El atentado de Bengasi

El 11 de septiembre de 2012, mientras el presidente Obama visitaba a los veteranos hospitalizados en el Centro Médico Militar Walter Reed, en Maryland —después de participar en una ceremonia de recordación por las víctimas del atentado terrorista del 2002—, del otro lado del mundo, a más de 8500 kilómetros, un grupo de unos 150 hombres, fuertemente armados con lanzacohetes y armas de asalto, atacaban el consulado estadounidense en Bangasi, Libia, asesinando al embajador J. Christopher Stevens y a Sean Smith, encargado de información de la misión diplomática. Durante el siniestro también fallecieron dos ex marines estadounidense, Glen Doherty y Tyrone Woods, agentes de la CIA que acudieron a proteger al personal diplomático.


Pocos sucesos, si descontamos la maltratada economía estadounidense, pusieron en riesgo la reelección presidencial de Barack Obama como el atentado de Bengasi. La investigación, que remonta los tres meses, ha revelado una asombrosa cadena de incongruencias que, en el mejor de los casos, demuestra la fragilidad del servicio de inteligencia estadounidenses y, en el peor, un interés, por un lado, en paliar su connotación o encubrir lo que realmente sucedió, y por otro, en convertirlo en un desmesurado caballo de Troya político, en medio de una de las campañas electorales más reñidas —y costosas— de este siglo.

Aunque Bengasi es, sin lugar a dudas, una tragedia nacional, está lejos de significar “el colapso de la política de Obama hacia el mundo musulmán”. Visto en perspectiva, dentro de una cadena de 34 atentados terroristas a representaciones consulares estadounidenses, no es un hecho excepcional. Las misiones de EE.UU., así como sus cuerpos diplomáticos en países con conflictos, han sido blanco continuo de ataques terroristas desde hace más de medio siglo, siendo las décadas de 1970 y 1980 las más agudas, según estadísticas del Consorcio Nacional para el Estudio del Terrorismo y las Respuestas al Terrorismo (START, por sus siglas en inglés), de la Universidad de Maryland.

Sin embargo, varios elementos le otorgan otro peso y apuntan a lo que, al parecer, pudiera convertirse en uno de los grandes escándalos de la administración Obama y el servicio de inteligencia de los Estados Unidos: fue el segundo asesinato de un embajador estadounidense en 33 años —desde la muerte de Adolph Dubs, entonces embajador de Estados Unidos en Afganistán, durante un intento de secuestro por militantes de la organización maoísta Setami Milli, el 14 de febrero de 1979, que interrumpió las relaciones diplomáticas entre ambos países hasta el 2002—; sucedió en el simbólico décimo aniversario del atentado terrorista masivo del 11 de septiembre; pero, sobre todo, se atribuyó erróneamente a una escalada violenta espontánea provocada por el rechazo a la película antiislámica “La inocencia de los musulmanes”, producida por un productor anónimo, luego identificado como Mark Basseley Youssef, copto de origen egipcio, residente en EEUU.

A esta confusión inicial, que condujo al arresto de Basseley Youssef, sentenciado el 7 de noviembre de 2012 a un año de privación de libertad por violar los términos de su libertad condicional por un delito anterior, contribuyeron varios episodios. En su mensaje de condolencia a la nación del 12 de septiembre, en el Jardín Rosado de la Casa Blanca, el presidente Barack Obama solo se refiere a que “ningún acto de terror resquebrajará la determinación de esta gran nación, alterará su carácter o eclipsará la luz de los valores que defendemos. Hoy lloramos por otros cuatro compatriotas que representan lo mejor de los Estados Unidos de América. No flaquearemos en nuestro compromiso de lograr que se haga justicia por este terrible acto. Y que nadie se equivoque, porque se hará justicia”, pero sin confirmar explícitamente si se trataba de un acto terrorista.


Habría que decir a su favor que ese mismo día, en una entrevista para el programa “60 Minutes”, de la cadena CBS, el presidente reafirmó al periodista Steve Kroft que “era aún muy temprano para confirmar si se trataba de un atentado terrorista”. Habría que decir en su contra que, un mes después, durante el segundo debate presidencial, negó rotundamente no haber declarado desde su primer comunicado en el Jardín Rosa que “se trataba de un acto terrorista”.

