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Diego Maradona: el más humano de los inmortales

El día en que Diego Armando Maradona se despidió, mientras su voz se quebraba y el lugar que había sido su hogar se agitaba y sollozaba, su mente se desvió hacia los errores que había cometido y el precio que pagó por ellos.

Candles and flowers are seen outside the San Paolo stadium commemorating soccer legend Diego Maradona, in Naples, Thursday, Nov. 26, 2020. Maradona died on Wednesday at the age of 60 of a heart attack in a house outside Buenos Aires where he recovered from a brain operation. (AP Photo/Alessandra Tarantino)
(AP Photo/Alessandra Tarantino)

En su momento de despedida, no buscó la absolución. En cambio, todo lo que pidió fue que el deporte que había amado, y que lo había adorado, el juego que dominó e iluminó y que elevó al nivel de un arte, no se viera empañado por todo lo que hizo.

La última línea de su discurso de ese día, que fue la última vez que honró a La Bombonera, la casa de Boca Juniors, el club que lo tenía en el corazón, se convirtió en un aforismo argentino. “La pelota no se mancha”, le dijo a la multitud que lo adoraba.

Ciertamente es posible que Diego Armando Maradona, quien murió el miércoles a los 60 años, fuera el mejor futbolista que jamás haya respirado, aunque ese es un tema de debate candente e inquebrantable. Menos polémica es la idea de que ningún otro jugador haya inspirado jamás una devoción tan feroz.

Hay algo parecido a un culto en su nombre en Nápoles, la olvidada ciudad portuaria que se transformó en el centro del universo del fútbol durante los gloriosos años de la cima de su carrera. El alcalde de la ciudad sugirió el miércoles que el estadio que alberga a su antiguo club, el Nápoles, debería cambiarse de nombre en su honor. Ese privilegio recae actualmente en San Paolo.

En Argentina, la patria de Maradona, que declaró tres días de duelo nacional luego del anuncio de su fallecimiento, hace tiempo que hay una iglesia en su honor. Para muchos, Maradona fue una experiencia cuasirreligiosa.

(VIDEO) Maradona ya descansa en paz tras una multitudinaria despedida en Argentina

No era un icono sencillo. Durante décadas luchó con la adicción a las drogas. Fue expulsado de una Copa del Mundo en desgracia después de dar positivo por sustancias que mejoran el rendimiento. Los problemas de salud lo acosaban, eran el testimonio de una vida de excesos. No reconoció a su hijo, Diego, durante años. En su vida posterior, se separó de su exesposa, Claudia Villafañe, y de sus dos hijas, Giannina y Dalma. Una exnovia entabló denuncias de abuso doméstico en su contra. Estuvo relacionado con el crimen organizado y el uso de armas.

Maradona nunca se rehusó a reconocer que había cometido errores, incluso cuando no pudo dejar de cometerlos. El mundo del fútbol se tambaleó con la noticia de su muerte y la tendencia —comprensible, sincera, ineludible— fueron los elogios de figuras como Lionel Messi (quien dijo que era “eterno”), Cristiano Ronaldo (lo calificó como “un genio”) y Pelé (que lo definió como “una leyenda”), que evitaron hablar sobre sus defectos y debilidades, intentando borrar sus demonios como una demostración de respeto, y afecto.

Sin embargo, el hecho de no mencionar esos problemas no limpia la historia de Maradona. Es un legado retorcido. Esas luchas no lo mejoraron como jugador. En cambio, le impidieron lograr todo lo que podría haber hecho y, eventualmente, acortaron su carrera.

Pero si esos defectos disminuyeron lo que era Maradona, pulieron lo que representaba para quienes lo miraban, y lo adoraban. Que esa belleza pudiera surgir de tal tumulto hizo que se convirtiera en algo más; le dio una resonancia que se extendió más allá incluso de sus enormes capacidades. Su oscuridad agudizó los contornos de su luz.

