El drama de Michelle: “No me vuelvo a subir a un tren en mucho tiempo”, dice una de las pasajeras del choque de Palermo
“No me vuelvo a subir a un tren en mucho tiempo. Todavía tengo en mi cabeza todo: el golpe, los gritos, el miedo, la desesperación de no saber cómo ayudar. Todo es horrible, y todo eso vuelve una y otra vez”, cuenta Michelle Sandoval, de 30 años, aún consternada. Es una de los 90 pasajeros que el viernes iban en la formación de la línea San Martín que había salido de Retiro y, a las 10.31, se estrelló contra otra que estaba detenida en la misma vía. “Si escucho a lo lejos el tren que pasa cerca de casa, vuelvo a ese infierno. Y es muy difícil, porque nosotros vivimos en José C. Paz y acá el tren es todo, es parte de nuestra vida. Es la única forma para ir a la Capital para un turno médico o un trámite”, explica con los ojos enrojecidos, sentada en un café que hay cerca de la estación de esta localidad del norte del conurbano.
Son las 16, hay gente yendo y viniendo, muchos buscando alternativas porque hoy el tren pasa solo cada media hora. Y ya no llega a Retiro. Los colectivos van repletos y Michelle decide caminar en lugar de subirse a un transporte público para ir a buscar a sus hijos al colegio. Aunque todavía le duelan las piernas, renguee y tenga que subir de costado los cordones porque ahora parece que los músculos le hubieran quedado cortos.
Michelle cuenta la historia de por qué estaba arriba de ese tren y encarna la voz de miles de pasajeros que dependen del ferrocarril a diario para llegar a todos lados. ¿A dónde ibas? “A ninguna parte. No íbamos, estábamos volviendo”, dice. El viernes último, Michelle y su madre, Sandra Báez, de 50 años, salieron a las 3 de su casa. Fueron hasta la estación de José C. Paz caminando para tomar el tren a Retiro, porque Sandra se tenía que hacer un análisis de sangre; tenían que estar a las 7 en el hospital Rossi, en La Plata. Llegaron a Retiro a las 4.40. Allí, esperaron el 195 con destino a la capital bonaerense. En total, fueron cuatro horas de viaje. Llegaron justo. “En noviembre, a mamá la tuvieron que operar de urgencia y como acá no es muy buena la atención, fuimos a La Plata. Ahí le pusieron un stent en el hígado y tenía que seguir los controles allá”, detalla.
A las 7.40 ya habían hecho todo y emprendieron el regreso. Tomaron el 195 y, antes de las 10, ya estaban en Retiro. Como la madre estaba en ayunas, Michelle propuso tomar un té en la estación, pero Sandra no quiso. “Vamos, tomamos el tren y compramos azúcar cuando llegamos, así llegamos para llevar a los chicos al colegio”, le dijo la madre.
Caminaron hasta el andén 1, donde estaba el tren que salía a las 10.20. Decidieron seguir hasta el primer coche después del furgón de bicicletas. Allí consiguieron dos asientos que miraban de frente. La madre se sentó en la ventanilla y Michelle, en el pasillo. Sandra sacó el tejido. Estaba tejiendo una billetera al crochet, para que su nieta venda en la feria. “¿Te vas a poner los auriculares, vos?”, le dijo a la hija. “No, no, así vamos charlando”, le respondió la joven. “Bueno, entonces dormí un rato”, le propuso. “No, mejor charlemos”, dijo la hija.
No pasaron cinco minutos desde que el tren salió desde Retiro, hasta que se detuvo por completo. “¿Qué habrá pasado?”, dudó Sandra. “Por ahí hubo un accidente más adelante”, arriesgó Michelle. “Estuvieron detenidos unos cinco minutos. No se veía mucho por la ventana. Solo pasto crecido y árboles”, comenta. Entonces el tren retomó la marcha. Según el diálogo que se conoció después entre el maquinista y los controladores, el motorman dice que fue a los 25 que estuvo pidiendo vía, hasta que se la dieron. Según el relato de Michelle, serían las 10.25 cuando el tren se detuvo por cinco minutos. Después retomó la marcha. La joven estima que habrá sido un minuto más tarde cuando llegó ese golpe seco que ahora se repite una y otra vez en su cabeza.
Sandra y Michelle volaron del asiento. Golpearon el de adelante con las rodillas y el pecho. Por el impacto, el asiento de adelante se desprendió, lo mismo que los otros dos que estaban adelante. Unos segundos después, todos eran aullidos de dolor y gritos. Los niños lloraban; había gente ensangrentada, que pedía ayuda. Todo era confusión.
