Cuando el partido no termina con el silbatazo final

En algún lugar entre la polémica y el caos, se encuentra el germen de una paradoja. Todo dilema filosófico requiere un escenario, y este es uno bueno: el miércoles, día inaugural del torneo de fútbol masculino en los Juegos Olímpicos de París, Cristian Medina anotó un gol de empate tardío —en el minuto 106— para ayudar a Argentina a rescatar un punto contra Marruecos.

El gol provocó que una ráfaga de objetos cayera sobre el campo desde las gradas, seguida por un puñado de aficionados. Por motivos de seguridad, el árbitro sacó a los jugadores del campo. Sin embargo, el partido no había terminado; simplemente se había detenido. Una hora más tarde, cuando el estadio quedó despejado del público general, se reanudó el juego. Javier Mascherano, entrenador de Argentina, lo calificó de “circo”.

El partido continuó con la noticia de que el gol de Medina, que implicó alrededor de una decena de bloqueos, paradas y rebotes, había sido anulado por el árbitro asistente en la cabina de video. Anteriormente hubo un fuera de juego argentino en la cómica revuelta. Marruecos jugó los últimos minutos, con el estadio vacío, y ganó por 2-1. Oficialmente así es como terminó el encuentro.

Pero para quienes miraban el partido —los aficionados en el estadio, que habían experimentado el gol pero se habían marchado antes de descubrir que no valía, y los aficionados que lo seguían desde casa, que podrían haber apagado el televisor al asumir que había terminado—, ¿cuál fue el marcador?

¿Qué había pasado en realidad? ¿Lo que presenciaron, lo que vieron con sus propios ojos, lo que sintieron, o lo que les dijeron algún tiempo después, luego de que algún “deus ex machina” interviniera en los asuntos humanos? Todo dilema filosófico necesita un nombre, y este también ofrece uno bueno: podemos llamarlo la Paradoja de Mascherano.

La sensación, por supuesto, resultará familiar. La idea de que la verdad es un concepto esquivo y maleable es algo que la mayoría de los fanáticos del fútbol internalizaron hace mucho tiempo. Los entrenadores habían estado utilizando conferencias de prensa para desgranar “hechos alternativos” —generalmente relacionados con la competencia de varios árbitros— años antes de que la consejera de Donald Trump, Kellyanne Conway, presentara el concepto a una audiencia más amplia.

Los fanáticos comprenden, tal vez incluso aceptan con agrado, la sensación de que no existe una verdad o mentira fija cuando se intenta seguirle el ritmo al mercado de fichajes. Parte de la diversión es separar los hechos de la ficción, una especie de “Kremlinología” instintiva que tiene el beneficio adicional de girar en torno a mediocampistas defensivos.

De hecho, el propio concepto de ser fanático se basa esencialmente en la idea de que la verdad es un concepto personal y subjetivo: tu equipo es el mejor del mundo; tu equipo es moralmente correcto; tu equipo es el que es víctima de alguna conspiración generalizada e indistinta; tu equipo es el que tiene la máxima autoridad sobre el resultado.

Solo un elemento del juego era inmune a esta elasticidad: el resultado. Por supuesto, era posible debatir sobre si una victoria o una derrota era merecida, discutir sobre sus causas fundamentales, pero el resultado en sí era inmutable. Todo lo ocurrido durante la semana era discutible, pero el sábado y el domingo traían una realidad concreta.

En los últimos años, ese terreno firme ha comenzado a modificarse. La causa más inmediata y obvia de esto ha sido la introducción —sí, lo siento— del VAR. En enero, la máxima división belga decretó en apelación que un partido entre el Anderlecht y el Genk debía repetirse tras una aplicación incorrecta de las reglas.

Ese caso sigue siendo, en este momento, único: ningún otro partido de alguna importante liga europea se ha mandado a repetir. La dirección general del viaje sugiere que es poco probable que siga así.

En octubre, el entrenador del Liverpool, Jürgen Klopp, admitió que sentía que el partido de su equipo contra el Tottenham, en el que un gol fue anulado incorrectamente tras una revisión del VAR, debería haberse repetido, aunque el Liverpool no llevó más lejos su queja. Unas semanas más tarde, otro equipo belga, el Club Brugge, solicitó la repetición de uno de sus partidos. Su caso fue desestimado por el mismo ente que falló a favor del Genk.

