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Detrás de una debacle de la vacuna contra la COVID, hay 30 años de culpabilidad gubernamental

Kenneth Bernard, médico y uno de los principales asesores de biodefensa de los presidentes estadounidenses Bill Clinton y George W. Bush, en su hogar en Pebble Beach, California, el 8 de diciembre de 2019. (Nic Coury/The New York Times).
Kenneth Bernard, médico y uno de los principales asesores de biodefensa de los presidentes estadounidenses Bill Clinton y George W. Bush, en su hogar en Pebble Beach, California, el 8 de diciembre de 2019. (Nic Coury/The New York Times).

WASHINGTON — Conforme el gobierno del presidente Joe Biden intenta frenar una ola más de la pandemia de coronavirus, altos funcionarios de la Casa Blanca también han estado considerando una propuesta para asegurar que la nación esté mejor preparada para el próximo brote de una enfermedad infecciosa.

Una parte clave del plan es la creación de un “concentrador de vacunas” financiado por los contribuyentes, en el cual los fabricantes experimentados de fármacos se asociarían con el gobierno, para producir millones de dosis de manera confiable bajo la supervisión federal.

La propuesta es en parte una respuesta a un fracaso grave de una otrora desconocida firma de biotecnología de Maryland, Emergent BioSolutions. Mientras que Pfizer y Moderna tuvieron un éxito espectacular en la producción de vacunas, el gobierno encomendó la fabricación de dos de las otras principales candidatas a Emergent, la cual se vio obligada a desechar decenas de millones de dosis de la vacuna de Johnson & Johnson y a dejar de producir la de AstraZeneca debido a problemas graves de calidad que al final causaron que el gobierno de Biden les cancelara el contrato.

Se suponía que la sociedad del gobierno con Emergent, que les costó cientos de millones de dólares a los contribuyentes durante la década pasada, sería un pilar de los preparativos de la nación para la pandemia. En cambio, demostró ser la culminación de treinta años de frustraciones.

En tres ocasiones durante las últimas tres décadas, administraciones presidenciales exploraron planes para una reforma de vacunas como la que ahora está considerando el presidente Biden, pero estos se vieron frustrados por el cabildeo de las farmacéuticas, las maniobras políticas y las preocupaciones por los costos, según descubrió una investigación de The New York Times.

En cada caso, la nación quedó mal preparada para la siguiente crisis (al mismo tiempo que se creaba un vacío que Emergent estuvo muy dispuesta a llenar).

“La razon por la que Emergent obtuvo tantos contratos es en gran medida que eran los únicos dispuestos a hacer el trabajo”, dijo Kenneth Bernard, médico y uno de los principales asesores sobre biodefensa de los presidentes Bill Clinton y George W. Bush.

Robert Cindrich, un juez federal retirado que se convirtió en el presidente de 21st Century Biodefense, en su hogar en Zelienople, Pensilvania, cerca de Pittsburgh, el 10 de diciembre de 2021. (Jared Wickerham/The New York Times).
Robert Cindrich, un juez federal retirado que se convirtió en el presidente de 21st Century Biodefense, en su hogar en Zelienople, Pensilvania, cerca de Pittsburgh, el 10 de diciembre de 2021. (Jared Wickerham/The New York Times).

Para reconstruir la historia olvidada que condujo a la debacle de la planta en Baltimore de Emergent este año, el Times revisó miles de páginas de registros (entre ellos, documentos de los archivos presidenciales y militares, informes gubernamentales antes clasificados, correspondencia con la industria y planes de negocio).

Los reporteros también entrevistaron a más de treinta personas que han contribuido a moldear la política de biodefensa de Estados Unidos, incluyendo a funcionarios de cinco presidencias, ejecutivos corporativos y consultores de la industria.

El times descubrió, una y otra vez, que los análisis encargados por el gobierno federal llegaron a una conclusión similar: garantizar el acceso a vacunas especializadas es un bien público que no puede dejarse por completo en manos del mercado; sin embargo, es poco realista que el gobierno asuma la tarea por su cuenta.

No obstante, aunque el gobierno ha intentado reclutar a las grandes compañías farmacéuticas, estas en gran medida han estado reacias a desviar recursos destinados a productos comerciales. Al mismo tiempo, han sido un obstáculo cuando el gobierno ha propuesto su propia fábrica, debido a los temores de enfrentar a un competidor respaldado por los contribuyentes.

En repetidas ocasiones, el Times halló que una opción intermedia obtuvo respaldo en Washington: una planta del gobierno operada por una de las principales farmacéuticas. Se estimaron presupuestos y se seleccionaron lugares.

Sin embargo, la inercia siempre se evaporaba. El gobierno optó por cambios cada vez mayores y dio incentivos a empresas con menos experiencia (la principal entre ellas: Emergent).

De nuevo, una crisis de salud pública ha expuesto el gran costo de esa estrategia.