Como pudo, Michelle se levantó del suelo. Le dolían las rodillas y la cabeza, pero logró ponerse en pie y liberar a su madre de entre los asientos. “¿Qué pasó?”, preguntaba un hombre cerca de ellas. Nadie respondía, pero todos supieron en ese instante que sus planes para el resto del día se verían alterados. “Chocamos”, sostuvo Sandra, mientras la hija la ayudaba a sentarse en el mismo lugar en el que venía. “Yo estoy bien. Andá a ayudar a los chicos que están llorando”, le dijo la madre. La joven recorrió el coche como pudo. Le dolían las rodillas y le tiraban los músculos de las piernas, pero la adrenalina era más fuerte. Había una mujer con su hija de cinco años que estaba en shock y gritaba. “No le había pasado nada pero estaba muy asustada”, recuerda. Así fue avanzando hasta que vio que un chico abrió la puerta del vagón. Michelle se asomó y ahí se dio cuenta de que la locomotora había quedado sobre el puente ferroviario. “Chocamos contra el puente”, fue la primera versión que corrió sobre el tren. Solo después, cuando la bajaron en camilla del terraplén, pudo ver que había otra formación en la vía y cómo había quedado tras el impacto.
“Tenés que sacar fotos y filmar”, le dijo Sandra. “Llamá a papá y avisale que estamos bien para que no se asuste”, le sugirió. Michelle sacó fotos y después marcó. ”No te asustes, papi, pero chocamos”, dijo. “Mentira. ¿Cómo que chocaron?”, respondió el hombre. Los dos hijos de Michelle, que estaban desayunando, empezaran a gritar y llorar. “No se asusten. No miren la tele. Estamos bien”, los tranquilizó.
Entonces apareció el guarda, dando saltitos, porque también se había lastimado las piernas, para ver quién necesitaba ayuda. Después empezaron a llegar las ambulancias y los bomberos. A Sandra la llevaron al Hospital Fernández y a Michelle, al Ramos Mejía. En el viaje en ambulancia Michelle luchaba entre el dolor, los nervios y el sueño, además de la angustia de haber perdido de vista a su madre. Pasadas las 16 le dieron de alta. El dilema era cómo volver a casa. El tren no estaba pasando y, además, ya no se animaban a subir. “Llamé a casa. Mi novio me quería venir a buscar en moto, pero no íbamos a entrar los tres. Además, estábamos muy doloridas”, expresa. El padre finalmente le dijo que pidieran un Uber y que él, que hace changas porque está sin trabajo, conseguía la plata y lo pagaba. Les salió 30.000 pesos.
Michelle se fue del Ramos Mejía hasta el Fernández a buscar a Sandra, que también estaba de alta y se subieron al auto. Se abrazaron, lloraron y se fueron quedando dormidas mientras volvían a casa. Pero enseguida ese sueño leve se veía interrumpido por un sobresalto. En sus cabezas sonaba una y otra vez el estruendo del tren estrellándose contra el furgón.
Cuando llegaron a casa, la familia las estaba esperando. Las abrazaron, lloraron. Megan, de 12 años, y Owen, de 9, no habían ido al colegio; estaban muy angustiados. Apenas pudo, Michelle se fue para la cama. Le dolía todo el cuerpo. Se acostó y apareció su hijo. “Ma, ¿me puedo acostar con vos?”, le pidió. No le pudo decir que no. Así, acurrucada, intentó dormir, pero no pudo dejar de luchar con los pensamientos casi hasta las 6. Cada vez que estaba por quedarse dormida venía algún recuerdo, o sonaba la bocina del tren que la devolvía al infierno.
“Me quedó una sensación tan fea, tan fea. Que yo creo que no me vuelvo a subir a un tren en mucho tiempo”, reflexiona. Y no es así nomás que lo dice. “Por ahí la gente no se da una idea de lo que es vivir en José C. Paz y no tener auto. Para nosotros, el tren es todo, vamos a todos lados”, apunta. Con su hermana, Michelle tiene un emprendimiento de porcelana fría: hacen distintos objetos de decoración y escarapelas, que venden en las ferias artesanales de la zona. “Los fines de semana nos la pasamos en el tren. Ahora, no sabemos cómo vamos a hacer”, lamenta.
Todo el fin de semana fue luchar contra los recuerdos. Y también contra los dolores de cuerpo. Las rodillas, la cabeza, el cuello. Ahora camina con dificultad. Hoy, Megan y Owen querían faltar al colegio para que su madre no tuviera que salir. “No, vamos, vamos. La vida sigue”, les dijo. Y esta vez se fueron en colectivo. “De a poco, tengo que superar todo esto que está en mi cabeza”, concluye, con los ojos húmedos.