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Enriqueta Faver, la mujer travestida que ejerció la medicina en el siglo XIX

POR Helen Hernández Hormilla-. Mientras las mujeres no podían votar, estudiar en la universidad, amar libremente o ejercer profesiones científicas, convertirse en hombre fue el recurso al que apelaron algunas para poder desarrollar su intelecto.

La historia de Enriqueta Faver, la mujer de origen suizo que ejerció la medicina en Francia y Cuba a inicios del siglo XIX bajo la identidad de un varón, parece fabulada por los más hábiles guionistas de Hollywood, pero es totalmente cierta. En ella se resume la discriminación padecida por millones de mujeres de entonces, pero también suma conflictos amorosos que arrastraron a la audaz cirujana a terminar su vida en un convento.

Nació en 1791, con el nombre de Enriqueta Faver, en la ciudad de Lausana, Suiza. Siendo una niña quedó huérfana, a cargo de un tío que, según cuentan varios historiadores, la casó con el militar francés Jean Baptiste Renau cuando tenía solo 15 años, para reformar su comportamiento porque no seguía las típicas costumbres femeninas.

El matrimonio duró tres años pues el esposo murió en la guerra de Napoleón contra Alemania. Entonces Enriqueta quedó sola pues había perdido a su hija de 8 días de nacida.

Contrario a lo esperado para una viuda de la época, tomó una actitud proactiva y optó por asumir los grados militares de su esposo, se hizo llamar Enrique y ocultó la anatomía femenina bajo el pantalón y la camisa. Completamente travestida, ingresó como hombre en la universidad francesa La Sorbona, donde se graduó de médico-cirujano en 1812.

Ejerció durante las Guerras Napoleónicas, especialmente en la campaña de la Gran Armada de Napoleón en Rusia, donde estuvo a las órdenes del famoso cirujano Dominique-Jean Larrey. En 1813, las tropas del Duque de Wellington de España la capturaron. Cuando terminó la guerra fue liberada y emprendió una vida nueva en el Caribe, primero en Guadalupe y finalmente en Cuba, donde transcurrieron sus años más felices y también sus peores pesadillas.

Imagen reconstruida por la Sección de Identificación de Personas por sus rasgos exteriores que hizo en 2009 la policía cubana/Dominio público

Fue en 1819 cuando arribó a Santiago de Cuba la goleta europea donde viajaba el “doctorcito suizo” que logró rápidamente registrarse como médico en La Habana. Desde allí las autoridades le dieron el título de fiscal del Tribunal del Protomedicato en Baracoa, al extremo oriental de la isla.

El secreto escondido por el elegante Enrique Faver estuvo en silencio por años. Los documentos de entonces lo describen como un hombre joven, de finos modales, color blanco, ojos azules, cabellos y cejas rubias, nariz abultada, sin barba y menos de 5 pies de estatura.

Baracoa era un territorio algo aislado, tierra de piratas, contrabandistas, comerciantes y agricultores burgueses. Entre ellos el doctor Faver fue ganando fama. También porque atendía con igual rigor a las familias adineradas que a las pobres, entre quienes enseñó a leer y escribir a unos cuantos.

En uno de esos periplos por las barriadas marginales conoció a Juana de León, una joven huérfana y enferma, que se convertiría en su esposa. Las versiones más conservadoras hablan de un matrimonio arreglado para mejorar la calidad de vida de la enferma, sin consumar la vida íntima. Pero pesquisas más recientes encontraron cartas donde Enrique y Juana se confiesan amor, y expertos como el historiador cubano Julio César González Pagés piensan que lo más probable es que sí tuvieran una relación de pareja consumada.

Firma de Enriqueta Faver, reproducida en el libro “Por andar vestida de hombre”, de Julio César González Pagés, 2010, La Habana.

Al menos por cuatro años vivieron en paz como matrimonio y Juana siempre conoció el sexo biológico de su esposo. Sin embargo, los rumores de que el doctor suizo era una mujer comenzaron a surgir en el pueblo. Juana terminó cediendo a esa presión social y acusó a Enrique de haberla engañado. En enero de 1823 presentó una querella formal pidiendo la nulidad matrimonial y Faver fue apresado.

Fue el juicio más escandaloso de toda la historia colonial cubana. Al principio, Enrique negó los cargos que se le imputaban, pero lo sometieron a torturantes exámanes físicos imposibles de rechazar. A las acusaciones por engañar a Juana de León se unieron las de “agravio y escándalo ocasionado a la república” por llevar ropas de hombre, lo cual según sus acusadores “condenaba todas las leyes del universo”. Le llamaron monstruo, criatura infeliz y dijeron que tenía “perversas inclinaciones”. Su conducta fue calificada como horrorosa e impía.

En el proceso se escucharon también alegatos adelantados para la época. Uno de ellos fue la defensa de Enrique cuando manifestó que era un “espíritu de hombre atrapado en el cuerpo de una mujer”. Otro salió de su único defensor, el licenciado Manuel Vidaurre, cuando alegó: “Ella no es una criminal. La sociedad es más culpable que ella, desde el momento en que ha negado a las mujeres los derechos civiles y políticos, convirtiéndolas en muebles para los placeres de los hombres”.

La condenaron a prisión en La Habana durante cuatro años, como era de esperar. De allí la desterraron a Nueva Orleans, Estados Unidos, donde estaban sus únicos parientes. Pero ellos no quisieron manchar el buen nombre de la familia y la obligaron a tomar los hábitos con las hermanas Magdalenas, entre quienes siguió sanando enfermos y fue misionera en México.

Cuando en ese proceso Faver supo de la muerte de Juana, escribió una desgarradora carta fechada el 23 de mayo de 1846:

“No puedes haber muerto sin yo verte, mi vida se apagará si no tengo la ilusión de reeditar los días más felices de mi vida que fueron a tu lado. Nunca te culpé por lo que pasó. Fueron todos ellos los que no entendieron que nos amábamos pese a todo”.

Aunque para entonces vestía como Sor Magdalena, la nota sale firmada con el nombre de Enrique.

Murió en 1856, a los 65 años. La tumba de Enriqueta Faver, seguramente sencilla, la destrozaron los vientos e inundaciones del huracán Katrina que arrasó Nueva Orleans en 2005.

Su historia sirve como ejemplo de los sacrificios que debieron hacer muchas mujeres para lograr sobreponerse a los prejuicios sociales, en todas las épocas.