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El Metro de la CDMX y su deterioro del que nadie se hace responsable

Metro de la Ciudad de México. REUTERS/ Edgard Garrido
Metro de la Ciudad de México. REUTERS/ Edgard Garrido

El Metro ha sido un coleccionista de elogios desde su fundación. Como en cada megaobra que se emprende en este país, desde tiempos inmemorables, parece que el salto a la modernidad, a ese primer mundo que tanto nos obsesiona, por fin ha llegado y solo hace falta sentarnos y ver el progreso pasar. Después, cuando los golpes de realidad nos bajan de la nube (y sobre todo a nuestros gobernantes), nos vamos de bruces y creemos que es el fin del mundo.

La explosión de hoy en la mañana, en la Línea 2, ha sido el último reencuentro con la terca verdad que nos saca de nuestros sueños cosmopolitas. ¿Qué ciudad puede presumir de un Metro que en menos de tres días presenta dos fallos funestos que, por fortuna, no se tradujeron en ningún daño para los usuarios? El sábado se acusó un incidente (Línea 9) en cierto punto provocado por los usuarios –una sombrilla cayó a las vías y ocasionó un cortocircuito–. Hoy el argumento oficial fue más o menos el mismo. Dijeron que la explosión fue provocada por “un objeto”.

No se puede negar que la irresponsabilidad de algunos usuarios puede generar este tipo de incidentes. Pero, ¿acaso no es algo que el gobierno de la Ciudad de México no tenga contemplado? ¿No ha sucedido durante años esto? Muchas veces, cuando pasan cosas como las de hoy y el sábado, se dice que hay que tomar precauciones, que qué bueno que no pasó nada y que las consecuencias no fueron de lamentar.

En la mexicanísima tradición de ignorar las advertencias, creíamos que nuestros gobiernos sólo se preocupaban cuando algo tenía daños irreparables. Entonces sí ponían manos a la obra y que se haga lo que se tenga que hacer. Pero ya hemos visto que ni siquiera eso es esperable. El Metro Olivos se cayó hace catorce meses y no hay un solo detenido. La tragedia pasó enfrente de nuestras caras y todo es tan normal.

Viajar en metro nunca ha sido particularmente placentero. Lo sabemos todos y no hay matiz que podamos utilizar para negarlo. Los andenes repletos de gente, lo imposible que resulta encontrar un lugar ya no para sentarse, sino mínimamente para no viajar durante cuarenta minutos contorsionado. Todo eso lo conocemos de memoria y podríamos contar mil y una desventuras que nos han sucedido en el gusano naranja (que a veces viene pintado de publicidad y antes era azul o blanco).

Sin embargo, en los últimos días hemos tenido que hacer muchos replanteos sobre lo que significa tener acceso a casi cualquier rincón de la ciudad. La seguridad en el Metro puede ser tan frágil como tirar, por accidente, un paraguas a las vías y que un cortocircuito ponga a temblar a los pasajeros. ¿Es ese Metro el que no han relatado como la panacea de la ingeniería?

En los bajos mundos de Internet siempre se ha hablado de oscuras leyendas de terror en torno al Metro (todas ellas fantasiosas y sin el mínimo grado de verosimilitud). Hoy podemos decir que ninguna ficción descabellada se puede equiparar con el terror presenciado aquel 4 de mayo cuando colapsó algo más que ese tren de la Línea 12: se derrumbó nuestra confianza en ese coloso capaz de recorrer kilómetros infinitos por toda la Metrópoli. Nunca nada volvió a ser igual y por eso, cuando hay pequeños infiernitos, como el de hoy, toca decir que no pasó nada. Unas cuantas incomodidades y poco más.

Ese milagro subterráneo no lo es más. El refugio contra temblores (todavía ese es un punto que el Metro reserva entre su reducido repertorio de certezas) puede padecer dos explosiones y tener el fantasma de una caída en sus espaldas, pero seguirá ahí. Porque no hay opción. No hay de otra. Jamás la habrá. Y si un día pasa algo, o vuelve a pasar, no habrá dosis de primermundismo que remedie el terror.

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