Qué hay detrás de la ola de suicidios de hombres de mediana edad en el Oeste de Estados Unidos

A Toby Lingle lo cremaron con una gorra de los 49ers, una remera de Star Wars y anteojos negros, poco después de su funeral en la Iglesia Comunitaria de Highland Park en Casper, Wyoming. Tenía 43 años. Esa vestimenta era el uniforme cotidiano de un hombre muy áspero y suelto de lengua. Lingle era ese tipo que les cuenta un chiste malo a tus hijos e insiste en putear frente a gente mayor en un restaurante. Si lo desafiabas, agregaba más material subido de tono y tiraba un par de malas palabras. ¶ Su hermana, Tawny Perales, me mostró una foto de Lingle en su ataúd. "Usaba la gorra todo el tiempo porque se le estaba cayendo el pelo", me dijo en un Starbucks no muy lejos de la iglesia. "La gente piensa que es raro que haya sacado la foto, pero a mí no me importa". ¶ Lingle tenía un sentido del humor retorcido, así que hubiera disfrutado del pequeño meme que causó el verano pasado. Había un video posteado en Reddit llamado "Sir, you dropped your sándwich" en el que un oficial SWAT armado corre hacia una situación de "tiroteo" en el tráiler de Lingle. Al policía se le cae un sándwich, se escabulle unos pasos y se da vuelta cuando alguien dice: "Se le cayó el maldito sándwich". Sin contexto, el video es muy gracioso.

Para la familia de Lingle, es lo único remotamente gracioso del 24 de junio de 2018. Ese fue el día en que Tobias Lingle se apoyó una Sig P226 Legion recién adquirida contra el mentón y disparó en su tráiler en Williston, Dakota del Norte. Había garabateado en una pizarra: "Perdón, no aguanto más la ansiedad y la depresión". Junto al mensaje de despedida, había pegado un par de boletos de lotería sin ganadores. Fue su última broma. Ahora, lo único que queda de él es una huella digital en el amuleto que su hermana lleva en el cuello.

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El centro de control de Enfermedades registró 47.173 suicidios en 2017, y aproximadamente 1,4 millones de intentos. Muchas de las plagas de la sociedad golpean más fuerte a las mujeres y las minorías, pero esta, en Estados Unidos, está dominada por hombres blancos, que constituyen el 70% de los casos. La mayoría son de mediana edad. Entre los hombres estadounidenses, hay 22 suicidios por 100.000 habitantes, y los que tienen entre 45 y 64 representan el grupo de crecimiento más acelerado, de 20,8 cada 100.000 en 1999 a 30,1 en 2017. Los estados con las tasas más altas son Montana, con 28,9 cada 100.000; Alaska, con 27; y Wyoming, con 26,9; todos más o menos duplican el promedio nacional. Nuevo México, Idaho y Utah completan los primeros seis estados. Todos, salvo Alaska, pertenecen al huso horario montañoso.

El verano pasado, empecé un recorrido de más de 1.500 kilómetros por el Oeste, un lugar de una mitología enorme y una realidad inalterable: la región se ha transformado en un centro de autoinmolación para hombres de mediana edad. La imagen del hombre del Oeste y su ethos esforzado persisten, pero el cliché dio un giro oscuro; cuando ya no pueden contenerse, se suicidan. Encontré a hombres que buscaron ayuda y los pusieron en observación 72 horas en un hospital, y contaron que después los mandaron, sin haberlos ayudado, de vuelta a su casa, donde colapsaron en posición fetal; lo único que habían logrado era que todo el pueblo supiera que estaban enfermos. Encontré a hombres a ambos lados de la grieta de Trump: uno cuya ira hacia sus padres abusivos se había exacerbado durante horas mirando Fox News y a Trump en TV, tomando vodka en el sótano; el otro era director de una funeraria budista cuyos pedidos de ayuda fueron recibidos con saña en un condado de cowboys donde el 70% había votado a Trump.

"No tengo a nadie", me dijo tranquilo un hombre tomando café. Afuera, un viento despiadado sacudía los pastos altos. "Los inviernos me matan".

Encontré algo más: armas, muchas. Armas que se consiguen en una hora. Una casa en la que una mujer encontró docenas de armas escondidas. Hombres que se negaban a poner trabas en sus pistolas por miedo de estar desarmados cuando los invadieran los míticos saqueadores. Y encontré que los hombres que sobrevivieron a los intentos de suicidio tenían algo en común: no habían usado armas. Las pastillas se pueden vomitar, las sogas se pueden romper, pero las balas rara vez fallan.

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Durante años, una excusa fácil para explicar el crecimiento en la tasa de suicidios en el Oeste rural estaba atada al impacto de la Gran Recesión. Pero, más de una década después, sigue subiendo.

"Había una esperanza de decir: 'OK, cuando se recupere la economía, chicos, va a ser lindo ver cómo baja la tasa de suicidios'", dice la Dra. Jane Pearson, experta en suicidios en el Instituto Nacional de Salud Mental. "Y somos muchos los que estamos frustrados, porque eso no ocurrió. Todos nos preguntamos: '¿Qué está pasando?'".

El impacto de una época dura puede permanecer más allá del repunte de la Bolsa. En años de crisis, la idea de comunidad se difumina, un factor fatal en cuanto a hombres que se alejan de amigos y familiares, y se adentran solos en la oscuridad.

"Hubo un incremento en la idea de que cada uno se arregla por sí mismo", dice el Dr. Craig Bryan, que estudia suicidios militares y rurales en la Universidad de Utah. "No hay una sensación de: 'Estamos juntos en esta'. Es más: 'Ey, no me invadas. Vos estás en la tuya, y yo quiero hacer la mía'".

El tiroteo siempre fue la escena cúlmine de los westerns. Ahora se transformó en un monólogo mortal. Los activistas de los estados pro armas son sigilosos a la hora de pedir la eliminación de las armas, y en su lugar se contentan con encerrarlas y mantenerlas fuera del alcance de la gente desesperada y enojada. Sus esfuerzos son nobles, pero fútiles. En Utah, un 85% de las muertes con armas de fuego son suicidios. Una de las cosas más impactantes que descubrió Bryan fue que muchos eran suicidios pasionales: actos impulsivos e irrevocables.

