Crisis por la pandemia: Apogeo y caída de Emilio, la historia del mejor jefe de la Argentina

Hace 36 años, Emilio Sáez llegó de Mar del Plata a Tolhuin, un pueblito que entonces tenía 100 habitantes, a mitad de camino entre Río Grande y Ushuaia. Buscaba su lugar en el mundo, junto a Cora, su compañera. Le prestaron dos bolsas de harina. Aprendió a amasar y abrió una panadería, La Unión, que años más tarde se convirtió en el comercio con más empleados del pueblo. Por día, vendía 200 kilos de pan y en un fin de semana de temporada, les servía el almuerzo a unas 3000 personas.

La panadería se volvió más conocida que el pueblo, dicen los vecinos. Era una parada obligada en la ruta 3. Hace cuatro años, los empleados de La Unión postularon a Sáez como el mejor jefe de la Argentina: no solo les pagaba bien y a término o les ayudaba a construir sus propias casas; también había comprado una casa en Puerto Madryn, con cuatro habitaciones y pileta climatizada y se las prestaba 10 días al año. También les pagaba los pasajes a todo la familia y esos días no se descontaban de sus vacaciones.

Pero algo se rompió. Hace 15 días, La Unión cerró sus puertas. Emilio, de 66 años, puso en venta su casa y la de Madryn. También su camioneta y su auto para poder indemnizar a los empleados. Aunque reciben el ATP, los días para el cierre definitivo están contados. Ayer, el contador le dijo a Emilio que pierden unos 70.000 pesos por día. Ya debe unos ocho millones de pesos en aportes e impuestos. Las mujeres que trabajan en la panadería se organizaron para ir igual a limpiar y vender "algo". Le mandan mensajes a Emilio para animarlo. Le dicen que ya va a llegar el verano y que la ruta 3 va a volver a abrir pronto. Pero ayer, que atendieron con la persiana baja solo vendieron cuatro kilos de pan. Y un par de docenas de facturas.

¿Cómo se explica el apogeo y la caída de Emilio, el mejor jefe de la Argentina? "Me siento mal, mal. No veo una luz. No sé qué hacer. Estamos condenados a morir. No sabés lo difícil que es transmitir esto a la gente. Vienen, están dando vueltas, los mando a la casa. Y vuelven. Este lugar fue hecho con trabajo, bien de abajo, pero bien de abajo, con dos bolsas de harina prestadas. Y armamos algo lindo. Tener este fin, es muy triste", dice Emilio.

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Hasta este verano, la historia era muy distinta. En La Unión, invirtieron una fortuna en equipamiento para hacer empanadas y milanesas, para poder atender a la clientela que cada vez era mayor. Pero entonces, llegó la cuarentena, y el pueblo quedó aislado. Allí no hubo casos de Covid-19, pero en cambio comenzó una muerte lenta. La panadería vivía casi exclusivamente del turismo. La parada de colectivos que tenía en la puerta era la principal fuente de trabajo. Las agencias de turismo llevaban a los visitantes y los más de 30 empleados no tenían respiro. Pero todo eso se esfumó. Como en una escena de la ruta 66, en la película Cars.

"Nos cerraron la ruta y nos mataron. En Tolhuin somos unos 8000 habitantes, con perros y todo. Y ya hay varias panaderías. ¿Sabés cuántas docenas de facturas se necesitan vender para pagar sueldos de 30 familias? Muchísimas. Hasta ahora, seguimos pagando todos los sueldos, como pudimos. Solo nos atrasamos en los aportes e impuestos. Hoy mis cuentas bancarias están vacías, tengo deudas y todas mis propiedades están en venta. Porque si cerramos quiero indemnizar bien a los empleados. Que cobren lo que les corresponde. No quiero tener juicios. Quiero irme con tranquilidad de conciencia", dice Emilio por teléfono, con voz abatida, desde el pórtico de la panadería.

