El coronavirus está evolucionando pero afortunadamente el cuerpo humano también

Representación artística de un coronavirus. (Imagen creative commons vista en Pixabay).
Representación artística de un coronavirus. (Imagen creative commons vista en Pixabay).

Mal que bien, todos estamos comenzando a sentir la factura psicológica generada por la fatiga pandémica. A la espera de que la vacuna equilibre la batalla, tal parece que hasta ahora el virus haya ido siempre un par de pasos por delante de nosotros. Como si evolucionase a un ritmo demasiado rápido para el desempeño humano. ¡Oh pobres criaturas, inermes ante un poderoso enemigo biológico de misterioso origen!

¿De verdad es así? La respuesta es "no", no estamos desvalidos en absoluto. Todo lo contrario, la naturaleza nos ha dotado con un arsenal de sofisticadas armas biológicas, capaces de enfrentarse “casi siempre” a los ataques a los que nos someten los patógenos. Así pues, si vas tras la pista de algunas de las células más poderosas del mundo, no hace falta que acudas a laboratorios de última generación, basta con que observes tu sistema inmunológico.

En The Atlantic, la divulgadora Katherine J. Wu ha escrito un artículo en el que relata las características de ese arsenal, así como las tácticas de guerra que nuestro cuerpo ejecuta cuando las huestes enemigas se adentran en su interior. Leerlo, hace que uno recupere la confianza en nuestras propias defensas. ¡Buena falta nos hace una dosis de optimismo!

Y es que el sistema inmunológico humano es capaz de enfrentarse a cualquier clase de microbio que se encuentre. Almacena su conocimiento sobre estos rivales en una especie de “archivo” en el que guarda los detalles de sus victorias y sus derrotas. Es tan extenso y complicado que los alumnos en las facultades de medicina “sudan tinta” para comprenderlo, pero toda esa variedad de recursos con la que cuenta es lo que lo hace verdaderamente genial.

Pensemos por ejemplo en las desconcertantes mutaciones del coronavirus. Por cada truco efectuado por el SARS_CoV_2, el sistema inmunológico se saca de la chistera otro, igualmente impresionante.

Células del sistema inmunitario innato, los
Células del sistema inmunitario innato, los "socorristas" de primera línea. (Imagen vista en revistaendocrino.org).

Cuando un intruso se cuela en nuestro organismo, los primeros en actuar son los socorristas (las células menos especializadas del sistema inmunitario innato, que es con el que todos nacemos) que se abalanzan sobre él y comienzan a golpearlo. Es nuestra primera línea de defensa, poco especializada, pero hace algo más que acudir de manera veloz al enfrentamiento. También recopila información sobre el invasor y la transportan a los ganglios linfáticos, es decir, realiza funciones de espionaje. Esto último dota a las verdaderas defensas de larga duración del cuerpo (es decir al sistema inmunitario adaptativo) de piezas del patógeno con las que “hacer experimentos”.

Entre estas células adaptativas se encuentran los linfocitos B (un tipo de glóbulo blanco), cada una de las cuales está programada para reconocer a un trozo de materia extraña ligeramente diferente a los demás. Durante su desarrollo, cada linfocito B mezclará y hará coincidir segmentos diferentes de los genes que codifican anticuerpos, lo que dará como resultado miles de millones de combinaciones únicas.

El resultado es una multitud de moléculas en forma de “Y” que pueden responder de forma colectiva a cualquier patógeno que se encuentren. Su capacidad de reconocimiento es tan aguda, que pueden diferenciar cada oquedad y grieta existente en la superficie del virus.

Representación de la estructura típica en forma de
Representación de la estructura típica en forma de "Y" de 4 anticuerpos. (Crédito imagen: News Medical).

Cuando se da una infección y llegan fragmentos de virus al sistema linfático, la gran mayoría de los linfocitos B no llegarán a activarse. No obstante, los pocos que sí lo hacen comenzarán a copiarse rápidamente con la esperanza de unirse a la refriega. Algunos de ellos se transformarán inmediatamente en fábricas de anticuerpos, bombeando montones de moléculas en forma de “Y” que ejecutarán operaciones rápidas para interferir en el virus. Otros en cambio, permanecerán en los ganglios linfáticos para seguir estudiando al patógeno.

