Una escuela temporal para los niños en busca de asilo

Ana Morales Becerra, solicitante de asilo y madre soltera de cuatro, busca refugio con su familia en la iglesia Embajadores de Jesús, que también es albergue para migrantes, en Tijuana. Durante casi un año, los niños han tenido poco o ningún acceso a la educación formal. Ahora, los voluntarios están implementando clases virtuales para intentar llenar el creciente vacío después de la pandemia. (Guillermo Arias/The New York Times)

Los esfuerzos por educar a los niños en la frontera entre México y Estados Unidos se han visto frustrados por la pandemia. Unos voluntarios están llenando ese vacío.

Ana Morales Becerra, una madre soltera de Michoacán, México, describe su antiguo hogar como un lugar tranquilo en medio de una guerra de cárteles. Con tantos narcos en su barrio, en la ciudad de Uruapan, estaba segura de que nadie se atrevería a entrar a robarle. Pero aún así, siempre se sintió incómoda porque su rutina diaria —trabajar en dos empleos y cuidar a sus hijos— estaba marcada por el paso de camionetas llenas de gente armada.

Sin embargo, la gota que derramó el vaso llegó fue cuando las camionetas de los narcos comenzaron a seguir a sus hijos. “¡Hasta aquí!”, recuerda haber dicho. “Me voy”. Huyendo de la violencia de los cárteles, el abuso sexual y las amenazas de muerte, dejó su hogar para buscar una nueva oportunidad en Estados Unidos. En octubre pasado llegó a Tijuana, México, con sus cuatro hijos, muy poco dinero y sin un lugar donde quedarse.

Pero buscar asilo, algo que Morales Becerra pensó que sería un proceso relativamente rápido, resultó ser un pantano administrativo que la dejaría varada a ella y a su familia durante meses mientras esperaban a que un juez decidiera su destino. “No sabía que había que llevar todo este proceso”, dijo. Con sus vidas en suspenso y sin acceso a trabajos formales ni a la escuela, han vivido en el albergue Embajadores de Jesús, a solo cinco kilómetros al sur de la frontera entre Estados Unidos y México, durante casi un año.

Como la familia Morales Becerra, miles de familias de Centroamérica y México han llegado a la frontera sur de Estados Unidos en los últimos años para escapar de la violencia. Los Protocolos de Protección a Migrantes de la Casa Blanca, también conocido como el programa “Quédate en México”, ha obligado a los migrantes a esperar en México durante meses, sin garantías de asilo.

Durante este tiempo, los niños tienen poco o ningún acceso a la educación formal. “Jesús, mi hijo más grande, estaba preocupado”, dijo Morales Becerra. “Me decía: ‘Ya perdí un año, mamá, no quiero perder otro’”.

En la última década, Estados Unidos registró aproximadamente 1,7 millones de solicitudes de asilo, según la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados. El gobierno de Donald Trump redujo la cantidad de refugiados que Estados Unidos acepta anualmente de 110.000 en 2017 a 30.000 en 2019, menos del diez por ciento de las solicitudes presentadas ese año. Entre los que buscan asilo, “los niños son mucho más vulnerables”, dijo Germán Casas, un psiquiatra infantil que vive en Colombia y es el presidente para América Latina de Médicos Sin Fronteras.

El trauma que algunos experimentan en el camino —separación familiar, violencia física, secuestro, abuso sexual y trata de personas— es perjudicial para su desarrollo y salud mental, dijo Casas. Muchos niños migrantes tienen dificultades para regular sus comportamientos y emociones, manejar el estrés y desarrollar empatía, según investigaciones.

Con poca ayuda del gobierno de Tijuana, voluntarios de ambos lados de la frontera han intervenido para ofrecer clases a algunos niños. Pero justo cuando uno de estos proyectos ganaba fuerza, llegó la pandemia de la COVID-19.

Llega un aula con los colores del arcoíris

Andrea Rincón Cortés, de 21 años, siente una profunda conexión con los migrantes. Su padre intentó cruzar la frontera en 1992, pero terminó por asentarse en Tijuana, donde ella nació y se crio. A medida que crecía, vio que cruzar era una cuestión de supervivencia para la mayoría de los migrantes. Cuando era adolescente, comenzó a visitar albergues y a coordinar donaciones. “Sentí este acercamiento con ellos porque me veo reflejada ahí”, dijo.