"Un tercio de los suicidios con armas de fuego en Utah ocurrieron durante una discusión", dice Bryan. "Dos personas discutían. No necesariamente con violencia, pero se gritaban. Y alguien, casi siempre un hombre, básicamente dice: 'No doy más', agarra un arma, se dispara, y se muere".

No hay un segmento con más probabilidad de sufrir estos impactantes números que los hombres de mediana edad en las zonas rurales de Estados Unidos. No solo tienen armas y carecen de recursos de salud mental -hay unos 80 psiquiatras registrados en Wyoming-, sino que eligieron una vida que valora la independencia sobre todo lo demás.

"Se vuelve una cosa determinista", dice Pearson. "Son el tipo de hombre que eligió aislarse del pueblo, la salud mental y la gente. Se pegan un tiro y el Centro de Trauma está a horas de distancia".

Es fácil vapulear al hombre blanco de mediana edad en Estados Unidos. Como miembro de ese grupo privilegiado, admito que hay razones: ningún grupo en la historia del mundo ha recibido y despilfarrado tanto. Pero el hombre blanco norteamericano suma una cantidad de suicidios anuales que excede la capacidad del Madison Square Garden. Y no importa cuán privilegiado sea, se trata de un papá, un amigo, un hermano, un esposo.

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, un pueblo rico de esquí no muy lejos de Sun Valley. Cuando llegué, había dos muchachos de edad universitaria en la tumba de Ernest Hemingway. Estacionaron un SUV Hyundai blanco, y en un claro entre árboles, se rieron y se sacaron fotos en la tumba del escritor, bajo el sol de la tarde. Chocaron los cinco con la seguridad de los jóvenes que creen que van a vivir para siempre. La tumba de Hemingway, como la de Jim Morrison, es un centro de atracción para fiesteros que se disfrazan de dolientes. Esa tarde, sobre la lápida de "Papa" había monedas, una lata de Rolling Rock y unas botas de esquí casi sin usar.

Un hombre de cincuenta y pico se sentó cruzado de piernas frente a la tumba de Hemingway, y se puso a llorar. Miró en su teléfono el video de un chico que se parecía mucho a él. Se fue tan rápido como había llegado.

Los estadounidenses ya no leen a Hemingway como antes, y más allá de ser fan, yo creo que quizás sea mejor así. Desde su personalidad abusiva hasta su franco racismo, no era más que un neandertal que escribía frases cortas y hermosas.

Tiene muchas cosas que responder. Con su relato romántico de la guerra, su caza de elefantes indefensos, su pesca en corrientes frías, y los cigarrillos con café negro consumidos junto a un fogón, no hay escritor más responsable que Hemingway por la adoración del hombre norteamericano autosuficiente. Luego llegó a la mediana edad, cuando el cuerpo se cansa de dormir mal. Su talento disminuyó. Hemingway se mató con un disparo de escopeta una mañana de julio de 1961. Tenía 61 años.

Hemingway padeció muchas de las dolencias de la víctima masculina de mediana edad. Era enfermo mental -probablemente un trastorno bipolar- y su árbol familiar fue devastado por suicidios, algo que siguió hasta su nieta Margaux. Cuando su padre se mató en 1928, Hemingway comentó: "Yo probablemente me vaya igual". Había otros factores, como el alcoholismo y contusiones sufridas en aterrizajes de emergencia y accidentes. Lo que realmente mató a Hemingway fue una de las cosas que mata a los hombres norteamericanos hasta hoy: la fantasía machista de un hombre que no necesita a nadie más que a sí mismo. Luego de la confusión de que se había matado limpiando su arma, su muerte se transformó en uno de los primeros suicidios de los que se habló abiertamente en el país.

Una mañana visité la casa de Hemingway. Es un museo que nació muerto: pertenece a la biblioteca del pueblo, que lo mantiene, pero no está abierto al público. Adentro, la casa está igual que en los 60. Arriba está el escritorio en el que Hemingway trataba de escribir, lo cual le costaba mucho al final de su vida. Podía ver las montañas Boulder o el río Big Wood, donde iba a pescar truchas. Pero esa mañana no hizo ni una cosa ni otra. Agarró una escopeta, bajó las escaleras, abrió una puerta que daba a un pequeño vestíbulo, y se pegó un tiro. No hubo poesía, ni fanfarronadas, solo un chasquido, y después el silencio. Otro hombre cansado y enfermo.

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Pasé el día siguiente manejando nueve horas por esa zona enorme y vacía que va de Ketchum a Casper, el pueblo de Toby Lingle. Escuché los podcasts TWF de Marc Maron con Anthony Bourdain y Robin Williams, dos de los casos más notables de la epidemia de suicidios de hombres blancos de mediana edad.

Ambos habían luchado contra la depresión, y con adicciones a las drogas y el alcohol, un factor prevalente en los suicidios del área por la que estaba manejando: el 30% de los varones víctimas de suicidio en todo el país tienen alcohol en sus sistemas, pero en estados como Wyoming, los expertos dicen que está más cerca del 40%.

Bourdain sonaba enérgicamente autocrítico, un bon vivant glotón que había dejado la cocaína y la heroína tras décadas de adicción.

"Cuando sabés lo bajo que podés caer, cuando lastimaste gente y la desilusionaste, y te humillaste a vos mismo durante tantos años, no vas a empezar a quejarte de una buena botella de agua", dijo Bourdain riéndose. Parecía feliz y bajo control, pero había señales. Luego del suicidio de Bourdain, un fan contó las veces que, en su programa, pronunció frases como: "Estoy decidido a no colgarme de la ducha en mi solitario cuarto de hotel". Así fue como se mató Bourdain en Kaysersberg, Francia.

Williams ofreció pistas más obvias. Durante la entrevista con Maron, habló de una recaída en el alcohol mientras filmaba en Alaska. Parecía agotado, y contó una historia supuestamente graciosa acerca de la discusión que había tenido sobre suicidio con su "cerebro consciente".

