El cuidado de los pacientes con COVID-19 poco se parece al de Trump: "¿No le tengan miedo al COVID? Dígaselo a los que tienen asientos vacíos en su comedor”

Samuel Roy Quinn con su madre, Peggy Smith, de 87 años, quien tenía el virus cuando murió en abril. (vía The New York Times).
Samuel Roy Quinn con su madre, Peggy Smith, de 87 años, quien tenía el virus cuando murió en abril. (vía The New York Times).

CHICAGO - Cuando el esposo de Chanon DiCarlo y sus tres hijos se enfermaron de coronavirus, ella misma los cuidó en su casa de Chicago, donde se trasladaba constantemente entre los dormitorios del piso superior y el sótano donde permanecieron en cuarentena. A veces les daba Tylenol para el dolor. La única ocasión en que vieron a un médico fue a través de Zoom.

“No logramos que alguien nos revisara los pulmones, no conseguimos que nos hicieran una radiografía”, afirmó DiCarlo, de 46 años, quien trabaja en la industria de los espectáculos en vivo. “Ningún médico revisó el ritmo cardiaco o la respiración de mis hijos”.

Cuando el optimista presidente Donald Trump salió del Centro Médico Militar Nacional Walter Reed esta semana, apareció en un balcón de la Casa Blanca y proclamó en Twitter que el público no debía temer al coronavirus, muchos estadounidenses notaron el poco parecido entre la experiencia de Trump con el virus y lo que ellos habían vivido con la enfermedad.

DiCarlo recordó las dificultades que enfrentó para conseguir pruebas al inicio de la pandemia, cuando había muy pocas disponibles en cualquier parte del país.

Trabajadores de la salud del Servicio de Emergencias Médicas de Lakeside de Effingham, Illinois, trasladan a un paciente de una ambulancia en el Lenox Health Greenwich Village Hospital de Nueva York, el lunes 6 de abril de 2020. (Gabriela Bhaskar/The New York Times).
Trabajadores de la salud del Servicio de Emergencias Médicas de Lakeside de Effingham, Illinois, trasladan a un paciente de una ambulancia en el Lenox Health Greenwich Village Hospital de Nueva York, el lunes 6 de abril de 2020. (Gabriela Bhaskar/The New York Times).

Una mujer de Brooklyn recordó los 4000 dólares que le cobraron por los medicamentos para su padre, que al final murió a causa del coronavirus.

Un hombre en Texas dijo que entendía por qué el presidente de Estados Unidos tenía médicos de primera, pero no pudo evitar comparar el lugar donde atendieron a Trump con el centro donde se enfermó su madre de 87 años.

“Tiene la mejor atención del mundo”, aseguró Samuel Roy Quinn, cuya madre falleció en un asilo para ancianos en abril. “No estoy seguro de que mi madre haya recibido la mejor atención del mundo en el centro en el que estaba”.]

Falta de compasión

Algunos sobrevivientes de COVID-19, incluso aquellos que apoyan a Trump, consideraron que se trataba de una desagradable falta de compasión. Dale Grizzle, un pintor de casas jubilado que vive en Rydal, Georgia, dijo que entendía la intención del mensaje del presidente de “no entrar en pánico”, pero no le gustó la manera en que lo había dicho.

Grizzle, de 70 años, recuerda el terror de sentir que iba a morir cuando estuvo hospitalizado por el coronavirus.

“Yo, en su lugar, probablemente no habría dicho: ‘No le tengan miedo al virus’”, comentó Grizzle. “Quizá habría dicho: ‘Vaya, esto puede ser muy duro para ciertas personas’. Habría dicho: ‘Incluso la gente de mi edad tiene problemas con esta enfermedad en ciertas circunstancias’. Yo no le habría restado tanta importancia”.

Mientras Trump hacía su regreso televisado a la Casa Blanca el lunes 5 de octubre, Kerri Hill yacía en su cama en Galivants Ferry, Carolina del Sur, y se sintió identificada con el presidente al verlo como un compañero enfermo de coronavirus que respiraba con dificultad.

No obstante, cualquier similitud entre ella y el presidente se desvaneció enseguida.

