La historia nos enseña que la amenaza de Trump de usar al ejército traspasa una línea de no retorno

El presidente de EEUU antes de su discurso del lunes (Getty Images)
El presidente de EEUU antes de su discurso del lunes (Getty Images)

La historia ha querido que Donald Trump sea el presidente de Estados Unidos durante la pandemia más severa en un siglo y la crisis social más grave desde el asesinato de Martin Luther King en 1968. En la caprichosa narrativa de nuestro tiempo, el destino ha determinado que él sea el máximo mandatario del país más poderoso del planeta justo en el momento en que la nación vive sus horas más bajas, con alrededor de 107 mil fallecidos por Covid-19, con una economía golpeada por el virus, con unas cifras de desempleo estratosféricas (40 millones de parados) y con unos problemas raciales cuyas consecuencias están provocando un descontento generalizado que transpira rabia. Y en medio de esta inoportuna realidad, fluye el descontrolado torbellino que agita el mundo interior de Trump, quien expone un vendaval político desbocado, de un corte dictatorial tan marcado, que guarda escalofriantes reminiscencias con tiempos pasados.

Trump dejó claro este lunes que su estrategia de “ley y orden” a cualquier precio será una de sus últimas bazas de cara a las elecciones de noviembre. En su discurso en la Casa Blanca afirmó que empleará al ejército para contener a los manifestantes, quienes en su mayoría claman justicia social tras la muerte de George Floyd. No es la primera vez que en EE.UU. se apela a la figura militar para contener revueltas sociales, aunque la aplicación del Acto de Insurrección de 1807, que permite sacar a las tropas con el fin de contener el desorden público, nunca había hecho temblar los cimientos de la democracia tanto como en la actualidad.

Los niños afroamericanos de Little Rock Central High School son escoltados.
Los niños afroamericanos de Little Rock Central High School son escoltados por los militares.

El presidente, Dwight Eisenhower, empleó a los militares en 1957 con el fin de escoltar a nueve adolescentes afroamericanos - Little Rock Nine - en un colegio público que optaba por la segregación. La amenaza de ser atacados por una multitud de ciudadanos racistas era real, ya que, en el sur del país, tardaron en digerir la firma del Acto de los Derechos Civiles declarada ese mismo año. Esta norma otorgó algunos derechos básicos a la población negra, incluido la opción a voto.

John F. Kennedy, también la implementó en 1962 para contener las revueltas racistas originadas por el descontento de una parte de la población a la que no le pareció bien que el afroamericano, James Meredith - militar veterano - se matriculara en la Universidad de Mississippi. Un año más tarde, hizo lo mismo con el fin de implementar el fin de la segregación en los colegios de Alabama. El presidente, Lyndon B Johnson, abogó por el uso de la fuerza militar en 1967 (revueltas de la población afroamericana contra la policía en Detroit) y en 1968, en Chicago, Baltimore y Washington tras la muerte de Martin Luther King; mientras que George H. Bush hizo lo propio en 1989 (saqueos tras el huracán Hugo en Islas Vírgenes) y en 1992 (revueltas en Los Ángeles después de que cuatro policías fueran absueltos de usar fuerza extrema para detener a afroamericano, Rodney King).

Tienda calcinada en las revueltas de Los Ángeles en 1992 (Getty Images)
Tienda calcinada en las revueltas de Los Ángeles en 1992 (Getty Images)

En todos estos casos, la violencia atrajo más violencia, sin embargo, ninguno de los presidentes que optaron por usar el Acto de Insurrección de 1807 protagonizó unos discursos y unas actitudes tan incendiarias como las que Trump ha estado manifestando durante todo su mandato. Incluso en la actualidad, prefiere culpar a la extrema izquierda de las revueltas, en lo que muchos consideran como una cortina de humo para no asumir su desastrosa gestión durante la pandemia, o para no reconocer que en EE.UU. hay un problema racial de lo más arraigado que en muchos casos le cuesta la vida a la población afroamericana. En sus manos, esta legítima utilización del ejército no es solamente una herramienta para garantizar el orden público, sino un instrumento que podría actuar como brazo ejecutor de sus ideales y en contra de sus enemigos, de toda aquella persona u organización que no comulgue con su parecer. Son su retórica y sus acciones marcadas por el odio las que generan desconfianza en sus intenciones y hacen temer que el uso de los militares le lleven a traspasar una peligrosa línea de no retorno. El riesgo es mayúsculo, ya que aquellos que nada tienen que ver con la violencia y que promulgan su indignación de manera pacífica mientras se acogen a la Primera Enmienda son víctimas potenciales de una opresión que no tiene vuelta atrás.