"Hubo una sola vez en la que, por un momento, pensé: 'A la mierda con la vida'", le dijo Williams a Maron. Luego recreó el diálogo interno:

"Tenés una vida bastante buena tal como está ahora. ¿Notaste las dos casas?"

"Sí".

"¿Notaste la novia?"

"Sí".

"¿Notaste que las cosas están bastante bien...?"

"Sí".

"OK, pongamos el suicidio bajo el sello 'discutible'... Primero, no tenés los huevos. No lo voy a decir en voz alta. O sea: '¿Pensaste en comprarte un arma?'".

"No".

"¿Vas a cortarte las venas con una minipimer?"

Su cerebro le preguntó en qué andaba.

"¿Estás sentado desnudo en un hotel con una botella de Jack Daniel's?"

"Sí".

"¿Eso quizás está influyendo en tu decisión?"

"Probablemente".

Williams luego dijo que quizás en dos años hablaría de eso en un podcast. Maron se rio.

Cuatro años después, padeciendo una demencia con cuerpos de Lewy (DCL) no diagnosticada, Williams se ahorcó en la misma casa del condado de Marin donde había tenido lugar la entrevista.

Dos de los hombres más famosos de los últimos 50 años cayeron en el mismo pozo existencial que golpeó a tantos de su edad: una cortina que se cierra sobre una vida que la gente de afuera veía repleta de privilegios y promesas.

Ni los famosos dejan rastros.

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Los hombres blancos acaparan el 70% de la

Toby Lingle no era un tipo solitario. No le gustaba hacer nada solo. Si tenía que comprarse medias, les rogaba a sus amigas que lo acompañaran. ¿Abrir una cuenta corriente? Necesitaba que alguien lo llevara al banco. Entonces, ¿cómo terminó muriéndose solo en una casa rodante en una ciudad próspera de Dakota del Norte, lejos de sus amistades y su familia?

Es una pregunta con la que sus seres queridos tendrán que lidiar siempre. Toby, Tim -su hermano mayor- y Tawny -su hermana- se criaron en el pueblo con una única estación de servicio de Midwest, Wyoming, a 60 kilómetros de Casper. Su clase en la secundaria era de apenas 16 chicos. Su mamá era una técnica en emergencias médicas que contestaba todas las preguntas de un pueblo sin doctor, a cualquier hora. Su padre era un alcohólico perdido que trabajaba en un yacimiento de petróleo, antes de retirarse por discapacidad. Según Tawny, su padre era cruel, y le daba un placer particular atormentar a su hijo más chico. Cuando un Toby adolescente renunció a un trabajo despiadado en los yacimientos petrolíferos, su padre lo regañó: "Este año no vamos a festejar Navidad por tu culpa".

El hermano de Toby se enroló en la Marina, y su hermana tuvo un bebé y se mudó. En la pequeña casa, entonces, vivían solo mamá, papá y Toby. La mamá de Toby trataba de protegerlo todo lo que podía. Pero ella tenía sus propios problemas: largas explosiones de llanto que aterraban a sus hijos. A los 46 años, su vida de fumadora le pasó factura, y le diagnosticaron un cáncer de pulmón incurable. Toby la llevaba a los médicos, y le rogó que dejara de fumar, pero ella no podía. Murió seis meses después; Toby tenía 19. Cuando hablo con sus amigos y familiares, queda claro que el crecimiento emocional de Toby terminó el día que se murió su madre y protectora (su padre murió dos años después).

"Dijo: 'Si se llevó a nuestra mamá, no es posible que Dios exista'", me dijo Tawny en su prolijo departamento en Casper, donde Lingle dormía cuando le agarraban los ataques de llanto de adulto. "Después de eso, no le veía sentido al mundo".

Para ser un hombre al que atormentaba la soledad, Lingle eligió el peor trabajo, un problema que vi mucho en hombres deprimidos en los estados montañosos. Se hizo conductor hot shot, alguien al que pueden llamar en cualquier momento y decirle que tiene que ir a toda velocidad a Denver para buscar un equipo que hay que llevar a un campo de fracking en Pensilvania para ayer. En el camino, estuvo brevemente casado, y tuvo una hija con la que perdió contacto cuando se mudó a una reserva de Dakota del Norte con su mamá. Pasaba las largas horas del viaje molestando amigos por teléfono e intercambiando audiobooks de Star Wars con su colega Jocko Ward, su mejor amigo.

Lingle trató de vivir solo, pero no era para él. Muchas veces iba a lo de Tawny con los ojos en llanto, y le decía: "No entiendo nada, estoy por colapsar". El clima no ayudaba. Casper está entre los lugares más ventosos de Estados Unidos, y las ráfagas aúllan durante un invierno que se extiende desde Halloween, a fines de octubre, hasta abril. Él lloraba en el cuarto de invitados durante un día o dos, pero después salía y compartía una pizza con Tawny y sus dos hijos varones. Tawny, que también lucha con sus demonios mentales, le rogaba a su hermano que buscara ayuda. Pero él siempre pronunciaba el mismo refrán a regañadientes, algo que escuché repetirse hasta el infinito en toda esta región: "No tengo seguro de salud mental. Además, ¿si la gente se entera? Perdería el trabajo".

Lingle se enamoraba y se desenamoraba, y su relación más seria terminó cuando su novia le pidió, por última vez, que buscara ayuda, y él se negó.

Una noche cené con Tawny y algunos amigos de Lingle en una hamburguesería de Casper. Estaban su hermana, una sobrina, algunas ex novias y un amigo. Todas las mujeres sabían de las batallas de Lingle contra la depresión, incluso de un intento de suicidio en el que se tomó todo un frasco de aspirinas. En las mujeres había lágrimas, pero en Darrell Palmer, el amigo, había confusión. Toby lo mensajeaba a cada rato sobre los playoffs de la NBA.

Me recordó algo que me había dicho Ward el día anterior. Cuando estaba en casa de Ward, Lingle pasaba horas jugando videojuegos con sus hijos. Una noche, Lingle mencionó cuánto extrañaba a su mamá, y cómo el tema lo asediaba, pero cuando Ward sacó el tema después, Lingle se cerró.

