En su último capítulo, Trump no pudo estar a la altura: "Quiero hacer lo que hace México"

Un puesto de pruebas de detección de COVID-19 afuera del Estadio Nissan, en Nashville, Tennessee, el 30 de diciembre de 2020. (William DeShazer/The New York Times)
Un puesto de pruebas de detección de COVID-19 afuera del Estadio Nissan, en Nashville, Tennessee, el 30 de diciembre de 2020. (William DeShazer/The New York Times)

WASHINGTON — Era un cálido miércoles de verano, se acercaba el día de las elecciones y el presidente Donald Trump estaba más enojado que nunca por la incesante atención que se le prestaba a la pandemia del coronavirus.

“¡Ustedes me están matando! ¡Todo esto lo está haciendo! Tenemos todos los malditos casos”, le gritó Trump a Jared Kushner, su yerno y asesor sénior, durante una reunión de altos colaboradores en el Despacho Oval el 19 de agosto. “Quiero hacer lo que hace México. No les hacen pruebas sino hasta que llegan a urgencias y están vomitando”.

La estrategia de México para combatir el coronavirus en realidad no era la que Estados Unidos debía emular. Pero, desde hacía mucho tiempo, el mandatario no veía las pruebas como algo indispensable para rastrear y contener la pandemia, sino como un mecanismo para ponerlo en aprietos, ya que hacían que aumentara el número de casos confirmados.

Y ese día, estaba especialmente furioso después de que Francis S. Collins, director de los Institutos Nacionales de Salud, le informó que pasarían varios días antes de que el gobierno pudiera dar una autorización como tratamiento de emergencia al uso del plasma de personas convalecientes, algo que Trump estaba ansioso por presentar como una victoria personal en la Convención Nacional Republicana de la semana siguiente.

El presidente Donald Trump regresa a la Casa Blanca, en Washington, después de un viaje dominical a uno de sus complejos de golf, el 13 de diciembre de 2020. (Doug Mills/The New York Times)
El presidente Donald Trump regresa a la Casa Blanca, en Washington, después de un viaje dominical a uno de sus complejos de golf, el 13 de diciembre de 2020. (Doug Mills/The New York Times)

“¡Son los demócratas! ¡Ellos están en mi contra!”, afirmó, convencido de que los médicos y científicos principales del gobierno estaban conspirando para debilitarlo. “¡Quieren esperar!”.

Durante todo el verano y el otoño, en medio de la campaña para su reelección —que luego perdería—, frente a cada vez más pruebas sobre la existencia de un aumento de contagios y cuando la cantidad de decesos era mucho peor que en la primavera, su manejo de la crisis —vacilante, poco científico e influido por la política durante todo el año— en efecto se reducía a una sola pregunta: ¿qué significaría para él?

Según entrevistas con más de dos docenas de exfuncionarios y funcionarios actuales del gobierno y otras personas en contacto con la Casa Blanca, esta situación dio como resultado un fracaso doble. Trump no solo terminó contundentemente derrotado por Joe Biden, sino que perdió su oportunidad de demostrar que podía estar a la altura de las circunstancias en el último capítulo de su presidencia y cumplir con el desafío decisivo de su mandato.

Fueron en vano los intentos de sus colaboradores para convencerlo de que fomentara el uso del cubrebocas como una de las maneras más sencillas y eficaces para contener la propagación de la enfermedad porque estaba convencido de que su base política se rebelaría contra cualquier cosa que pareciera que restringía su libertad personal. Ni siquiera pudieron persuadirlo los datos de las encuestas de su propia campaña que afirmaban lo contrario.

Su exigencia explícita de tener una vacuna antes del día de las elecciones —una presión que llegó a un punto crítico a fines de septiembre en una polémica reunión con sus altos colaboradores en el área de la salud en el Despacho Oval— fue una decisión equivocada cuando más bien debió advertirle al país que el hecho de no respetar el distanciamiento social y otros esfuerzos de mitigación contribuiría a que este invierno se produjera una catástrofe de lenta propagación.

¿Cuál era su preocupación? Que el hombre al que llamaba Joe “el dormilón” Biden, quien lo estaba superando en las encuestas, se llevara el crédito por la vacuna y no él.

En agosto, los especialistas en salud pública del gobierno fueron acallados por la llegada de Scott W. Atlas, el profesor de Neuroradiología de la Universidad de Stanford que reclutaron después de sus presentaciones en Fox News.

Junto con Deborah L. Birx, coordinadora del equipo de trabajo de la Casa Blanca para combatir el coronavirus, quien perdía influencia y casi siempre estaba de gira, Atlas se convirtió en el único médico que Trump escuchaba. Sus teorías, algunas de las cuales, según los científicos, rayaban en lo descabellado, era justo lo que el presidente quería oír: el virus es algo exagerado, la cifra de fallecimientos está inflada, la realización de pruebas está sobrevalorada, los confinamientos son más perjudiciales que benéficos.