“Me enojé”, dijo Hill, de 41 años, quien se aisló en su habitación durante semanas mientras su esposo le dejaba comida en la puerta y su hijo adolescente solo podía saludarla a través de una ventana. “Se quitó el cubrebocas. No han pasado ni diez días, ni dos semanas. Si es positivo, entonces acaba de exponer a todo el mundo”.

Después de que Hill se enfermó, lo cual agravó una afección cardiaca preexistente, sus médicos le inyectaron esteroides y antibióticos. No tuvo acceso a un tratamiento experimental, dijo, algo que habría agradecido.

“¿No le tengan miedo al COVID? Dígaselo a los que murieron, a los que enterraron a sus familiares, a los que tienen asientos vacíos en su comedor y a todos los que aún sufrimos”, afirmó Hill, quien lleva casi 200 días de enfermedad y sigue teniendo fiebre y presión arterial irregular. Ella piensa apoyar a Joe Biden en noviembre.

Ningún aspecto de la atención médica que reciben los presidentes es habitual.

El coronavirus no es distinto: Desde el principio, la experiencia de Trump ha contrastado con la de los estadounidenses comunes que también han contraído el virus. Hasta ahora parece haberse beneficiado no solo del poder, el dinero y el acceso a un tratamiento médico de primera clase, sino también del momento en que se enfermó. Contrajo el virus a los siete meses del inicio de la pandemia, ya que el país había acumulado suministros y los médicos habían perfeccionado su comprensión de la enfermedad.

Después de que la asesora cercana de Trump, Hope Hicks, dio positivo, el presidente y la primera dama pudieron hacerse la prueba y conocer sus resultados en cuestión de horas, una experiencia que pocos estadounidenses comparten.

En marzo, los neoyorquinos con fiebre se envolvieron en mantas en sus apartamentos y se les dijo que asumieran que tenían el virus. Algunos murieron solos. Este verano, en lugares como Phoenix y Nueva Orleans, la gente esperó durante horas en filas que rodeaban cuadras y estacionamientos. Luego volvieron a esperar sus resultados, en ocasiones hasta después de 14 días o más.

En los caóticos pasillos de los hospitales en la frontera sur de Texas, no había suficientes camas. Los pacientes esperaban en ambulancias afuera de los hospitales durante horas. Una vez adentro, los dejaban en sillones reclinables y catres en los pasillos.

Trump también tuvo acceso a terapias disponibles para pocos de sus votantes. Uno de sus tratamientos, el esteroide dexametasona, no se usaba ampliamente para tratar a pacientes con coronavirus al principio de la pandemia y no fue adoptado por algunos funcionarios de hospitales en Estados Unidos sino hasta este verano.

El lunes, Trump, de 74 años, abandonó Walter Reed, el centro de salud militar en Bethesda, Maryland, y declaró que se sentía mejor de lo que se había sentido en décadas, listo para iniciar la campaña electoral en poco tiempo.

El hermano de Prudencio Matías Mendoza, Mariano, murió a causa del coronavirus a finales de julio, y desde la semana pasada, Matías Mendoza, de 38 años, ha seguido de cerca la batalla de Trump contra el virus.

Es partidario de algunas de las políticas del presidente, pero no pudo evitar molestarse al ver que Trump y otros funcionarios ignoraban las órdenes de distanciamiento social y de uso de cubrebocas.

“El presidente no es un dios”, dijo Matías Mendoza. “Cada uno tiene que cumplir con su parte. Este es un virus que viene a matar”.

Aun así, algunas personas se aferraron al aspecto optimista del mensaje de Trump.

Lupe Harpster de Flat Rock, Míchigan, pasó 28 días en un hospital durante su batalla contra el coronavirus, de los cuales diez estuvo conectada a un respirador. Seis meses después, sigue padeciendo fatiga; un breve paseo en bicicleta la deja exhausta por el resto del día.

No obstante, también coincide con Trump en que las personas no deben dejar que el coronavirus domine sus vidas.

“Veo a mucha gente que está muy temerosa y está encerrada en su casa. Critican mucho a los demás”, dijo Harpster, de 61 años. “No voy a vivir mi vida con miedo”.

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This article originally appeared in The New York Times.

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