El debate del martes dejó clara la más grave amenaza para las elecciones: el propio presidente

Los electores se preparan para emitir los primeros votos en un centro de votación en Richmond, Virginia, el 18 de septiembre de 2020. (Carlos Bernate/The New York Times)
Los electores se preparan para emitir los primeros votos en un centro de votación en Richmond, Virginia, el 18 de septiembre de 2020. (Carlos Bernate/The New York Times)
El presidente Donald Trump sale de un evento de campaña en Mosinee, Wisconsin, el 17 de septiembre de 2020. (Al Drago/The New York Times)
El presidente Donald Trump sale de un evento de campaña en Mosinee, Wisconsin, el 17 de septiembre de 2020. (Al Drago/The New York Times)

La provocadora insistencia del presidente Donald Trump en los últimos minutos del debate del martes de que no había manera de que las elecciones presidenciales pudieran llevarse a cabo sin fraude podría considerarse la declaración extraordinaria de un presidente estadounidense en funciones de que intentaría llevar cualquier resultado a los tribunales, al Congreso o a las calles de no salir reelecto.

Sus comentarios se produjeron después de cuatro años de debate sobre la posibilidad de interferencia extranjera en las elecciones de 2020 y sobre cómo contrarrestar tales perturbaciones. Sin embargo, fueron un crudo recordatorio de que la amenaza más directa para el proceso electoral proviene ahora del propio presidente de Estados Unidos.

Su falta de voluntad para decir que respetaría el resultado y su campaña de desinformación sobre la integridad del sistema electoral estadounidense fueron más allá de lo que el presidente Vladímir Putin podía haber imaginado. Todo lo que Putin tiene que hacer ahora es amplificar el mensaje del presidente, lo cual el mandatario ruso ya empezó a hacer.

Durante las últimas semanas, Trump ya había venido diciendo todo lo que mencionó en su encuentro con Joe Biden en tuits y mítines con sus simpatizantes, pero nunca lo había hecho ante un público tan numeroso como el del martes por la noche.

Comenzó el debate con una declaración de que la votación que ya está en curso era “un fraude y una vergüenza” y la prueba de “una elección amañada”.

De inmediato se hizo evidente que el presidente estaba haciendo más que simplemente tratar de desacreditar el voto por correo al que se está recurriendo para garantizar que los electores no se vean privados del derecho a votar debido a la pandemia; la misma manera de sufragar que cinco estados han usado con un mínimo de fraude durante años.

Luego, alentó a sus seguidores a “acudir a las urnas” y a “vigilar muy de cerca”, las cuales parecían ser palabras clave para una campaña de intimidación de los electores que se enfrentan a los riesgos del coronavirus al votar en persona.

Y su declaración de que la Corte Suprema tendría que “ver las boletas electorales” y que “puede que no sepamos durante meses porque estas boletas electorales van a estar por todas partes” parecía sugerir que tratará de poner la elección en manos de un tribunal en el que se ha apresurado a consolidar una mayoría conservadora con su nominación de la jueza Amy Coney Barrett.

Y si no puede ganar allí, ya ha planteado la posibilidad de utilizar el argumento de una elección fraudulenta para que sea la Cámara de Representantes la que decida, donde cree que tiene una ventaja, ya que cada delegación estatal obtiene un voto en la resolución de una elección sin un ganador claro. Al menos por ahora, 26 de esas delegaciones tienen una mayoría de representantes republicanos.

En conjunto, sus ataques a la integridad de las próximas elecciones sugieren que un país que ha celebrado con éxito elecciones presidenciales desde 1788 (un primer experimento desordenado, que duró poco menos de un mes), a través de guerras civiles, guerras mundiales y desastres naturales, se enfrenta ahora al reto más serio de su historia en lo referente a elegir a un gobernante y transferir el poder de manera pacífica.

“Nunca habíamos oído a un presidente poner en duda deliberadamente la integridad de las elecciones de esta manera un mes antes de que ocurran”, dijo Michael Beschloss, historiador presidencial y autor de “Presidents of War”. “Este es el tipo de cosas que les hemos advertido a otros países que no deberían hacer. Apesta a autocracia, no a democracia”, agregó.

No obstante, lo que preocupó a los funcionarios de inteligencia y seguridad nacional de Estados Unidos, que durante meses le han estado asegurando al pueblo que se puede votar con precisión y seguridad, fue que la diatriba de Trump sobre un voto fraudulento podría haber tenido la intención de llegar más allá de la audiencia nacional.

Desde hace tiempo les preocupa que las advertencias del presidente sean una señal para los poderes externos, principalmente los rusos, para su campaña de desinformación, que ha aprovechado el tema infundado de que los votos por correo son manejados mediante fraude. Pero lo que más les preocupa es que en los próximos 34 días, el país puede empezar a ver ciberoperaciones perturbadoras, en particular de secuestro cibernético de datos, con la intención de crear el caos suficiente para demostrar que el presidente tiene razón.

Llama la atención el modo en que la evaluación fundamental de Trump de que la elección sería fraudulenta difiere de manera tan marcada de la de algunos de los funcionarios que él ha nombrado. Apenas la semana pasada, el director del FBI, Christopher Wray, dijo que su agencia “no había visto, históricamente, ningún tipo de esfuerzo coordinado de fraude electoral nacional en una elección importante, ya sea por correo o de otra manera”.

Acto seguido, el jefe de personal de la Casa Blanca, Mark Meadows, atacó a Wray: “Con el debido respeto al director Wray, le cuesta encontrar correos electrónicos en su propio FBI”.

Trump no ofreció prueba alguna que respalde sus afirmaciones, aparte de mencionar un puñado de boletas electorales de Pensilvania desechadas en un contenedor, que fueron localizadas y contadas de inmediato por los funcionarios electorales.

Mientras tanto, el Departamento de Seguridad Nacional y el FBI han estado emitiendo advertencias, tan solo 24 horas antes del debate, sobre los peligros de la desinformación durante los que podrían ser momentos agitados después de las elecciones.

“Durante la jornada electoral de 2020, los actores extranjeros y los ciberdelincuentes están difundiendo información falsa y contradictoria a través de diversas plataformas en línea en un intento de manipular la opinión pública, desacreditar el proceso electoral y socavar la confianza en las instituciones democráticas de Estados Unidos”, escribieron los organismos en un anuncio conjunto de servicio público.

En el mensaje, los organismos detallaban el tipo de datos que podían filtrarse (en su mayoría, información de registro de los electores) y afirmaban que “no tienen información que sugiera que un ataque cibernético contra la infraestructura electoral de Estados Unidos haya impedido la celebración de una elección, haya comprometido la exactitud de la información del registro de electores, haya impedido a un votante registrado emitir un voto o haya afectado la integridad de cualquier voto emitido”.

Cuando se preguntó a los funcionarios que participaban en esos anuncios de servicio público si Trump tenía otra información que explicara sus repetidos ataques al sistema electoral, guardaron silencio.

No tenían otra opción. Era evidente para ellos que la principal fuente de desinformación era su jefe. Y el manual no incluía instrucciones para eso.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company