"Hubo una pequeña apertura, pero duró un segundo", me dijo Ward, mientras se le llenaban los ojos de lágrimas en un hotel de Casper. Tenía una remera de manga larga, botas con taco de acero y jeans nevados, una suerte de uniforme de la zona. "Pero después se cerró igual de rápido".

Esto también lo escucho una y otra vez.

"Acá sigue habiendo esa mentalidad de cowboy: 'No necesito ayuda, no hablo de mis problemas'", dice Karl Rosston, el coordinador de prevención de suicidios del Montana Department of Public Health and Human Services. "Lo ven como una debilidad, especialmente cuando tienen depresión".

Ward tuvo una última idea. Había aceptado un trabajo a siete horas en Williston, Dakota del Norte, como encargado de mantenimiento y venta de equipamiento de yacimientos petrolíferos de Bakken. La compañía se estaba expandiendo, y pagaba bien. Ward le dijo a Lingle que podía conseguir un trabajo en Williston. Le darían un cronograma de viajes regular, y podía hacer mucho dinero.

Lingle dijo que sí, aunque sus amigos se preguntaban cómo haría para arreglársela lejos de sus amigos y su hermana. Pero Lingle razonó que no estaría totalmente solo. Su hija adolescente, de la que estaba distanciado, vivía a 70 kilómetros, y su hermano mayor Tim estaba a una hora hacia el oeste en Culbertson, Montana, donde era sargento en la oficina del sheriff del condado.

Unos días antes de irse, Lingle le preguntó a la hermana si ella estaría bien sin él. Ella replicó: "¿Y vos?". Lingle sonrió. "Voy a estar bien", dijo.

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Me tomé una cerveza con Tom Morton antes de irme de Casper en dirección a la casa de Toby Lingle en Williston. Morton es un periodista local que, al principio de esta década, escribió una serie sobre el suicidio en el Oeste rural para el Casper Star-Tribune. Su premisa era simple: esto es una epidemia, y tenemos que hablar de ella, o vamos a perder más hombres. El canoso Morton, de 65 años, sabía de lo que hablaba. Una vez había tratado de quitarse la vida y admitió que la tentación jamás lo dejó. Mientras bebíamos, tratábamos de entender las razones por las que la tasa de suicidios era tanto más alta en estas tierras de cielos azules. Repasamos varias teorías, desde la falta de seguro médico hasta la altura (que impacta sobre la producción de serotonina en hombres mayores), hasta las armas. La conversación pasó a la desaparición de la vida de cowboy, en una época en la que los campos dejaron de ser propiedad de familias para ser más corporativos. Sugerí que, tras una vida difícil en el campo o los yacimientos, 50 años acá parecía una edad avanzada, especialmente cuando el cuerpo ya no puede trabajar 14 horas por día en el frío despiadado.

Morton consideró que todas eran verosímiles, pero se preguntaba si no sería la última tarea alcanzable para un hombre tras agotar todo lo demás.

"Me va a acompañar el resto de mi vida", dijo Morton. Miró alrededor para ver si alguien en el bar lo estaba escuchando, y se acordó de algo que había escrito: "Para mí, el suicidio es el demonio más hermoso y atractivo que jamás haya tenido. Es una mujer que lleva un vestido hermoso y perfume, y me consigue la limusina y el vino".

Se rio un poco. "Me desea, pero yo no me voy a entregar a ella".

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Toby Lingle se mudó de Casper a Williston en la primavera de 2017. Su pickup trasladaba su nuevo hogar, una casa rodante de 60.000 dólares con paneles de madera, cuarto, living y hogar eléctrico. Sería su tumba.

Al principio, Lingle iba a vivir con Tim, pero, como la mayoría de los hermanos, tenían problemas que se remontaban a la infancia. Así que mudó su casa rodante al depósito de la petrolera para la que trabajaba, en un estacionamiento gigante no muy lejos de un Walmart. Tenía privacidad, quizás demasiada. Desde el viernes a la tarde hasta el lunes a la mañana, podía pasar 60 horas sin ver el sol ni a ningún ser humano. Su única compañía era un gato perdido al que apodó Bruce Jenner.

Las cosas no funcionaron con la hija. Su familia dice que ella manifestó poco interés en Toby. Aun así, él tenía a Tim, o eso pensaban ambos.

Conocí a Tim Lingle una mañana soleada, no muy lejos de donde su hermano se quitó la vida. Tiene los mismos ojos pícaros de Toby, pero no comparten mucho más. Tim era un veterano de la Marina y un oficial de policía, que jamás pudo entender los estados de ánimo de su hermano.

"Lo amaba, pero era difícil estar con él", me dijo. "Siempre me daba consejos sobre mis hijos, y yo pensaba: 'Man, vos no ves a tu hija hace años'".

Pero a Tim le importaba. Una vez por mes iban a ver una película de superhéroes; debido a la ansiedad, Toby no se animaba a ir solo. Una cosa que Toby hacía bien eran los asados, así que él invitaba a su hermano y su sobrina al estacionamiento a comer carne. Toby quería mostrarle algo a Tim.

"Mirá esto", dijo Toby, abriendo un cajón. Estaba lleno de bolsas de licor vacías.

"Me destruyó, porque nuestro papá era alcohólico", me dijo Tim con lágrimas en los ojos.

Toby le pidió a Tim que le hiciera un favor. Sabía que su hermano tenía un amigo en el negocio de la venta de armas. Quería saber si podía conseguirle una pistola y una AR-15 a buen precio. Tim cumplió, y al poco tiempo Toby le estaba mandando fotos de sus juguetes nuevos a Ward y sus amigos.

"Me mandaba fotos cada vez que les agregaba una mira o una luz", me dijo Ward. "Nunca pensé que serían para otra cosa que divertirse".

La hermana de Toby sentía que algo no estaba bien. Le pidió que se armara un equipo de dardos en un bar, algo que lo sacara de su remolque. Tawny sabía que a la gente le caía bien Lingle si lo conocían. Pero otra señal clara de depresión en la mediana edad es la reducción del círculo social.

