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¿Por qué debería importarnos la política?

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La mayoría de la población de las poliarquías occidentales dice apoyar la democracia como forma de gobierno, pero reconoce no interesarse por la política, desconfiar de las instituciones, e incluso odiar a sus representantes.

Un dato revelador: más del 60% de la ciudadanía española dice no estar interesada en la política. Así, la ciudadanía vota sopesando a quien no votará y acaba eligiendo una candidatura por descarte, sin convicción. De esto trata el “malestar y cinismo democráticos”.

El desencanto hacia los representantes políticos es creciente y los liderazgos democráticos viven sus horas más difíciles y duras. Desde principios del siglo XXI, los regímenes democráticos-liberales son desafiados globalmente por los regímenes autoritarios-iliberales. Estas razones son suficientemente relevantes para repensar la importancia de la política.

La visión aristotélica

Para Aristóteles (384 – 322 a.e.c.), la política es el “arte de lo posible”. Esta definición encierra un saber clave para pensar lo político en nuestro tiempo. Partiendo de ella, se medita sobre el sentido de la política, desde el enfoque del realismo político clásico. El fundador de este enfoque fue Aristóteles: el estudioso de la política más importante de la Antigüedad.

La raíz etimológica de la palabra política se halla ligada a “polis” (ciudad), y supone que la política solo pueden hacerla los “animales de polis y logos”. Es decir, los seres humanos son eminentemente políticos, pues dependen de la ciudad para realizar su naturaleza y “vivir bien” (eudaimonía).

La política trata sobre los asuntos comunes que nos afectan en la ciudad. Y según cómo nos impliquemos en tales asuntos, quienes la habitamos tendremos diversas posibilidades de convivencia. Entre estas posibilidades nos jugamos la libertad política y la dignidad humana.

Política y posibilidades de convivencia

Las “posibilidades de convivencia”, abiertas en las variadas puertas de la polis libre, constituyen algo distintivo del homo sapiens. Este está forzado a satisfacer sus necesidades biológicas, puede producir artefactos e inventar instrumentos para afrontar su vida material, pero también tiene la posibilidad de forjar un mundo común, en el que puede “vivir bien” y ser libre. Ese mundo común, para Hannah Arendt (1906-1975), está conformado por palabras y acciones.

Los discursos públicos constituyen la polis, al tiempo que condicionan las posibilidades de convivencia de sus presentes y futuros moradores. En una polis es posible vivir una vida decente si las personas no se humillan entre sí, y las instituciones no humillan a las personas. Esto es: se puede deliberar sobre las diferencias, llegar a acuerdos, y regular los conflictos. Pero ello nunca es fácil y requiere participar en la polis.

Participar en política no es aplazable y puede adoptar distintos modos: votar, defender una idea en un debate público, contactar con un representante, apoyar (o refutar) un discurso político en las redes, asistir a una protesta social, etc.

La diferencia entre la eudaimonía y subsistir es notoria. No es igual vivir en una polis que educa en un marco de libertades y es posible pensar autónomamente, que vivir en una sociedad donde se restringen las libertades y la libertad de pensamiento se considera un crimen.

La célebre novela 1984, escrita por Orwell, ilustra muy bien este problema: véase la caracterización orwelliana del “crimental”, de la “ideacrimen” y del “malpensamiento”. Tales palabras forjan una neolengua y un mundo antipolítico que niega el lazo común, olvida la interdependencia social y la política razonable.

El crimental orwelliano representa todos los pensamientos heterodoxos de una persona, como las ideas que cuestionan la ideología vigente en una dictadura. De modo que pensar diferente a lo establecido por el régimen te puede costar la vida o tener infinidad de obstáculos.

Así, por ejemplo, ha ocurrido (y ocurre) en las variadas dictaduras de los tiempos modernos: la Alemania de Hitler, la Unión Soviética leninista y estalinista, la España de Franco, la Rusia de Putin, la Corea del Norte de Kim Jong-un.

También ocurre en la China de hoy, donde rige un “sistema de crédito social” que diferencia entre “buenos” y “malos” ciudadanos, otorgándoles puntuaciones oficiales. Todo ello apoyado en la vigilancia social mediante tecnologías de la información. Únicamente los considerados “buenos ciudadanos chinos” y que actúan dentro del marco establecido pueden acceder a ciertos bienes sociales, como una plaza en una universidad, un piso en alquiler, etc.

¿Hacia una convivencia libre y digna?

Pocas cosas perjudican más a los seres humanos que negarles las posibilidades de ser libres y dignos. La convivencia requiere esmerarse en crear relaciones decentes y respetarse mutuamente en la polis.

Sin duda, los llamados regímenes iliberales, proclamados incluso dentro de la Unión Europea (véase la Hungría de Viktor Orbán), impiden las posibilidades de convivencia de muchos de sus habitantes.

La difamación pública y el uso del odio contra ciertos grupos sociales (homosexuales, inmigrantes, pobres, etc.), también presente en las democracias, menoscaban la libertad y dignidad humanas. La calumnia pública y los “manejos” demagógicos del odio destruyen la convivencia en la polis. Así se debilitan las democracias.

La política y las instituciones, en una sociedad libre y decente, pueden brindar a los seres humanos las oportunidades de ser libres, de respetar a quienes piensan diferente, de educarse en libertad, de deliberar sobre los conflictos, etc. Estas posibilidades son demasiado importantes como para dejarlas en manos de los demagogos de turno. Por ello, es necesaria la participación ciudadana en la polis.

Si realmente nos importa la política tendríamos que evitar, a toda costa, las ideologías totalitarias y los variados fanatismos.

La ciudadanía libre-democrática no aparece espontáneamente, sino que requiere ciertas condiciones sociopolíticas: bienestar social, educación, trabajo digno, juicio reflexivo, prudencia, imaginación y pensamiento ampliado. Mientras las democracias favorecen esas condiciones, las dictaduras las impiden.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

José-Francisco Jiménez-Díaz no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.