El 15 de Septiembre, un reporte de la CIA explicaba que “la información actualmente disponible sugiere que las manifestaciones en Bengasi fueron espontáneas, inspiradas por los sucesos en la embajada de EEUU en El Cairo, Egipto, y que escalaron en un ataque directo al consulado estadounidense y posteriormente a sus anexos. Todo parece indicar que participaron extremistas en las manifestaciones violentas”.  Al día siguiente, Susan Rice, embajadora de Estados Unidos ante la Organización de las Naciones Unidas (ONU) compareció en varios programas televisivos vespertinos, repitiendo que ““lo que sucedió en Bengasi fue de hecho inicialmente una reacción espontánea de lo que había ocurrido unas horas antes en El Cairo, casi una imitación de las manifestaciones contra nuestras instalaciones en El Cairo, impulsadas por el video”. Ese mismo día, el Senador John McCain (R-AZ), el republicano de más alto rango en el Comité de Servicios Armados del Senado, fue el primero en expresar públicamente sospechas de que se trataba de un acto de terror planificado y no motivado por la indignación religiosa: “la mayoría de la gente no trae lanzagranadas y armas pesadas a una manifestación. Ese fue un acto terrorista”.   Coincidentemente, el presidente libio Mohamed el Magariaf, al anunciar ese 16 de septiembre la detención de unos 50 sospechoso del ataque, también expresó a la cadena CBS que las evidencias encontradas no dejaban duda de que se trataba de un ataque planificado: "Fue planeado, sin duda, por extranjeros, por personas que ingresaron en el país hace meses y que estaban planeando este acto criminal desde su llegada". Hasta esa fecha Libia no había permitido la entrada al país de los investigadores del Buró Federal de Investigación (FBI, por sus siglas en inglés).

Sin embargo, en los días subsiguientes, ante el temor por la expansión de actos violentos en el medio oriente, las manifestaciones de protesta y el ataque simultaneo a varias misiones, incluídas la asonadas de Egipto, Yemén, Indonesia, Túnez y Channai (India), la embajada estadounidense en Islamabad, Pakistán, pagó 70 000 dólares por la transmisión en siete cadenas televisivas locales de un anuncio subtitulado en Urdu, en el que la Secretaria de Estados Hillary Clinton y el presidente Barack Obama “condenaban el contenido y el mensaje del filme antiislámico” —una decisión confirmada por la portavoz del Departamento de Estado, Victoria Nuland, el 20 de Septiembre—, y en el que tampoco se hacía referencia a un acto terrorista, aunque ya en esa fecha los medios de prensa citaban las declaraciones del presidente libio y otros altos funcionarios del gobierno,  que apuntaba a un ataque coordinado por algún grupo extremista vinculado a Al Qaeda.

No es hasta el 26 de septiembre de 2012, 14 días después del siniestro de Bengasi, que la administración informa a la prensa y al país que se trataba inequívocamente de un acto terrorista. A partir de esa fecha se han desarrollado varios sucesos que añaden más sombra que luz sobre lo que realmente sucedió. Según reportes de prensa, que se hicieron públicos el 24 de Octubre, dos horas después del ataque al consulado de Bengasi, la Casa Blanca fue informada de que un grupo rebelde se atribuía la responsabilidad por el atentado. Un correo electrónico del Departamento de Estado, enviado a funcionarios de inteligencia y al presidente Obama señalaba que el grupo islamista Anasar al-Sharia reclamaba la autoría del ataque.

En otro ángulo, el diario personal del embajador, hallado por el corresponsal de CNN en Bengasi, Arwa Darmon, tres días después del ataque, y consultado por CNN mostraba, al parecer, evidencias de su temor por la seguridad de la misión en Libia y sus repetidas solicitudes de protección consular. La respuesta del Departamento de Estado no se hizo esperar, criticando a la cadena de “mal gusto” y “conducta atroz”, al hacer públicos fragmentos del diario del embajador Stevens.

Finalmente, el 11 de noviembre, después de nueve semanas intentando reconciliar las cronologías de sucesos reveladas de manera independiente por el Departamento de Estado y la CIA, el Pentágono emitió su propia versión oficial de los hechos, en la que aparecen múltiples discrepancias que ponen en duda la eficacia de la operación de rescate.

Las investigaciones sobre los sucesos del 11 de septiembre en Bengasi, y las declaraciones de los funcionarios involucrados —incluído probablemente el exdirector de la CIA, General David Petraeus, que renunció a su posición el 6 de noviembre, a causa de una relación extramarital descubierta por el FBI durante una investigación, al parecer no relacionada con el ataque al consulado— se extenderán probablemente durante los primeros meses del año 2013. Falta aún mucho por conocer de esta trágica historia que pudiera convertirse, junto al abismo fiscal, la crisis nuclear en Irán y la resistencia republicana a la agenda demócrata, en otro de los convidados de piedra a los que deberá enfrentar en este segundo término el presidente Obama.