Lingle llevaba equipamiento a pozos en Montana y Dakota del Norte, a 300 kilómetros de Williston. Era su propio jefe, y después de seis meses dejó de hacer sus viajes. Como trabajaba solo, nadie se enteró hasta semanas después. Ward y Tawny lo llamaban, y Lingle les hablaba de lo bien que estaba, o a lo sumo les decía que estaba un poco triste.

Ward debía ver a Lingle el día que se mató. Habían hecho planes para encontrarse en Casper y manejar hasta un recital en las afueras de Denver. Pero el 24 de junio, Lingle nunca apareció. Ward pensó que se habría juntado con una de sus amigas casadas -las relaciones casuales eran sus únicos vínculos-. Pero después de una serie de llamadas, Ward salió en dirección a Denver. Llamó a un amigo del trabajo en Williston y le dijo que le pidiera a la policía que se fijara qué pasaba con Lingle. El amigo y un policía entraron en el estacionamiento y le tocaron la puerta. Al principio no hubo respuesta. Después se escuchó un tiro.

Las siguientes horas fueron un caos. Ward también había llamado a Tim, que salió disparado con su patrullero con la sirena prendida. Llamaron a un equipo SWAT. Tiraron gas, forzaron la puerta del estacionamiento y rodearon la casa rodante de Toby. Finalmente, rompieron la puerta de entrada. Toby había muerto de un disparo autoinfringido.

Tim y yo nos quedamos un par de minutos afuera del estacionamiento en el que murió su hermano. La puerta fue reemplazada, y no hay ninguna señal de que Toby haya estado ahí. Ahí me mostró el video de Reddit del policía al que se le cae un sándwich. "Todo el mundo pensó que era gracioso, pero ese tipo estaba corriendo porque mi hermano se había pegado un tiro", dijo Tim con aspereza.

A pesar de haberse aislado, Toby no estaba solo. Casi 200 personas asistieron a su funeral. Dejó atrás a Tawny, Tim y Ward, que alternan entre pensar que le dieron demasiado amor a Toby, y sentir que deberían haber sabido que había perdido el control, y deberían haber ido directo a Williston.

La Dra. Christine Moutier, especialista en suicidios para la American Foundation for Suicide Prevention, calcula que un suicidio puede impactar en la vida de 112 personas, desde los seres queridos hasta los compañeros de trabajo. Si bien los números no son definitivos, hay pruebas de que asistir al suicidio de un ser querido puede llevar a una pequeña ola de suicidios en una familia o una comunidad.

"Con el suicidio, hay mucho que no se dice", dice Moutier. "Puede ser materia de obsesión y de tormento para los sobrevivientes. Uno piensa: 'Si esto hubiera sido así, ¿habría sido diferente?'".

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Antes de que me vaya, Tim y yo paramos a almorzar en la Ruta 2, en dirección a Montana. Le pregunté a Tim cómo le iba en el trabajo tras la muerte de Toby. Me dijo que estaba bien, con una excepción. Un compañero suyo, Frederick Lee, tenía un hijo de 13 años que había agarrado la pistola de su padre y se había suicidado, un par de semanas antes, en Wolf Point. Cuando lo encontraron, Michael Lee aferraba un amuleto que contenía un mechón de pelo de su madre. Ella se había suicidado tres años antes, otro ejemplo del catastrófico efecto en ola del suicidio.

"No podíamos dejar que su papá volviera a casa", suspiró Tim. Así que él y sus amigos se pasaron un día limpiando sangre y tejidos de las paredes. "¿Te gustaría conocerlo?", preguntó. Le dije que sí, y Tim me pasó su celular. Pero no lo llamé hasta semanas después.

No lo podía aguantar.

Fui a casa a juntar fuerzas una semana. Volví distante, incluso cuando estaba con el amor que es mi hijo de 4 años. Lo bauticé en honor a mi padre, un piloto de la Marina que murió en un accidente de avión cuando yo tenía 13 años. Nuestro hijo nació en el aniversario del accidente de papá, una bendición y a la vez la mayor broma cósmica. Yo pensé que había lidiado con el trauma lo mejor posible: había escrito un libro, pero estar solo de viaje, entre tanta tragedia, me había hecho recordarlo. Había vuelto el perro negro, y olfateaba mi puerta.

Mi mujer me preguntó si la nota valía la pena, y sugirió que la dejara. Le dije que no podía; ya estaba demasiado metido en el agujero que había consumido a tantos antes que a mí. Me parecía que la única forma de salir era sumergirme en más dolor, y emerger, de algún modo, más limpio y libre.

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Algunos hombres se matan en lugares hermosos. Descubrí esto sentado en el camión de Dan Hedrick, en el rocoso enclave de Vedauwoo, Wyoming, a mitad de camino entre Cheyenne y Laramie. Estábamos yendo a Laramie, donde él organiza una reunión mensual para familiares de suicidas, sobre todo esposas, hermanas, y madres. Íbamos lento en una ruta en mal estado, y Hedrick, cuyo hermano se pegó un tiro a los 42, señalaba formaciones rocosas gigantes modeladas en la era de hielo.

"La policía sacó varios cuerpos de ahí", dijo Hedrick, un diseñador gráfico de 59. "Muchos de los hombres ponen un tubo desde el caño de escape hacia dentro del auto. En el invierno esta ruta es intransitable. Podés no encontrar el auto en meses".

David, el hermano de Hedrick, era diez años más chico. Al joven David, la tía le decía Mr. Happy Face. Pero esa alegría empezó a desaparecer. Como Toby Lingle, aceptó un trabajo de camionero de larga distancia y empezó a meterse hacia dentro. Cuando David se aburrió de los camiones, se fue a trabajar a los trenes en North Platte, Nebraska.

Uniendo dos vagones, se lastimó la espalda. El daño lo dejó en agonía y lo lanzó a una espiral que no es infrecuente en zonas rurales donde un hombre puede agotar su cuerpo antes que su mente.

"Si tenés dolor constantemente, hay un límite en lo que pensás que es posible", dice Bryan, de la Universidad de Utah. "Sobre todo si hubo una época en la que eras muy capaz, activo y fuerte. Como que dejaste de ser quien eras".