Treinta y dos años antes de que naciera Maradona, el gran escritor Borocotó —director de El Gráfico, la pionera y prestigiosa revista deportiva— sugirió que el país debería erigirle una estatua al “pibe de cara sucia, con una cabellera que le protestó al peine el derecho de ser rebelde, con dos ojos inteligentes, revoloteadores, engañadores y persuasivos, de miradas chispeantes”, una figura popular que no solo representaba la cultura futbolística argentina, sino también a su propia imagen como nación.

Maradona era el ideal platónico de un pibe, todo virtuoso y lleno de astucia impetuosa. Capturó el espíritu que Borocotó inmortalizó más que cualquier otro jugador, más de lo que nadie habría creído posible, no solo cuando era un adolescente, recién salido del potrero, sino a lo largo de su carrera.

Todas esas icónicas imágenes de Maradona son monumentos al espíritu del pibe: saltando por encima de Peter Shilton, el portero de Inglaterra, para marcar el gol que, en broma, decía que fue hecho por la “mano de Dios” —con esa “risa picaresca” que cumplía a la perfección con la descripción de Borocotó—; bailando, un par de minutos después, a toda la selección inglesa para marcar “el gol del siglo”, una hazaña que hizo que el comentarista Víctor Hugo Morales dijera que era un “barrilete cósmico”; o cuando enfrentó con el balón a varios jugadores de la selección belga, que lo miraban con el miedo pintado en sus rostros.

Por muy alto que volara, Maradona nunca se apartó de sus raíces; era un pibe cuando surgió por primera vez, seguía siéndolo cuando impulsó, casi solo, a la selección Argentina al Mundial de 1986 y, cuatro años después, cuando volvieron a jugar la final. Era un pibe cuando el Barcelona lo convirtió en el jugador más caro del planeta y cuando logró que el Nápoles ganara no uno, sino dos títulos de la Serie A. Era un pibe, mientras conquistaba el mundo.

Esa fue su gloria, y también fue su perdición. Después de todo, ¿quién podía esperar que un niño que nunca creció pudiera enfrentarse a ese mundo de las expectativas y las exigencias, de la idolatría y la tentación? La luz brillaba tan intensamente que la oscuridad que vendría después solo se acrecentó.

Maradona nunca puso excusas para sus traspiés, aunque eso no significa que se arrepintiera. Como le dijo al cineasta Emir Kusturica en 2008, se hacía responsable de todo lo que había hecho, lo bueno y lo malo. Pero también sabía que en algún momento había que trazar una línea entre Maradona como persona y Maradona como jugador.

Su legado en el primer aspecto es complejo: se trata de un individuo brillante y atribulado, una persona que sufrió dolor pero también lo infligió, un niño y luego un hombre que se derrumbó bajo la presión de una situación para la que no tenía las herramientas necesarias para sobrevivir.

Pero su significado como deportista es más sencillo. Maradona encarnó un ideal, enamoró a una nación, convirtió un mero juego en una forma de arte. El pibe es un complejo esencialmente argentino pero que genera un entendimiento global: la brillantez pícara e improvisada de los inocentes.

Maradona siempre vio al fútbol como su salvación, como su liberación. En 2005, en una breve fase como personalidad televisiva, se le preguntó qué le gustaría que fuese su epitafio. “Gracias al fútbol”, dijo. “Es el deporte que me da la mayor alegría, la mayor libertad. Es como tocar el cielo con las manos. Gracias a la pelota”.

Sus defectos y sus demonios no serán olvidados, ni siquiera con el tiempo. Su memoria siempre será compleja. Pero no importa cuán profunda sea la oscuridad, no se debe permitir que oscurezca la luz que él generó. “La pelota no se mancha”.

Rory Smith es el corresponsal principal de fútbol y está radicado en Mánchester, Inglaterra. Cubre todos los aspectos del fútbol europeo y ha reportado tres Copas Mundiales, los Juegos Olímpicos y numerosos torneos europeos. @RorySmith

This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company