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¿Tus hijos no quieren besar a la abuela? Respétalos, así los están empoderando

Día soleado con viento. Niña de aproximadamente cuatro años cruza los brazos y repite “tengo frío, tengo frío”. Adulto le responde “no tienes frío, hace calor”…

Invalidamos constantemente las sensaciones, percepciones, emociones, infantiles. Una costumbre adulta nada inocua. Veamos por qué.

(Getty Creative)
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No nos damos cuenta de que estamos tan centrados en nuestro propio punto de vista, nuestra propia lógica emocional o racional adulta que nos cuesta ponernos en el lugar de los niños, sentirlos y validarlos. Esto tiene mucho que ver con nuestra propia capacidad de ser empáticos.

Intentar saber lo que otra persona siente o piensa y entender que no necesariamente es lo mismo que sentimos o pensamos, es una de las funciones complejas de la socialización que se desarrolla en la primera infancia. La empatía es una función adaptativa inherente al ser humano, diseñada por la naturaleza para ponernos en el lugar del otro, entender que no siempre a todos nos gusta o queremos lo mismo y nos lleva a hacer algo para ayudar al otro a conseguir lo que desea o necesita. Es la estrategia de nuestro diseño biológico para poner en marcha los cuidados, la cooperación, los buenos tratos necesarios para la preservación de nuestra especie gregaria, social. Y es con el ejemplo modélico en el trato que damos a nuestros hijos a lo largo de la crianza, como ellos despliegan o no su capacidad innata de ser empáticos.

La mayoría de los adultos no hemos vivido experiencias suficientes de sentirnos sentidos, validados y acompañados oportunamente en la satisfacción de nuestras pulsiones, necesidades, deseos, opiniones, percepciones, emociones. Quizás en parte, eso explica porqué ahora seguimos fijados en nuestro propio punto de vista con dificultades para sentir y validar el de los niños a nuestro cargo, así como el de otros adultos. También la razón que nos hace provocar interferencias en el establecimiento de la capacidad de control de nuestros hijos e hijas sobre sus propios cuerpos.

Cómo enseñarle a tu hijo o hija que su cuerpo es suyo

(Getty Creative)
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Una pregunta recurrente que hacen los adultos es, hasta qué edad los niños deberían bañarse o andar desnudos junto a los hermanitos del otro sexo o con sus padres. Si queremos que nuestros hijos crezcan con la consciencia y convicción de que su cuerpo es suyo precisamos poner el acento en lo que expresa el niño o la niña en lugar de preguntarle cuál es la edad límite a los llamados expertos orientados en qué sé yo cuál teoría, quizás cuestionable.

Miremos a nuestro hijo o hija, ¿se siente cómodo o incómodo bañándose con el hermanito, la hermanita, el papá, la mamá?, respetemos sus sensaciones, percepciones, demandas. Cuando te esfuerzas en percibir la sensación de frio o calor de tu hijo y le permites abrigarse o no abrigarse según su propia percepción en lugar de imponerle tu sensación térmica como criterio para hacerlo; cuando le das tiempo para que se muestre disponible para cambiarse el pañal en lugar de obligarlo, cuando lo haces partícipe dándole opciones para que se abra o cierre su pañal, para que coja las toallitas; cuando le dejas decidir quién lo higieniza y quién no; cuando respetas sus tiempos de madurez para dejar el pañal definitivamente en lugar de imponérselo con entrenamientos; cuando permites que elija besar o no a la abuela o a un amigo o conocido; cuando le dejas decidir ponerse la camiseta que elija, tal vez porque el tejido le resulta agradable o por cualquier otra razón… le estás diciendo a tu hijo a tu hija “tu cuerpo es tuyo”, lo estás empoderando en lugar de convertirlo en sujeto pasivo sobre quien se le impone el deseo, los tiempos, el sentir, las maneras de otro. Esta es la forma en que un niño o niña aprenderá a poner límites cuando algo les hace daño, porque reconocerá –gracias a que no interferiste– que su cuerpo le pertenece y lo gestionará activamente.

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Una amiga orientada por los principios de la crianza respetuosa contó cierta vez que su hija de seis años en medio de una intervención de su odontopediatra, se quejó de que sentía dolor. La “especialista”, basada en quién sabe qué teorías sobre niños manipuladores, le contestó, ¡no te duele, yo sé que no te duele! La niña se levantó de la silla odontológica y le contestó, “¡sí me duele, es mi cuerpo y yo no soy una mentirosa!”. Su mamá la apoyó y salieron de la consulta sin completar la intervención en vista de que la odontopediatra se empeñó en seguir descalificando a la pequeña.

Estoy segura de que niñas y niños criados así están construyendo un bagaje emocional y cognitivo que les permitirá protegerse mejor en su vida presente y futura frente a posibles abusos de terceros e incluso de los abusos hacia su propio cuerpo causados por la falta de percepción sobre sus sensaciones de hambre, saciedad, dolor, cansancio evitando conductas de riesgo como el consumo de alcohol y otras drogas, autolesiones, desórdenes de alimentación, etc.. Niñas y niños con experiencias suficientes de respeto a sus propias percepciones, sensaciones y gestión activa de la satisfacción de las necesidades relacionadas con sus cuerpos, que devienen en recursos robustos para la autoprotección.

Ciertamente los niños no siempre son capaces de gestionar la acción de dominio sobre su cuerpo con independencia de los padres o cuidadores. En la medida en que son más pequeños y más dependientes la decisión, acción y responsabilidad de los padres sobre la criatura será mucho mayor. Un bebé por ejemplo, depende totalmente de sus padres para vestirse, comer, higienizarse. Pero lo deseable es acompañarlos siempre atentos, interpretando correctamente y respetando sus señales. Señales que siempre van a comunicar claramente con manifestaciones propias de su etapa madurativa (confort, placer, llanto, incomodidad…) Esto quiere decir, por ejemplo, que en lugar de darle el pecho o el biberón cada tres horas y ponerle diez minutos cada pecho como mandan algunos pediatras, deberíamos estar atentos a las demandas de hambre o saciedad del bebé para alimentarlo y satisfacerlo cada vez que lo pida en lugar de programarle horarios o forzarlo o aguantarse para comer. En la medida en que van creciendo, dependen menos del adulto y el control directo del niño aumenta hasta completar su autonomía. Pero debemos saber que los niños ya nacen con el impulso de gestionar y controlar las acciones de su cuerpo, identificar sus necesidades, deseos y decidir sobre su satisfacción, primero con nuestra intervención y más tarde por sí solos. Lo que precisamos hacen los adultos es observar, apoyar y cuidarlos sin interferir para que se despliegue sanamente esta importantísima función.

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Aunque sea obvio siempre preciso aclarar que no estoy proponiendo dejar al niño hacer lo que le de la gana… Los adultos tenemos la obligación de establecer las restricciones o límites razonables y con sentido que protejan la seguridad e integridad del niño, manteniendo el foco en preservar el protagonismo del niño sobre el ejercicio del control de su cuerpo.

Validar, nombrar, acompañar, atender las percepciones, deseos, opiniones, emociones, acciones de los niños sobre sus propios cuerpos es vital si queremos que crezcan en un continuum de consciencia acerca de lo que les encaja o no, si queremos que logren conocerse bien, desarrollar la confianza y las capacidades propias para mantenerse en equilibrio y en congruencia con su propia persona.

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