David no tenía cobertura, y para el dolor se automedicaba. Pasó a trabajar en la tienda familiar de productos militares en las afueras de Cheyenne, un trabajo imposible en el que movía productos para camiones y equipamiento militar que había adquirido su padre acumulador durante 50 años. Una vez encontraron a David abrumado, hablando sin sentido en una parada de camiones. El hermano lo ayudó a desintoxicarse, pero no fue suficiente.

David siguió siendo un grano en el culo para todos, hasta una semana antes de su muerte. Se limpió, y le pidió a una chica que amaba que se mudara con él a Kentucky. Tramitó un nuevo registro de conducir y habló en una tienda con un pastor peregrino sobre la vida después de la muerte. Incluso fue al médico y le dieron antidepresivos.

La madrugada del 14 de diciembre de 2011, David salió de su casa y se pegó un tiro con un revólver. Lo encontraron la mañana siguiente.

"El día antes, había una vocecita en mi cabeza que me decía que llamara a David, pero no lo hice", dijo Hedrick. "Ahora tengo que vivir con eso".

Desde entonces, es voluntario de Grace for 2 Brothers, un grupo de apoyo creado por una madre que perdió a dos hijos por suicidio. Considera que el aislamiento es uno de los problemas de Wyoming y el Oeste en general. "Ya sea que trabajes en una hacienda ganadera o en un yacimiento petrolífero o como camionero, estás aislado, alejado de tu familia", me dijo Hedrick.

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La mañana siguiente, fui en auto a Cheyenne y estacioné cerca de The Albany, un restaurante y bar famoso. Me hizo acordar a un conocido que paraba en el Albany durante sus viajes solitarios. Dudaba sobre si esos viajes eran momentos valiosos o si no serían un autosabotaje en el que podía perderse por diez horas y olvidarse del autodesprecio, las metas no alcanzadas y las personas a las que había desilusionado.

Me esforcé por sacarlo de mi cabeza mientras cruzaba la entrada del viejo Paramount Theater de Cheyenne. Ahí me encontré con Rihanna Brand, la directora de operaciones de 33 años de Grace for 2 Brothers y de un centro de estudios del suicidio en Wyoming. Ella sabe de lo que habla: Brand tiene tres hijos y muchos intentos de suicidio en su haber. En sus ratos libres, vende aceites esenciales y conduce un programa sobre negocios inmobiliarios en YouTube. Se divorció dos veces, habló con sus hijos sobre la depresión, y me mostró una caja llena de candados de armas.

Nadie que quiera vivir en paz en Wyoming puede declararse antiarmas, así que Brand distribuye gratis los candados; imaginate un candado de bicicletas para tu .45. Se necesitan entre cinco y diez minutos para desconectar el seguro, acaso lo suficiente para disuadir a alguien, que salga a caminar o llame a alguien. "Llamé a todas las tiendas de armas del pueblo para preguntarles si podía dejar una caja en el mostrador", dijo Brand. "Me cortan, y me dicen que es malo para el negocio".

La disponibilidad de armas es una de las causas tangibles para la tasa de suicidios del Oeste rural, y Wyoming lidera el país con un 73% de sus hogares en posesión de armas, y ocupa el tercer lugar de los suicidios per cápita. Aun así, Brand no puede decir nada: "Si decís cualquier cosa que conecte armas con suicidios, la gente te excluye".

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La pila de seguros de armas me hizo acordar a la historia que me había contado Emily Gregory acerca de su esposo, en Cheyenne. Su muerte está tan presente en su memoria que cuando me junté con ella trajo a su amiga Tara para que la apoyara. Gregory, de 56 años, es una mujer pequeña, y parecía ponerse más grande y valiente al contar la historia de su esposo Kevin. Se habían conocido a los 14, y desde entonces habían estado conectados. Ambos se habían criado en familias con alcoholismo, y la de Kevin era particularmente violenta. Emily dijo que Kevin dirigía su ira hacia los demás: tras haber amenazado a sus compañeros de secundaria con el auto, lo habían mandado a un reformatorio.

Kevin mejoró un poco, y Emily y él se casaron poco después de la adolescencia. Tuvieron un par de años salvajes, pero ambos se rescataron y armaron una familia con tres hijos. Se mudaron un tiempo a Nevada, donde Kevin trabajaba de camionero. No todo era perfecto: Kevin se deprimía a fines del otoño, cuando se acercaba el invierno, y en marzo, cuando el invierno se negaba a irse. Parecía contento cuando cazaba con su arsenal de rifles. Se volvieron a mudar a Cheyenne cuando al papá de Emily le agarró cáncer, y Kevin estudió computación. Ahí fue cuando empezaron los problemas. Kevin siempre le había dicho a Emily que él venía de un hogar abusivo, y regresar a Cheyenne con su familia le volvió a abrir las viejas heridas.

Una tarde fueron a un partido de los Broncos, y a ella le sorprendió ver que Kevin se pedía una cerveza. Al poco tiempo, pasó a tomar botellas de vodka. Las compraba en distintos negocios de Cheyenne, para que no supieran de su nivel de consumo.

Empezó a pegarle a Emily. Al principio, eran incidentes aislados por la noche. Durante el día estaba bien, pero después caía el sol.

"Yo siempre decía que había un Kevin de día y un Kevin de noche", me dijo Emily. Le brotaban lágrimas de los ojos, y Tara se le acercó para abrazarla. "El Kevin de día era una persona maravillosa, y el Kevin de noche era horrible. Sacaba las armas".

"¿Dos o tres armas?", le pregunté.

"No, probablemente 50".

Una noche, Kevin sacó una .357 al patio delantero. Emily lo siguió. Su esposo la amenazó con matarla y después matarse. Ella llamó a la policía, que llevó a Kevin al hospital. Había tenido un clásico desmayo de borracho, y la mañana siguiente le preguntó a Emily qué había hecho. Le diagnosticaron bipolaridad, pero la falta de especialistas en salud mental en la región dificultó sus intentos de recibir ayuda. Le recetaron Zoloft, un antidepresivo que no ayuda con el trastorno de bipolaridad. Luego de otra amenaza con un arma, Kevin empujó a Emily contra una pared y le rompió las costillas. La policía llevó a Kevin a un psiquiátrico. Lo retuvieron 17 días por orden judicial. Cuando lo soltaron, Emily pidió una orden de restricción, pero cedió luego de que su marido la llamara por teléfono y disparara un arma, sugiriendo que se había pegado un tiro. Tras una pausa, él le preguntaba: "¿Qué te parece eso?".