Durante ese “estudio”, muchos linfocitos B comenzarán a dividirse introduciendo errores de forma deliberada en su código genético. Si durante la primera fase de la batalla se generaron anticuerpos preparados para enfrentarse a todo tipo de patógeno, ahora, estos ajustes aleatorios y más sutiles hacen posible que se mejoren las capacidades de enfrentamiento al virus específico en cuestión. El proceso se asemeja un poco a la evolución, aunque sucediendo a un ritmo frenético, ya que a los anticuerpos mediocres se les da “pasaporte” rápidamente, mientras que a los asesinos verdaderamente fuertes y eficaces se les deja actuar. Para cuando el sistema inmunitario logra desalojar al virus, los anticuerpos que se están generando son, en promedio, más precisos y potentes.

Representación artística de un linfocito B. (Crédito imagen Wikimedia Commons).
Representación artística de un linfocito B. (Crédito imagen Wikimedia Commons).

En realidad esta labor de refinamiento minucioso continúa incluso después de que el virus se haya ido, ya que ciertas células del sistema innato (los socorristas de los que hablábamos antes) permanecen aferradas a los restos de cadáver viral para así mantener “abierto” el campo de entrenamiento que los linfocitos B poseen en los ganglios linfáticos. Estos recuerdos macabros de males pasados, hacen por ejemplo que el cuerpo de una persona que se recuperó del covid-19, continúe fortaleciendo su control sobre el coronavirus durante varios meses después de la infección. Es decir, tal y como pasa con el buen vino, con el paso del tiempo nuestros anticuerpos se hacen mejores.

Una vez se elimina la infección, la mayoría de los linfocitos B que lucharon en primera línea mueren ya que su propósito de vida ya se ha cumplido. No obstante, algunos se enclaustran en la médula ósea, expulsando pequeñas cantidades de anticuerpos de forma regular. Otros, el llamado “contingente de memoria” se desvían y comienzan a patrullar silenciosamente por todo el cuerpo, como centinelas que rastrean la sangre y los tejidos en busca de trazas del virus al que combatieron, por si este vuelve a molestar. Si se les vuelve a llamar a filas, estos linfocitos B de memoria pueden comenzar a bombear anticuerpos de forma inmediata, o bien pueden entrar de nuevo en los centros de entrenamiento de los ganglios linfáticos, donde aportarán su experiencia para que el cuerpo mejore su nivel de conocimiento sobre el virus, lo cual contribuye a mejorar aún más nuestras habilidades defensivas.

Si el cuerpo pudiera relatar de forma épica sus batallas contra los patógenos, como se hace en este artículo, el protagonismo recaería efectivamente sobre los linfocitos B y las proteínas que generan (esas moléculas en forma de “Y” a las que llamamos anticuerpos). Así es, los anticuerpos son a veces lo suficientemente poderosos como para acabar con un virus antes de que tenga la oportunidad de adentrarse en una célula, pero no se podrían producir anticuerpos sin la ayuda de las células T (otra clase de linfocito, producido en este caso en la médula ósea). De no ser por las células T, los linfocitos B no madurarían, y por tanto no desempeñarían ese papel protagonista que les hemos visto en los campos de entrenamiento.

Representación artística de un linfocito T. (Crédito imagen Wikimedia Commons).
Representación artística de un linfocito T. (Crédito imagen Wikimedia Commons).

Además, las células T también son enemigos formidables por derecho propio, ya que son capaces de reconocer a las células infectadas y obligarlas a autodestruirse, un proceso al que conocemos como apoptosis.

Es cierto, los linfocitos T no se someten al mismo proceso frenético de mutación que hemos visto en sus colegas las células B. Digamos que están atrapadas en el cuerpo con el que nacen, dotado de sensores para ciertos patógenos. No obstante, el repertorio de células T con las que contamos, y el número de errores que son capaces de reconocer es igualmente enorme. Además, al igual que sus colegas los linfocitos B, los T también son capaces de recordar encuentros pasados con patógenos. Su capacidad de discernir las amenazas, hace que los virus los encuentren especialmente difíciles de esquivar.

Es cierto, no son infalibles, por eso los científicos se han esforzado tanto en crear vacunas. Afortunadamente, el coronavirus parece mutar de forma lenta y a pasos pequeños, lo cual hace que las actuales vacunas sigan conservando un nivel alto de eficacia contra las nuevas variantes. (A pesar de que en algunos casos esta disminuya notablemente, como hemos observado con la vacuna de Oxford/AstraZeneca y la variante sudafricana).

En fin, no se vosotros, pero a mí me parece fascinante las armas con la que la evolución nos ha dotado para sobrevivir a las amenazas biológicas. Mientras nos llega el turno de la vacunación recordad dos cosas importantes. Una, la mejor forma de combatir el virus es detener su expansión. Dos, aunque finalmente te infectes tu sistema inmunológico es un poderoso aliado.

Me enteré leyendo The Atlantic

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