Incluso hace poco, en abril, el presidente del Barcelona, Joan Laporta —que nadie consideraría un perdedor generoso— exigió que La Liga aceptara la idea de que su partido más importante, el Clásico, se repitiera después de que un disparo de Lamine Yamal que parecía haber cruzado la línea de la portería no fue pitado como gol. La Liga es la única gran liga de Europa que no emplea tecnología de línea de gol.

Por supuesto, el problema aquí es obra de las propias autoridades: la introducción de una capa adicional de arbitraje, una que pretende ser capaz de encontrar una verdad objetiva incluso en asuntos que, a veces, pueden ser subjetivos, ha exacerbado las expectativas de precisión. Era inevitable, aunque tal vez no se haya previsto, que cuando esas expectativas no se cumplieran, los equipos pudieran cuestionar la validez de cualquier resultado considerado menos que perfecto.

El fútbol está ahora tan inundado de datos que es posible seleccionarlos con minuciosidad para probar casi cualquier cosa: que el jugador que parecía ser poco más que un pasajero fue, de hecho, crucial para el proceso; que el equipo fuertemente derrotado había jugado, a pesar de las apariencias, muy bien; y, a través de los goles esperados, la métrica que más se ha popularizado, que el marcador final no reflejó, en muchos sentidos, la realidad del juego.

Por supuesto, esto no tiene nada de malo. No está causando ningún daño en particular, ni siquiera cuando lo utilizan aquellas secciones tanto de los medios tradicionales como de sus descendientes un tanto más estridentes, las redes sociales, únicamente con el interés de generar controversia. En realidad, es todo lo contrario: a pesar del miasma de opiniones controvertidas y cebos para generar clics que los fanáticos deben atravesar ahora, no hay duda de que están mejor informados sobre el deporte que aman que en cualquier otro momento del pasado.

Sin embargo, una consecuencia involuntaria sigue siendo una consecuencia. Los datos, al igual que el VAR, han contribuido a llevar al fútbol de manera concluyente a su era posmoderna, donde nada –ni siquiera el resultado de un partido– es cierto o al menos no subjetivo hasta el punto de ser una verdad única y global. Todo está en debate. Todos estamos, hasta cierto punto, a la deriva en la Paradoja de Mascherano: nos dicen que lo que vimos con nuestros propios ojos, en persona o en una pantalla, no fue en realidad lo que sucedió.

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Acaparador de atención

Uno de los aspectos más atractivos de los Juegos Olímpicos es que ofrecen un breve respiro de la tiranía de las ligas mayores. El baloncesto, la NFL y, en particular, el fútbol de élite, se han transformado deliberadamente en empresas demandantes que funcionan todo el año, inhalando ávidamente todo el oxígeno aun cuando no hay partidos por jugar.

Los Juegos Olímpicos todavía ofrecen a los deportes que en gran medida se ven obligados a trabajar en las sombras la oportunidad de ser el centro de atención; las Olimpiadas brindan un escenario para que los nadadores, los corredores de atletismo y los jugadores de bádminton capturen los corazones de una nación y ganen no solo medallas, sino también reconocimiento por su dedicación.

No obstante, el fútbol no cede esa atención de buena gana. No es de ninguna manera uno de los eventos olímpicos más llamativos —particularmente ahora que el crecimiento de la Copa Mundial Femenina significa que ya no es el pináculo para las jugadoras—, pero tiene la costumbre de hacer sentir su presencia.

En 2012, uno de los primeros partidos de la competición de fútbol femenino se retrasó cuando los organizadores confundieron las banderas de Corea del Norte y Corea del Sur: las jugadoras norcoreanas abandonaron el campo en protesta. Cuatro años más tarde, el equipo masculino de Nigeria salió al campo bajo los acordes del himno nacional de Níger.

En todo caso, el fútbol se ha superado a sí mismo en París. El mismo día en que el partido de Argentina contra Marruecos tardó cuatro horas en llegar a su conclusión, un escándalo de espionaje envolvió a la selección femenina de Canadá: un analista “no acreditado” fue sorprendido volando un dron sobre un entrenamiento de la selección de Nueva Zelanda.

La entrenadora de Canadá, Bev Priestman, se ganó una sanción de un partido y dos miembros del personal fueron enviados inmediatamente a casa. Las autoridades del fútbol de Canadá han pedido disculpas (el equipo venció a Nueva Zelanda por 2-1 el jueves). El fútbol, una vez más, se ha asegurado de que no se le pueda ignorar por completo en los Juegos Olímpicos, aun si no parece ser capaz de entrar en el espíritu de los Juegos.

c.2024 The New York Times Company