a las ruidosas multitudes.

“Solo recuerdo que toda la experiencia fue muy húmeda”, recordó.

Esa noche, el 5 de marzo, Islandia emitió una advertencia para evitar los viajes a Ischgl luego de que más de doce viajeros que regresaron del lugar dieron positivo por el virus. Dos días después, un barman alemán del Kitzloch se convirtió en el primer caso confirmado de COVID-19 en Ischgl, aunque los funcionarios locales les aseguraron a los huéspedes que todo estaba bien.

“Desde un punto de vista médico, es muy poco probable que se haya transmitido el coronavirus entre los comensales del bar”, declaró al día siguiente el director médico de la provincia. El bar Kitzloch fue desinfectado y reabrió sus puertas al público.

El día después de eso, todo su personal de servicio dio positivo por el virus.

El Kitzloch cerró, pero otros bares se quedaron abiertos un día más, incluso frente al aluvión de advertencias provenientes del resto de Europa.

Finalmente, el gobernador de la provincia, Günther Platter, anunció que la temporada invernal terminaría antes de tiempo en toda la región, en lugar de arriesgarse a permitir que llegaran otros 150.000 visitantes el sábado próximo.

“Significó una pérdida de 1500 millones de euros”, dijo Platter.

Peter Kolba, el abogado vienés que está al frente de la demanda contra el gobierno austriaco, argumentó que el valle debió cerrarse una semana antes, después de que se vincularon los primeros casos a Ischgl. Siguió abierto solo porque los funcionarios estaban interesados en atraer turistas, comentó.

Una vez que Platter decidió cerrar los centros turísticos, los funcionarios locales no tardaron en redactar un plan de evacuación. Los turistas extranjeros se marcharían, mientras los austriacos y los trabajadores estacionales se ponían en cuarentena. Pero antes de que este se hiciera público, el canciller de Austria inesperadamente anunció por televisión el cierre de emergencia.

Todos salieron en desbandada. La carretera principal del valle se congestionó con autos que hacían sonar sus bocinas. La policía no logró recoger los formularios de rastreo de contactos de muchos turistas salientes, por lo que sus países de origen no sabían qué les esperaba, según Kolba.

Al menos 27 turistas murieron tras contraer el virus en Ischgl, Sankt Anton y pueblos vecinos, dijo Kolba. Una investigación de ORF, una emisora pública de Austria, reveló que más de 11.000 europeos se contagiaron en Austria, muchos de ellos en Ischgl y centros de esquí adyacentes.

Investigadores de la Universidad de Innsbruck hicieron pruebas diagnósticas a 1500 residentes de Ischgl en abril y hallaron que el 42 por ciento tenía anticuerpos para el virus.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company