Son muchos los ejemplos que se han sucedido durante estos casi cuatro años de mandato que sugieren una forma de liderar con elementos dictatoriales, no solo tras protagonizar comentarios y actitudes racistas, homófobas y machistas con una normalidad aplastante; o tras maltratar a la prensa contraria a su forma de gestionar el país e incluso al promulgar su ignorancia como verdades absolutas que son manifestadas con una prepotencia enfermiza. Sus fieles compran esta actitud y la defienden con una fidelidad ciega, mientras que sus detractores se echan las manos a la cabeza. Hay más.

Manifestantes motivados por el fallecimiento de George Floyd. (Getty Images)
Manifestantes motivados por el fallecimiento de George Floyd. (Getty Images)

Hace casi un año, durante el Día de la Independencia, Trump usó la festividad para alardear de ejército como si del mismísimo Kim Jong-un se tratara. Washington contó con un número superior al habitual de aviones, tanques, helicópteros… la jornada se convirtió en una fiesta militar e incluso los altos mandos del Ejército se mostraron contrarios a esta fatuidad de poder más propia de un déspota que de un líder de la democracia.

Garante, según los expertos, de una personalidad narcisista a Trump no le tembló el pulso a la hora de separar a los hijos de migrantes indocumentados de sus padres en centros de detención durante meses. No sólo eso, sino que además las condiciones de salubridad y confort de los pequeños son deplorables, más propias de los campos de concentración nazis y comunistas que de una potencia democrática.

Demonizar a minorías, familiar, ¿verdad? Si a Trump se le presentara un cuestionario con preguntas como: ¿Querrías ser presidente vitalicio? ¿Encarcelarías a tus opositores? ¿Aceptarías una derrota en las elecciones? Tan solo contestaría que no a la última, de hecho, ya lo ha hecho en diversos momentos de su mandato. La historia ha demostrado que este tipo de personajes son capaces de arruinar países y marcar a generaciones para siempre, como ha sucedido en Cuba, en Venezuela, en Argentina, en Chile, en El Salvador...

El presidente de EEUU, Donald Trump, posa con la biblia. (Getty Images)
El presidente de EEUU, Donald Trump, posa con la biblia. (Getty Images)

Antes de su discurso del lunes, Trump formó parte de una llamada con los 50 gobernadores del país. En ella, les instó a que sacaran el ejército a sus calles porque de lo contrario serían unos “patanes”. Poco después de usar ese tipo de lenguaje, amenazó a la población con la salida de los militares por orden federal y sin contar con los propios gobernadores (algo que en casos determinados es legítimo); mencionó la defensa de la Segunda Enmienda (uso de armas) en una clara incitación a la violencia; permitió el uso de la fuerza a la policía para que desalojara a manifestantes pacíficos de las inmediaciones de la Casa Banca; acto seguido, posó en la Iglesia Episcopal de Saint John con una biblia en la mano en el que ha sido tildado por sacerdotes como uno de los actos blasfemos más injuriosos que recuerdan. Y todo ello, un día después de catalogar como grupo terrorista a una organización de extrema izquierda sin que ese mismo rasero sea aplicado a otras organizaciones que también incitan al odio y a la violencia, pero que son afines a sus ideales.

El que Trump saque al ejército no es igual a que lo haga otro presidente. Se trata de un riesgo de consecuencias fatales por lo impredecible de su manera de gobernar: él mismo pone sus límites y siente que está por encima de la ley. Su verdad, por muy nociva que sea, siempre será absoluta y aplicada hasta las últimas consecuencias.

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