En julio de 2019, mientras hacía malabares con los cursos universitarios y su trabajo en una organización sin fines de lucro llamada Border Angels, Rincón Cortés descubrió el School Box Project, una organización internacional que lleva actividades educativas a niños refugiados en Grecia, Bangladés y Siria. Rápidamente propuso llevar también estas actividades a los niños migrantes en la frontera mexicana.

Durante los siguientes meses, ella y otros cuatro voluntarios de ambos lados de la frontera, a bordo de un autobús escolar con los colores del arcoíris convertido en un aula móvil, visitaron tres albergues de Tijuana para dar lecciones de dos horas a los niños. “Nos enfocamos al principio en hacer actividades de arteterapia para identificar qué necesidades educativas y emocionales había”, dijo Rincón Cortés.

Después de crecer en lugares peligrosos y experimentar traumas durante su trayecto a la frontera, los niños migrantes desarrollan a menudo inseguridades permanentes y tienen problemas para relacionarse con el mundo, explicó Casas. También tienen un mayor riesgo de desarrollar trastornos de salud mental como el trastorno de estrés postraumático.

La educación y el sentido de la rutina adquieren un significado más profundo para ellos, según Casas, que ha tratado a niños refugiados durante más de 20 años. Dijo que disminuye su ansiedad al proporcionar un entorno seguro donde pueden concentrarse en el conocimiento útil, en lugar de la atmósfera angustiante que los rodea.

En una fría mañana de diciembre del año pasado, abordamos el autobús-salón de clases en el puerto de entrada El Chaparral y viajamos con dos voluntarios que darían clases aquel día. La gente miraba el autobús escolar pintado de arcoíris en medio de una corriente de autos monótonos en las calles de Tijuana. Tan pronto llegamos al albergue, una decena de niños salió corriendo para saludarnos, abrazándonos las piernas y saltando sonrientes. Luego se sentaron a pintar, unos con los dedos, al azar, otros representaban su viaje por el desierto.

Zaida Guillén, la directora del albergue Embajadores de Jesús, dijo que las clases cambiaron la conducta de los niños y les permitieron florecer. “Los niños se empezaron a integrar, empezaron a tener más respeto, trabajaban en equipo”.

La escuela móvil pareció distraerlos de sus terribles experiencias, señaló Dulce García, abogada de inmigración en San Diego y directora de Border Angels. “Por lo menos tienen ese momento donde son niños, donde tienen que hacer tarea o pueden hablar de la situación con un experto”.

Un trabajo que ya es difícil se vuelve casi imposible

Después de ocho meses, el proyecto del autobús escolar funcionaba sin problemas. Los niños estaban acostumbrados al horario, confiaban en los voluntarios (que también enseñaban matemáticas e inglés) y los extrañaban cuando no podían llegar. “Ellos ya te ven como parte de sus vidas”, dijo Rincón Cortés.

Pero luego, en marzo, ambos países cerraron sus fronteras y los gobiernos emitieron órdenes de quedarse en casa debido a la pandemia. La directora de School Box Project le dijo a Rincón Cortés que no podían seguir impartiendo clases de manera segura y que terminaban sus programas en todo el mundo. Rincón Cortés llevó a los niños al cine como una excursión de despedida, y luego ella y los voluntarios se quedaron sin el autobús para continuar con su enseñanza.

Los hijos de Morales Becerra, junto con los otros 75 niños en los tres albergues, quedaron repentinamente a la deriva, en confinamiento, mientras sus padres se enteraban que sus citas en la corte para solicitar asilo se retrasarían debido al coronavirus. O peor aún: que podrían verse obligados a volver a la violencia de la que huían.

A medida que los donativos y la ayuda disminuyeron durante los siguientes dos meses, los niños del albergue Embajadores de Jesús estaban desesperados, estresados y aburridos sin sus lecciones. “Todas las ayudas dejaron de venir. Los doctores, las donaciones, el psicólogo… Todo”, dijo Morales Becerra.

Su hijo mayor, Jesús, de 12 años, tenía una copia de Harry Potter y la piedra filosofal, que cuenta las aventuras de un joven mago. “Como no tenía nada que hacer, lo terminaba y lo volvía a leer. Lo terminaba y lo volvía a leer”, dijo.