Un portavoz de Emergent, Matt Hartwig, reconoció las dificultades que ha enfrentado la compañía, pero agregó que la empresa había asumido una tarea difícil que otros no aceptaron.

Proyecto Tejón

Mucho antes de la Operación Velocidad Máxima, existió el Proyecto Tejón.

En aquel entonces, como ahora, el gobierno luchó para asegurar la capacidad de fabricación en medio de una crisis y se dio cuenta de que tenía vacunas efectivas, pero pocos lugares para producirlas en masa. En aquel entonces, como ahora, funcionarios propusieron una mayor intervención federal para garantizar que la nación no fuera sorprendida de nuevo sin estar preparada.

En 1990, mientras el Ejército de Estados Unidos planeaba una operación para expulsar al Ejército de Irak que había invadido Kuwait, funcionarios recibieron un informe de inteligencia preocupante: era probable que Sadam Huseín tuviera ántrax y la toxina botulínica.

El Departamento de Defensa tenía vacunas para ambas amenazas, pero el suministro era escaso. El Proyecto Tejón buscó una solución.

Funcionarios identificaron a más de una docena de compañías que tal vez podrían elaborar más de las vacunas e intentaron convencerlas de colaborar. Ninguna de ellas aceptó, según muestran documentos no clasificados.

Las compañías tenían inquietudes sobre la responsabilidad legal y no deseaban invertir en cambiar las líneas de producción si el gobierno no podía prometer que compraría grandes cantidades después de la crisis.

Al final, el Ejército tuvo que limitar la vacunación solo a las tropas consideradas de alto riesgo. Tras la restricción, el Pentágono encargó un estudio que recomendaba un centro federal operado por un fabricante experimentado.

En 1993, el Pentágono informó al Congreso que planeaba construir una planta de vacunas y pronto eligió una ubicación en Pine Bluff, Arkansas. Sin embargo, el Congreso liderado por los demócratas, que opuso resistencia al precio de 200 millones de dólares, prohibió el gasto hasta realizar mayores estudios.

‘El sector privado nos ha fallado terriblemente’

Donde la mayoría de los principales fabricantes de vacunas vieron un mercado pequeño y poco confiable, un emprendedor llamado Fuad El-Hibri vio una oportunidad.

Nacido en Alemania y educado en las universidades de Stanford y Yale, El-Hibri trabajó en la banca y las telecomunicaciones antes de asesorar a una compañía que tenía los derechos de distribución de la vacuna contra el ántrax del gobierno británico.

Así que le pareció interesante cuando el estado de Míchigan anunció en 1997 que pondría a la venta su laboratorio de vacunas. La fábrica en decadencia necesitaba una gran renovación, pero obtuvo un activo exclusivo: la licencia para la única vacuna contra el ántrax aprobada por los reguladores estadounidenses.

El-Hibri presentó una propuesta que le permitió a la compañía que creó (BioPort, después conocida como Emergent BioSolutions) asegurar la licencia y a la larga ganar miles de millones de dólares.

Cuando la novel compañía enfrentó dificultades para hacer la vacuna, el gobierno federal gastó más de 30 millones de dólares para mantenerla a flote.

Una amenaza biológica que se temía desde hace mucho de repente se hizo real y el país de nuevo no estaba preparado.

Poco después de los ataques del 11 de Septiembre, una serie de cartas con ántrax causó pánico en todo Estados Unidos.

No obstante, BioPort todavía no había cumplido por completo con los requisitos de los reguladores y el suministro de vacunas disminuía con rapidez.

Mientras el Congreso debatía qué hacer, el entonces senador republicano de Arkansas, Tim Hutchinson, ofreció una solución: construir una planta federal operada por una compañía privada.

“Hay ciertas cosas que solo los gobiernos pueden hacer y, en este caso, el sector privado nos ha fallado terriblemente”, comentó Hutchinson en una audiencia de octubre de 2001.

La idea estaba de regreso y ya había ganado apoyo. Alentado en parte por las dificultades de BioPort, el Departamento de Defensa había encargado otro estudio de expertos. El cual concluyó que la estrategia del gobierno “es insuficiente y fracasará” y respaldó construir una planta del gobierno.

El director general de sanidad de Estados Unidos motivó al Departamento de Defensa a comenzar las labores e indicó que el lugar salvaguardaría a los civiles.

No obstante, al año siguiente, el presupuesto de defensa ya no incluyó dinero para el proyecto. La entonces senadora republicana de Texas Kay Bailey Hutchison le escribió a Paul Wolfowitz, el entonces subsecretario de Defensa, para saber por qué. Wolfowitz citó como razón los nuevos intereses del sector privado.

Aunque la industria farmacéutica prometió su apoyo, sus cabilderos se trasladaron a Washington para asegurarse de que una situación en particular no ocurriera.

Las grandes compañías farmacéuticas “están listas para sentarse a la mesa”, dijo ante el Congreso Frank Rapoport, un cabildero de la industria farmacéutica, pero “no quieren una enorme instalación gubernamental que vaya a competir contra ellos”.