Emily dijo que eran codependientes, pero ella pensaba que podía cuidar mejor a Kevin si volvía a la casa. Cada noche, se encerraba en el sótano después de comer. Era 2016, y Kevin veía a Trump hablar en televisión, lo cual incrementaba su furia.

"Se ponía de mal humor, decía que el país se iba al infierno y escribía unos posts horribles en Facebook", recordó Emily. "Decía: 'Los liberales son estúpidos bebedores de refrescos, y yo soy un hombre de acción'". A Emily le temblaban las manos. "No se podía hablar con él".

Una vez, Kevin desapareció durante 24 horas en invierno. Volvió con heridas faciales y un brazo roto. Emilly le rogó que buscara ayuda. "No puedo, me van a sacar las armas", respondió.

Cerca del Año Nuevo de 2017, Emily le dijo que no aguantaba más. Él estuvo de acuerdo, y le dijo que ella merecía algo mejor. Le prometió llamar a una clínica de rehabilitación el lunes siguiente.

El 6 de enero, Kevin Gregory volvió a su casa y le dijo a su esposa que había contactado a un centro de rehabilitación y que "las cosas iban a mejorar". La ayudó a hacer sopa de papas para la cena, y después se dio una ducha y se afeitó. Luego bajó hacia su refugio en el sótano.

Un par de horas después, Emily escuchó un ruido. Pensó que su esposo se había golpeado contra la puerta del perro. Su hija adolescente entró en la sala, y le preguntó si tenía que bajar a ver. "No, quedate; si grito, llamá al 911", le dijo su mamá.

No pasó mucho tiempo hasta que Emily descubrió lo que había pasado. Olió la pólvora antes de ver el cuerpo de Kevin. Tenía 53 años.

Kevin se mató con una .357 recién adquirida. En las semanas siguientes, Emily encontró unas 50 armas más, muchas escondidas en el sótano, pero también en el baúl del auto de ella, abajo de un colchón, y detrás de un sofá. Aunque lo habían internado por su salud mental, Kevin conservaba un permiso de portador del estado de Wyoming.

Emily se quedó callada. Empezó a hablar Tara.

"No tiene sentido: podés comprarte un arma en Walmart o en una casa de empeño, o que te la dé un amigo; la conseguís en 45 minutos", dijo. "Nadie te pregunta cómo estás. Toda esta zona es más intolerante que hace 20 años. Si decís algo sobre sacarle las armas a la gente, no te hablan más".

Creo que no había entendido del todo el inextricable vínculo entre las políticas de armas estilo Salvaje Oeste de Wyoming y la enfermedad mental hasta que hablé tres horas en Cheyenne con Steven Bates, un ex policía militar, y un hombre que parece un oso. Había tratado de suicidarse cinco veces; la última, la esposa lo agarró mirando el arma. Había dado grandes pasos para conseguir ayuda, coordinando grupos de prevención del suicidio y escribiendo poemas hermosos sobre la depresión. Aun así, no lo convencen los candados de armas, aunque los usa cuando sus nietos andan cerca. "¿Y si alguien entra en mi casa y esos cinco minutos me cuestan la vida?", preguntó Bates.

En Cheyenne, Brand seguía hablando de los candados cuando un hombre se sentó en una esquina. Parecía de 50 años, era delgado, y tenía anteojos de estudioso, zapatillas para correr y un buzo con capucha. Se sentó en silencio un momento, mientras Brand hablaba de la escasez de instituciones de salud mental en Wyoming. El hospital de salud mental más abarcativo está del otro lado de este estado gigante, en Evanston, a cinco horas de Cheyenne, Laramie y Casper. Un estudio de 2018 reveló que un 65% de los condados no metropolitanos de Estados Unidos no tiene ningún psiquiatra.

Por fin habló el hombre de la esquina. "Yo te puedo hablar de ese lugar", dijo el hombre. "Pasé ahí 72 horas, después llamaron a mi hermana, no me dieron ninguna derivación". Se sacó los anteojos y los limpió con cuidado. "Llegué a mi casa y volví a la posición fetal una semana entera".

La sala quedó en silencio.

***

El hombre de anteojos se llamaba Jay Harnish, y nos encontramos al día siguiente en lo que él bromeaba era el lugar más culto de Cheyenne: un Barnes & Noble.

Pedimos un té y nos sentamos, y Jay, 60 años, parece de menos que mis 51. Vive en Wyoming desde hace más de 20 años, pero admite que no encaja. Habla como un padre naturista sobre la falta de frutas, verduras y otros alimentos saludables en Cheyenne, un páramo culinario. Él, de hecho, es padre de tres hijos. Pero ya no le hablan mucho.

Harnish estuvo toda la vida rodeado de muerte. Cuando tenía 17 años, su padre depresivo se cansó de sus travesuras en la secundaria y lo mandó a trabajar en la casa fúnebre de su tío en Santa Cruz, California. Hacía el turno noche, a cargo de recolecciones de cuerpos. Vio cosas impactantes. "Tuve que cortar hombres que se habían ahorcado", me contó. "Íbamos y retirábamos el cuerpo".

Se reubicó en Utah, y luego siguió el negocio en Cheyenne. Vio miles de cadáveres. Pero el momento de verdad aterrador fue en 1987, cuando su padre se suicidó. La familia quería que Harnish lo preparara para el entierro. "No pensé en el impacto de embalsamar a mi padre hasta años después", dijo. "Ahora pienso en eso casi todos los días".

Hace más o menos una década, Harnish se hizo budista y le dijo a su esposa que tenía que dejar la morgue. Abrieron un restaurante con tienda de jugos, el lugar más saludable para comer en una ciudad en la que, según dice Harnish, un burrito vegetariano viene con tocino.