A medida que era más grande la brecha entre la política y la ciencia, se intensificaban las luchas internas que desde el principio Trump había permitido que afectaran la respuesta del gobierno. Las amenazas de despidos empeoraron el vacío de liderazgo, pues las figuras clave se desgastaron en peleas internas y se deslindaron de la responsabilidad.

El gobierno tuvo algunas cosas buenas a su favor. El programa para el desarrollo de vacunas de Trump, la Operación de Máxima Velocidad, había ayudado a impulsar un avance increíblemente rápido de la industria farmacéutica en el desarrollo de varios modelos prometedores. Para finales del año, se aprobarían dos vacunas muy eficaces para su uso de emergencia, lo que ofrecería una esperanza en el año 2021.

La Casa Blanca rechazó cualquier insinuación de que la respuesta del mandatario hubiera sido insuficiente y señaló que Trump se había esforzado en ofrecer la realización adecuada de pruebas, el equipo de protección y la capacidad hospitalaria, y que el programa de desarrollo de vacunas había tenido éxito en un tiempo récord.

“El presidente Trump ha encabezado la movilización más grande de los sectores público y privado desde la Segunda Guerra Mundial para vencer al coronavirus y salvar vidas”, afirmó Brian Morgenstern, vocero de la Casa Blanca.

Sin embargo, la falta de disposición de Trump para dejar de lado su egocentrismo político cuando todos los días estaban muriendo miles de estadounidenses o para adoptar las medidas necesarias a fin de enfrentar la crisis sigue desconcertando incluso a algunos funcionarios del gobierno. “Hacer que los cubrebocas fueran un asunto de guerra cultural fue lo más tonto que se podría imaginar”, señaló un antiguo asesor sénior.

Su propio encuentro con el COVID-19 a principios de octubre lo enfermó bastante y tuvo que recurrir a una atención médica y unos medicamentos que no estaban a disposición de la mayoría de los estadounidenses, entre ellos un tratamiento de anticuerpos monoclonales que todavía es experimental, y se dio cuenta de primera mano cómo afectó el virus a la Casa Blanca y a algunos de sus aliados cercanos.

Sin embargo, no vio esa experiencia como una oportunidad de aprendizaje o de empatía, sino como la ocasión de mostrarse como un superhombre que había vencido la enfermedad.

Semanas después de su recuperación, seguía quejándose acerca de la atención que el país le prestaba a la pandemia.

“Todo lo que oímos es COVID, COVID, COVID, COVID, COVID, COVID, COVID, COVID, COVID, COVID, COVID,” comentó Trump en un acto de campaña en el que pronunció once veces esa palabra.

Al final, no pudo librarse de ella.

‘Las bases se rebelarán’

Para fines de julio, los nuevos casos alcanzaban su nivel más alto y chocaban con el pronóstico que había hecho Trump en la primavera de que estaría bajo control, además, los decesos estaban aumentando a niveles alarmantes. Herman Cain, candidato republicano a la presidencia en 2012, murió de COVID-19. El mes anterior había asistido sin cubrebocas a un mitin de Trump.

Como la pandemia era lo que definía la campaña a pesar de los esfuerzos de Trump de que se enfocara en la ley y el orden, a la mitad del verano, Tony Fabrizio, el encuestador principal del mandatario, fue a una reunión en el Despacho Oval dispuesto a presentar un argumento sorprendente: que incluso los partidarios de Trump estaban de acuerdo con el uso de los cubrebocas.

Distribuidos frente al escritorio Resolute, los asesores de Trump escuchaban mientras Fabrizio presentaba las cifras. De acuerdo con su investigación, parte de la cual fue publicada por The Washington Post, los electores creían que la pandemia iba mal y que estaba empeorando, estaban más preocupados por no enfermarse que por el efecto del virus en su situación financiera personal, el nivel de aprobación del presidente en el manejo de la pandemia había llegado a nuevos niveles mínimos y un poco más de la mitad del país no creía que estuviera tomando la situación con la seriedad necesaria.

Pero lo que inició el debate ese día fue el hallazgo de Fabrizio de que más del 70 por ciento de los electores en los estados en los que se desarrollaba la campaña, incluyendo una mayoría de republicanos, apoyaban el uso obligatorio del cubrebocas en lugares públicos, por lo menos en lugares cerrados.

Kushner, quien, junto con Hope Hicks, otra importante asesora, durante meses había tratado de convencer a Trump de que las mascarillas podrían mostrarse como la clave para volver a tener la libertad de ir a un restaurante o a un evento deportivo sin correr riesgos, afirmó que adoptar el uso de cubrebocas era algo que no representaba ningún problema.

No obstante, Mark Meadows, el jefe de gabinete de la Casa Blanca —respaldado por otros colaboradores, entre ellos Stephen Miller— señaló que esa política sería catastrófica para Trump.

