En esos niños quedará para siempre el olor de la sangre de su madre. El odio en los ojos de su padre.

Esta mañana, dos niños pequeños no han recibido el beso de buenos días de su mamá. Se han despertado en una cama extraña, en una casa extraña, rodeados de extraños.

Mamá no estaba para abrazarlos. Ni para decirles que se levantaran ya, que había que ir al colegio. Ni para prepararles el desayuno. Ni para ayudarles a ponerse la ropa, porque abrocharse el pantalón con cuatro años todavía cuesta un poco. Ni para darles la mano camino al colegio, esa mano que tanto reconforta y que siempre ayuda a dar un paso más en la vida.

Ni para. Ni para. Ni para.

Mamá no estaba.

Ni estará ya nunca más.

Ni la abuela. Ni la tía.

Hoy, dos niños de cuatro y siete años se han despertado por primera vez sin su madre. Y tendrán que hacerlo el resto de los días de su vida.

También el resto de los días de su vida recordarán cómo su padre la mató, delante de ellos, disparándole varios tiros a bocajarro. Recordarán para siempre cómo olía la sangre. Y su color rojo, y su densidad viscosa, y su fluir por el asiento del coche donde estaban los tres de camino al cole. Recordarán toda la vida la mirada de odio de su padre disparando. Los ojos muertos de su madre. El cuerpo inerte. Quedarán para siempre como un parásito en sus almas y en sus cabezas lo que vieron, lo que escucharon, lo que sintieron, lo que olieron.

Una. Dos. Tres veces.

Con su madre. Con su tía, que fuera del vehículo intentaba a la desesperada llamar a emergencias. Con su abuela, que acudió corriendo al oír los disparos.

Las tres asesinadas delante de sus ojos de cuatro y siete años.

“Deja de ir de víctima, que ya cansas”, escribió el asesino a su víctima horas antes de matarla a ella, a su hermana y a su madre delante de sus hijos.

Deja de ir de víctima, que ya cansas.

Y luego dicen que somos unas feminazis. Que la violencia de género no existe. Que miles de mujeres no tienen miedo, no viven aterradas a que las mate el hombre con el que compartieron amor.