Los profesores se ponen creativos

Cuando vivía en Michoacán, Morales Becerra había sido una madre soltera que tenía dos trabajos. Ahora, en el albergue durante el confinamiento, languidecía en depresión. “Yo no he estado acostumbrada a no hacer nada, siempre tengo que estar activa”, dijo. “Yo ya estaba desesperada”.

Cuando se dio cuenta de que su hijo menor, Axel, de cinco años, no recordaba la mayor parte de lo que había aprendido en la guardería el año anterior, le preguntó a Guillén si podían iniciar clases informales para los más pequeños, y pronto se encontró enseñando matemáticas y lectura a los habitantes más jóvenes del albergue.

Mientras tanto, al otro lado de la ciudad, Rincón Cortés elaboraba su propio plan para seguir con la enseñanza. Para ella, era algo más que ofrecer clases a los niños. Quería hacerles sentir que alguien los estaba cuidando, dijo. “Que ellos importan”.

Fundó su propia organización sin fines de lucro, llamada International Activist Youth, y reclutó a otros estudiantes universitarios para ayudar a enseñar. Pero era obvio que el aprendizaje a distancia era la única forma segura de llegar a los niños. Recurrir a métodos en línea significaba que tenían que establecer en el albergue un servicio de internet confiable y computadoras. Una donación de 500 dólares los ayudó a impulsar el nuevo proyecto.

Para julio, tenían ya una conexión a internet en el albergue, y trajeron proyectores, bocinas, sillas y otros materiales donados para las clases. Rincón Cortés también tuvo que entrenar a los maestros voluntarios a interactuar con los niños migrantes. Los pequeños detalles, como aprenderse el nombre de un niño o reconocer activamente su trabajo, les da a los pequeños un sentido de confianza en sí mismos y dignidad.

A mediados de julio, empezaron a enseñar. Rincón Cortés y su equipo de 14 voluntarios ahora brindan más lecciones de las que podían con el autobús escolar. Matemáticas, inglés, lectura y arte en línea ocupan la mayor parte de los días de los niños. “Ya mis hijos me advirtieron que no los voy a ver en todo el día por tanta actividad que hay”, dijo Morales Becerra, riendo.

Aunque su hijo Jesús extraña la interacción en persona con sus maestros, le gusta tener más lecciones. También hay otros aspectos positivos. “Me siento mejor porque si estuvieran aquí los maestros me daría más vergüenza”, dijo Jesús, quien siempre ha sido tímido. Ahora que las lecciones son en línea, participa más.

Su hermano menor, Axel, también está ocupado con las clases. “Apenas estoy aprendiendo a leer”, dijo. “Puedo leer: ‘Mamá me ama’”.

Ambos niños siguen soñando con su futuro. Mientras Jesús quiere convertirse en biólogo marino o arquitecto, Axel se debate entre ser policía, soldado o pizzero.

Las clases virtuales también incluyen lecciones sobre los derechos internacionales básicos del niño, como el derecho a tener un hogar seguro, a estar protegido contra la violencia o a recibir una educación. “Vemos un derecho por sesión”, dijo Rincón Cortés. Esto ayuda a preparar tanto a los niños como a los padres para reconocer los abusos y la violencia. El nuevo programa también ayudará a las familias a ponerse en contacto con consejeros y organizaciones para obtener asesoramiento legal o psicológico.

Aunque México y Estados Unidos han comenzado a abrirse después del confinamiento, Rincón Cortés planea continuar con las clases virtuales. Morales Becerra dijo que ella y muchos otros padres comienzan a encontrar estabilidad y un sentido de esperanza, aunque su objetivo aún es cruzar la frontera después de que se reanuden las citas en las cortes.

“Tengo muchos planes”, dijo. “Quiero estudiar y solo tengo la secundaria y espero me ayude para sacar a mis chiquillos adelante”.

Myriam Vidal Valero es una periodista mexicana que cubre salud y ciencia. Es miembro de la Red Mexicana de Periodistas de Ciencia.

Rodrigo Pérez Ortega es un periodista radicado en Washington D. C. que cubre salud y ciencia.

La reportería para esta historia fue financiada por la Beca Rosalynn Carter para Periodismo en Salud Mental.

This article originally appeared in The New York Times.

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