¿Cómo se convirtió en el mejor jefe? Para Sáez siempre fue importante que la gente que trabajara con él se sintiera valorada. La panadería demandaba muchas horas compartidas, y en temporada, mucho trabajo. El prefirió dar trabajo fijo, y contratar a los empleados por todo el año, no solo en temporada. Entonces los ayudaba a radicarse. Por ejemplo, a varios les "alquiló" unas casas que él tiene, y el dinero que le pagaban en alquiler se los devolvía en materiales, para que edificaran su propia casa. En otro momento, compró motos y junto con los empleados se fueron a recorrer la Argentina, en temporada baja. Así fue sumando puntos y el cariño incondicional de su gente.

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"Hace unos años, el contador me dijo que teníamos un dinero ahorrado y pensé en invertirlo en algo que les diera calidad de vida y alegría a los empleados. Para mí, cuidar el recurso humano es fundamental", contó Sáez. Entonces compró la casa de Madryn para que los empleados fueran a pasar una vez al año una temporada allá, con sus familias. Les pagaba todos los gastos de traslado y estadía, a excepción de la comida. Incluso él mismo y su familia se iban a pasar vacaciones con algún empleado, por la buena relación que habían cultivado.

Cuando se enteraron del cierre definitivo, los empleados sintieron una tristeza infinita. Ya lo venían hablando en reuniones, pero no pensaron que ese día iba a llegar. Luis Felten trabajó en la panadería por los últimos siete años. En octubre último, Sáez le dijo que quería ayudarlo a que se hiciera su casa. Le alquiló una y lo que pagaba Felten, el patrón se lo devolvía en materiales. Durante la cuarentena, como había poco trabajo, le pagaba igual pero lo mandaba a su casa a edificar. Y ahora la está por terminar y se va a mudar con su esposa y sus dos hijas. "Esto es un golpe terrible. Nos pone muy tristes. Emilio es el mejor jefe del mundo. Además, ni te dabas cuenta que era jefe porque siempre trabajaba a la par", dice Luis.

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"Son 30 familias que quedan a la deriva. Me angustia mucho. Ya lo veíamos venir. Pero fue un cachetazo para todos. Decidí cerrar ahora para poder pagarle a cada uno lo que le corresponde. Me da mucha tristeza. A medida que la panadería fue creciendo, todos estos años, y con el cariño de la gente, siempre pensé en que este tenía que ser el modelo de empresa del país. Una donde el dueño cuida de su gente, comparte sus ganancias, trabaja para que los suyos también crezcan. Y lo hace sin evadir impuestos, pagando en blanco los salarios, construyendo desde abajo. Sentía que se podía. Pero me duele comprobar que ya no. No sabemos el rumbo. Todos estos meses nos alentábamos unos a otros, pensando en que había que aguantar para llegar al verano. Ahora ya no llegamos. La política hizo un daño terrible a las Pyme. Nos clavaron un puñal y nos estamos muriendo", dice Emilio.

"Le estás echando nafta", le advierte el oncólogo que lo atiende. Hace dos años, le detectaron un cáncer de próstata. Era chiquito y controlable. Tiene una cita en dos meses en Buenos Aires para controlarlo. "Tengo miedo de que se haya descontrolado. El médico me dice que toda esta situación es un caldo de cultivo, que tengo que estar tranquilo. Pero. ¿Cómo se hace?", dice.

Si el cierre es inexorable, si la persiana no vuelve a subir, Emilio tiene una idea en la cabeza. Indemnizar a todos, ayudarlos a volver a sus pagos a los que quieran. Y dejarles el fondo de comercio a los empleados que se queden, a los más viejos para que tomen ellos la posta. Un negocio nuevo, dice. "Es lo menos que puedo hacer. Quiero irme bien", apunta.

"Me subo a una escalera para ver qué hay más allá, para ver qué es lo que viene y no veo nada. No hay Gobierno ni hay oposición. Hay una nueva Argentina que yo no quiero vivir. La energía que me queda no es para esto. Si salgo bien de esto, me retiro y le dejo todo a los empleados. Saldré a caminar que después del pan es lo que más me gusta", dice.

Experiencia no le falta. Hace tres años, para demostrar que hay vida después de los 60, decidió hacer una caminata para unir La Quiaca con Ushuaia. Le llevó ocho meses y lo consiguió. Pero esa es otra historia.