“Las bases se rebelarán”, afirmó Meadows, y añadió que no estaba seguro de que, en cualquier caso, Trump la pudiera aplicar legalmente.

Eso era todo lo que el presidente necesitaba oír. “No ordenaré el uso obligatorio de cubrebocas”, concluyó.

Trump nunca aceptó la idea de que era el responsable de poner el ejemplo, y mucho menos de que su papel como líder podía requerir que reconociera de manera pública crudas realidades sobre el virus, o al menos que dejara de insistir en que realmente no estaban aumentando los contagios, sino que se estaban haciendo demasiadas pruebas.

Este otoño, Alex Azar, secretario del Departamento de Salud y Servicios Humanos, le mostró al presidente un estudio realizado en Japón que documentaba la eficacia de los cubrebocas y le dijo: “Tenemos la prueba. Los cubrebocas funcionan”. Pero el mandatario opuso resistencia, reprendió a Kushner por promoverlos y volvió a culpar de sus problemas al hecho de que se hicieran demasiadas pruebas (un área que Kushner había estado ayudando a supervisar).

Divisiones y desacuerdos

Desde los primeros días de la pandemia, se tomó la decisión de gestionar la respuesta del gobierno fuera del Ala Oeste. La idea era romper las barreras entre los organismos disímiles, reunir la experiencia y los conocimientos en salud pública y fomentar una toma de decisiones rápida y coordinada.

Eso no resultó de esa manera y, para el otoño, las consecuencias eran evidentes.

Trump siempre había tolerado, si no es que alentado, los enfrentamientos entre sus subordinados, una tendencia que en este caso solo generaba una parálisis política, confusión acerca de quién estaba a cargo y la ausencia de un mensaje claro y congruente sobre cómo reducir los riesgos de la pandemia.

Otra característica de Trump es mantener el poder de toma de decisiones cerca de él pero, en este caso, también aumentó el sinfín de opciones a las que se enfrentaba el gobierno a nivel presidencial, lo que empantanaba el proceso en luchas internas, aumentaba los riesgos políticos y alentaba a los colaboradores a contender para ganar el favor del mandatario.

En ocasiones, el resultado fue el fracaso de todo el sistema, lo que llegó mucho más allá del presidente.

La relación entre Azar y Stephen M. Hahn, el comisionado de la Administración de Alimentos y Medicamentos, se hacía cada vez más tensa; para principios de noviembre, ya solo se comunicaban por mensajes de texto y en las reuniones.

Birx había perdido la influencia de la que gozaba al inicio de la crisis y estuvo de gira gran parte del verano y del otoño para asesorar a los gobernadores y a las autoridades estatales de salud.

Meadows estaba en desacuerdo con casi todos al tratar de imponerles la voluntad del presidente a los científicos y a los profesionales en salud pública.

Algunos de los médicos del equipo de trabajo, entre ellos Anthony Fauci y Robert R. Redfield, no querían presentarse en persona en la Casa Blanca por su preocupación de que el rechazo al uso de cubrebocas y al distanciamiento social ahí representara un riesgo de contagio para ellos.

El vicepresidente Mike Pence fue nombrado para encargarse del equipo de trabajo, pero tenía tanto cuidado de no entrar en conflicto con Trump mientras buscaban la reelección, que casi se volvió invisible, al menos en público.

Los debates dentro de la Casa Blanca giraban cada vez más en torno a Atlas, quien no tenía una formación formal en enfermedades infecciosas pero cuyas opiniones —que Trump vio en Fox News— concordaban con la convicción del mandatario de que la crisis se había exagerado.

Azar había dejado de tomar decisiones fundamentales desde febrero, cuando Pence se hizo cargo del equipo de trabajo. Azar se quejaba con sus compañeros de que el personal de Pence y los miembros del equipo de trabajo no lo tomaban en cuenta para darles órdenes a sus propios subordinados.

Sin estar seguro de su situación laboral, Azar encontró una oportunidad que le brindó una especie de rescate y, durante el verano y el otoño, concentró su atención en la Operación de Máxima Velocidad, la iniciativa del gobierno para impulsar el rápido desarrollo de una vacuna, lo que le valió elogios a Trump y le dio crédito por casi cualquier avance.

Si hubo algún ganador burocrático en este encuentro de lucha libre en el Ala Oeste, ese fue Atlas.

Atlas le dijo a Trump que la manera correcta de evaluar lo que hacía el virus era ver la cantidad de “muertes adicionales” a las que se hubieran esperado sin la pandemia.

Trump adoptó esa idea y con frecuencia les decía a sus colaboradores que la cifra real de muertos no rebasaba las 10.000 personas.

Hasta este jueves, habían fallecido 342,577 estadounidenses como resultado de la pandemia.

This article originally appeared in The New York Times.

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