Pero el negocio no lo tranquilizaba. Decidió dejar a su esposa, lo cual despertó el desdén de sus tres hijos adultos. Se mudó con una nueva novia y empezó a apartarse del mundo. Una noche, se tomó una pequeña montaña de pastillas.

Lo internaron en el ala psiquiátrica del hospital. Durante tres días, me dijo Harnish, se negó a tocar cualquier droga, y escuchó los gritos y los golpes que daban hombres y mujeres con brotes psicóticos. Después de 72 horas, el hospital le preguntó si tenía cobertura médica, y cuando dijo que no, según Harnish, le ofrecieron pedirle un taxi. Su relación se desmoronó, y se fue a un departamentito de 25 metros cuadrados en la casa de su hermana.

Mientras hablábamos, entró una mujer de negocios de Cheyenne para saludarlo, y le dijo que no lo veía hacía mucho tiempo. Harnish farfulló un comentario amable, pero tenía los puños apretados. "Este no es un lugar en el que te convenga que la gente sepa que estás loco. Creo que en las ciudades es diferente, pero acá la gente te mira como si tuvieras algo contagioso. Perdí a todos mis amigos".

Cuando hablamos, Harnish todavía no tenía cobertura médica. No había podido mantener un trabajo por dos años. Cuando su nieto cumplió 2 años, su hija no le atendió el teléfono. Como muchos de los pacientes masculinos con los que hablé, tenía un punto débil muy terco: para él, no eran las armas, sino que se negaba a tomar antidepresivos. Paradójicamente, me dijo que sentía que si tomaba medicamentos no iba a ser él mismo.

"Todos los días me despierto preguntándome por qué sigo acá", dijo Harnish. "No encuentro razón para seguir estando vivo".

Harnish sufría por la llegada del invierno. Le di mi número y le dije que me escribiera cuando quisiera. Una noche de diciembre, cuando Cheyenne ya estaba con temperaturas bajo cero, me escribió para felicitarme por un ascenso en el trabajo. Le pregunté cómo estaba. Me mandó tres emojis: dos montañitas de mierda y un cráneo en el medio.

Eso fue hace seis meses, y yo temía lo peor. Pero hace poco Harnish volvió a contactarme. Se encontró con una hija y vio a su nieto. Había empezado a trabajar con adultos discapacitados. Su optimismo tambaleaba, pero lo intentaba. "Dejé de pensar en la muerte", dijo. "Trato de ser amable con todos; uno no sabe por lo que los demás están pasando".

Hay cosas que hacen que siga adelante. La música es una. Ahora, es el nuevo tema de Bruce Springsteen, "Hello Sunshine". Springsteen declaró en público sus propias batallas con la depresión, y Harnish siente que la canción fue compuesta para gente como él. La escucha una y otra vez.

La tasa de suicidios de Wyoming sube desde hace 15 años. Los recursos del gobierno se estiran hasta el límite, y muchas veces carecen de presupuesto. "No hay un centro de crisis en Wyoming, así que la gente se tiene que ir a otros estados, esperar una hora, y un tercio de sus llamados no son atendidos", me dijo Rihanna Brand.

En 2018, Wyoming tuvo la oportunidad de votar un aumento de un dólar en los impuestos a los cigarrillos, los más bajos del Oeste. Esos fondos podían usarse para mejorar los recursos para la salud mental. Pero, ¡ay!, el aumento no llegó a votarse porque la Legislatura cerró más temprano para que el representante de Diputados pudiera ir a un partido de fútbol americano.

En Montana, el estado está importando residentes de psiquiatría por cuatro años de la Universidad de Washington para paliar la escasez de profesionales. Hay programas de entrenamiento para enfermeros y médicos. Todo esto podría ayudar.

Pero siempre van a estar las armas. Atrocidades como las de Parkland nos han mostrado lo angustiosamente poco que las cosas están cambiando, especialmente en estados republicanos como Montana y Wyoming. "Podemos fingir que las armas no son el problema", me dijo un funcionario de salud de Wyoming. "Pero no tiene sentido".

Puedo seguir hablando de las políticas que se requieren para resolver esta crisis social. También podría decirles que la tasa de suicidios podría bajar significativamente con un programa de toma de conciencia acerca del suicidio a nivel nacional. Podríamos hablar sobre cómo financiar un programa inteligente de control de armas y un mejor sistema de salud con los dólares que el Pentágono se gastó en el problemático avión de combate F-35.

Todo eso es cierto, pero no quiero terminar así, porque no es así como piensa un hombre en su tramo final. ¿Se acuerdan del hombre que lloraba en la tumba de Hemingway mirando un video de su hijo? ¿El amigo que manejaba sin rumbo por todo el país, y paraba en el Albany en Cheyenne? ¿Y el hombre con lágrimas en los ojos en la oficina de Brand? Yo soy esos tres hombres.

Tengo un hijo y una mujer que me aman. Un buen trabajo con un salario firme. Y aun así.

Aun así, la idea se me cruza más seguido de lo que me gustaría admitir. ¿Se lo dije a alguien? No. Ni al médico, ni a mi esposa. Ni a mi mejor amigo. Estoy escribiendo esta nota en el departamento vacío de un amigo, a 300 kilómetros de mis amigos, y a 300 kilómetros de cualquier ayuda. La semana que viene voy a ir solo a Big Sur desde L.A.; me ayudará a olvidar o hará que me encierre más.

Aun así, sé que estaré bien. Son solo ideas. Pronto volveré a ser ese tonto chistoso que silenciás en Twitter. Además, jamás lo haría. Tengo demasiada gente que me ama. Una madre, una esposa, dos hermanas, y mi chiquito.

Hoy dejé a mi hijo y a mi mujer en el aeropuerto. Es el día después del aniversario de la muerte de mi padre. Mi esposa sabía que esta nota me había deprimido.

"¿Vas a estar acá cuando volvamos?", me preguntó. "Siento que estás en el borde".

Me miró a los ojos: "Te necesitamos".

Le dije que iba a estar bien.

La mayoría de los días, lo creo.

Por Stephen Rodrick