Rapoport y otros consultores de la industria trabajaron con el Congreso y el gobierno de Bush para crear un plan diferente.

El resultado, una ley de 2004 conocida como Ley del Proyecto Bioescudo, fue otra apuesta de que los incentivos más jugosos y el financiamiento garantizado (una reserva de 5600 millones de dólares) atraerían a fabricantes experimentados. Dos años después, el Congreso fue más allá y creó una agencia —la Autoridad de Investigación Biomédica Avanzada y de Desarrollo (BARDA, por su sigla en inglés)— para ayudar a las compañías a atravesar las costosas y riesgosas últimas etapas de desarrollo de productos de biodefensa.

A pesar de los cambios, la mayoría de las grandes farmacéuticas dejaron pasar la oportunidad. Ninguno de los primeros contratos fue para alguno de los principales fabricantes de vacunas.

Una vez más, el gobierno tuvo que recurrir a firmas biotecnológicas más pequeñas para llenar el vacío. La compañía de El-Hibri estaba lista.

Al modificar el nombre de su marca a Emergent, la compañía cambió su sede de Míchigan a Gaithersburg, Maryland (a una pequeña distancia en auto de su cliente más grande: el gobierno federal).

La tercera vez que un estudio encargado por el gobierno recomendó un sitio de fabricación federal, Emergent estaba mejor posicionada que nunca.

‘Una problemática falta de compromiso’

El informe de 2009 sugirió una variación a las recomendaciones previas: el sitio de fabricación de la vacuna debería ser propiedad de una organización sin fines de lucro que pudiera asociarse con importantes farmacéuticas sin dejar de rendir cuentas al público y no a los accionistas.

Directivos del Centro Médico de la Universidad de Pittsburgh, que habían liderado la revisión bajo un contrato federal, establecieron una organización sin fines de lucro propia. La llamaron 21st Century Biodefense y la pusieron al mando de Robert Cindrich, un juez federal retirado que era el director jurídico del centro.

Uno por uno, Cindrich y sus colegas lograron que titanes de la industria estadunidense se incorporaran, incluyendo a General Electric e IBM.

El premio mayor fue Merck. Al convencer a la compañía de colaborar con la operación de la fábrica propuesta y capacitar a su personal, el grupo de Pittsburgh había logrado lo que el gobierno había estado intentando durante años.

La pandemia de influenza H1N1 de 2009 puso de nuevo los reflectores sobre la biodefensa y un análisis del Departamento de Salud propuso centros de fabricación que sonaban muy parecidos a los que el grupo de Pittsburgh sugería.

No obstante, cuando el Departamento de Salud abrió una licitación en septiembre de 2010, los líderes del grupo quedaron sorprendidos por su visión reducida. La propuesta en esencia exhortaba a mejorar los lugares existentes y a rentar capacidad de fabricación.

En una carta, el grupo de Pittsburgh advirtió al gobierno que la estrategia “señala una problemática falta de compromiso con la misión de biodefensa” y “fracasará”.

Otros candidatos potenciales tenían preocupaciones similares. Algunos cuestionaron si los pedidos del gobierno en realidad se materializarían y les preocupaba que los clientes privados no firmaran contratos con una planta en la que sus productos podrían ser retrasados para dar prioridad a los pedidos gubernamentales.

El grupo de Pittsburgh retiró su propuesta.

En 2012, BARDA concedió tres contratos con un valor de alrededor de 400 millones de dólares.

Al principio, parecía que la agencia había atraído a dos grandes firmas farmacéuticas (Novartis y GlaxoSmithKline), pero su participación fue solo temporal.

La tercera compañía ganadora fue de la que más dependió el gobierno cuando surgió la pandemia de coronavirus: Emergent.

En una audiencia del Congreso en mayo pasado, la escena fue escalofriantemente familiar, pero esta vez la crisis no tenía precedentes en escala.

El-Hibri, que enfrentaba cuestionamientos iracundos, declaró que los problemas de fabricación de Emergent eran “inaceptables” y prometió mejorías (casi como lo había hecho dos décadas antes cuando fue llamado a justificar las dificultades que enfrentó su empresa para elaborar las vacunas contra el ántrax. Emergent difícilmente era perfecta, expresó, pero había asumido una tarea difícil que otros habían rechazado.

Con el correr de los años, el gobierno le había encargado poco trabajo al lugar, por lo que la planta y su fuerza laboral en gran medida no se habían puesto a prueba, según descubrió un análisis del gobierno en 2018. De hecho, antes de la pandemia, Emergent todavía no contaba con la aprobación regulatoria para fabricar nada a escala comercial en la planta de Baltimore.

En noviembre, el gobierno de Biden canceló el contrato y ahora, por cuarta vez en treinta años, el gobierno federal está evaluando sus fallas y buscando soluciones.

© 2021 The New York Times Company