La disidencia guerrillera, otro eje de la pulseada

BOGOTÁ.- El anuncio de vuelta a las armas del 29 de agosto por tres altos exlíderes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) desde el río Inírida, en la zona fronteriza con Venezuela, apunta a que el largo y espinoso tema de la aventura guerrillera dejó de ser un asunto estrictamente colombiano para convertirse en un componente más del entramado de Fuerzas Armadas con las que el régimen de Nicolás Maduro ha construido una muralla de contención a la ofensiva internacional en su contra.

La situación política de ambos países se entrelaza cada vez más. Al descomunal fenómeno migratorio y a la red de tráficos e ilícitos fronterizos, se le añade el posible apoyo del gobierno venezolano al rearme de los disidentes de la guerrilla colombiana. Al presidente Iván Duque le llegó la hora de decidir si permite que su país regrese a la guerra o busca un acuerdo de todas las fuerzas democráticas de Colombia para seguir conduciendo el proceso de paz que su predecesor, Juan Manuel Santos, no pudo llevar a puerto seguro.

Desde el inicio de su primer gobierno, Hugo Chávez hizo pública su afinidad ideológica y su simpatía personal, y la de su cúpula de gobierno, con los grupos insurgentes colombianos. En enero de 2008, Chávez pidió que se les quitara a las FARC el calificativo de terroristas y se les declarara "fuerza beligerante". Ese mismo año tildó el bombardeo contra un campamento de las FARC en el que murió Luis Devia, alias Raúl Reyes, como un "cobarde asesinato", ordenó movilizar tanques a la frontera y guardó un minuto de silencio por el jefe sacrificado.

En julio de 2010, Luis Fernando Hoyos, embajador de Colombia ante la OEA, denunció que Venezuela se había convertido en aliviadero de las FARC y mostró pruebas de que en su territorio había 87 enclaves y más de 1500 miembros del frente guerrillero. Una vez que Maduro accedió a la presidencia en 2013, la presencia del Ejército de Liberación Nacional (ELN) se hizo rutinaria.

En el nuevo escenario las fuerzas insurreccionales colombianas -la alianza entre la disidencia organizada de las FARC y el viejo ELN- formarían parte de las estrategias de defensa y ataque del régimen venezolano, y así de la expansión del socialismo del siglo XXI soñada por Chávez y Fidel. Servirían también como instrumento de chantaje y factor de perturbación contra el gobierno colombiano para que disminuya su presión en el escenario diplomático a favor de la transición política presidida por el líder opositor Juan Guaidó.

El futuro de Colombia estará cada vez más condicionado por lo que suceda en Venezuela. Ya no como países con historias comunes, economías mutuamente imbricadas y procesos de integración pendientes y deseados. Colombia y Venezuela se desplazarían como vagones arrastrados por una locomotora conducida por la cúpula cívica-militar venezolana. Una locomotora que solo se podría frenar si los gobiernos de ambos países pueden dialogar y enfrentarla juntos, un desarrollo que con Maduro será siempre dificultoso, sino imposible.

Tantos dilemas juntos obligan a los demócratas colombianos a hacerse grandes y nuevas preguntas, asumir el conflicto en el largo plazo histórico que les permita ver las amenazas más allá de las coyunturas electorales inmediatas y adelantar acciones de una envergadura acorde con ellas.

El gobierno de Duque y los principales líderes de las organizaciones democráticas en Colombia tienen como tarea prioritaria superar las polarizaciones que los fracturan y tratar de hacer un frente común. Duque debe convocar a un gran acuerdo nacional que aísle, de una vez por todas, la amenaza de los nuevos focos guerrilleros. Y en ese camino redoblar los esfuerzos diplomáticos para que la entrada del gobierno de Maduro en el conflicto interno se convierta en materia prioritaria para la comunidad internacional.

The New York Times

El autor es sociólogo venezolano