¿Es ético usar a los internos carcelarios como conejillos de indias en ensayos contra el Covid?

Enfermero controlando la presión arterial a un interno en prisión. (Crédito imagen formacionalcala.es).
Enfermero controlando la presión arterial a un interno en prisión. (Crédito imagen formacionalcala.es).

¿Gente privada de libertad participando en experimentos? Sin duda todos sentimos un escalofrío al hacernos la pregunta. Se supone que tras los terribles experimentos que el régimen nazi realizó (principalmente a manos del siniestro doctor Josef Mengele) un mundo académico horrorizado dio los pasos necesario para evitar que algo así se repitiese. El final de la Segunda Guerra Mundial dio paso a una corriente de pensamiento basada en la ética, que protegería en lo sucesivo a los más débiles y vulnerables.

Aún así la derrota de los nazis no supuso el fin de estas prácticas. Merece la pena recordar que hubo otros Mengeles en los Estados Unidos, como John Charles Cutler, que cometieron a abusos monstruosos con prisioneros “supuestamente” en nombre de la ciencia. Y es que apenas se habla de ello, pero nada más finalizar la Segunda Guerra Mundial, los norteamericanos realizaron experimentos deleznables en Guatemala, donde se empleó a la población carcelaria y a enfermos mentales de aquel país (con la aprobación del gobierno centroamericano) como conejillos de indias en el estudio de la sífilis y otras enfermedades venéreas.

Tal vez porque todos estos sucesos siguen recientes en la memoria, lo cierto es que la población carcelaria en los países occidentales suelen quedar al margen de los ensayos científicos con fármacos o vacunas. Sin embargo, el COVID ha llevado a algunos expertos a cuestionarse si tiene sentido mantener a la ciencia experimental alejada de las prisiones cuando esta población es precisamente una de las más expuestas a contagiarse por el coronavirus, dada la imposibilidad estructural de que los reclusos mantengan la distancia de seguridad (por citar uno de los impedimentos más obvios).

En Science, los expertos en bioética y sus implicaciones legales George Annas (abogado y bioético e la Universidad de Boston) y Lauren Brinkley-Rubinstein (socióloga y epidemióloga en la Universidad Chapel Hill de Carolina del Norte) analizan los puntos a favor o en contra, de permitir que los prisioneros participen en ensayos de vacunas contra el COVID.

Como digo, en la actualidad no se están realizando pruebas en los correccionales, y aunque existe cierto interés debido a las características especiales de la población carcelaria (personas a las que no se les permite la movilidad y que por tanto tienen un riesgo mucho mayor a verse expuestas al virus) lo cierto es que tanto los impedimentos éticos, como los obstáculos operativos (no hay instalaciones preparadas para almacenar las vacunas, toma de muestras, seguimiento de los voluntarios, análisis in situ, etc.) complican mucho esta posibilidad.

Una de las preguntas claves que deberíamos hacernos es: ¿se beneficiarían los presos si participan en ensayos de vacunas contra el COVID? La respuesta obviamente tendría que ver con el resultado final de las pruebas clínicas. Si la vacuna probada en internos finalmente funcionase, los resultados serían doblemente positivos. En primer lugar lo serían para los propios internos, que como he dicho se enfrentan a obstáculos que las personas libres podemos sortear. En segundo lugar, los propios funcionarios penitenciarios (y por ende el resto de la sociedad) también saldrían ganando, ya que las entradas y salidas de estos últimos suelen convertir las cárceles en focos de transmisión comunitaria.

Pero sin duda, el interrogante clave en caso de que se les permitiera participar es ¿cómo saber si se dan las salvaguardias éticas necesarias para proteger los derechos de los participantes?

Y ahí, para hacer las cosas bien, no cabe otra que preguntar a los propios presos. ¿Se sentirían explotados o satisfechos? ¿Les reconfortaría saber que participan en algo más grande, que persigue el bien común? Además de preguntarles, para que efectivamente su colaboración fuera 100% voluntarias, se deberían nombrar juntas de supervisión en las que, de un modo u otro, los propios presos estuvieran representados. Solo así podríamos asegurarnos que las cosas se hacen de forma ética.

En opinión de los expertos consultados, de resultar positiva para todas las partes involucradas, una experiencia así sentaría un precedente positivo de cara a investigaciones futuras. Y desde luego, este parece ser el momento clave. Nos estamos enfrentando a una pandemia que afecta ya a millones de personas en todo el mundo, y que está acabando con la vida de cientos de miles. Además, como hemos comentado antes, este virus está amenazando particularmente a la población carcelaria mundial.

Contar con ellos en este momento histórico, no solo sería beneficioso para la salud de todos, sino que también podría devolverles el orgullo de participar en una misión que persigue el bien público. Al mismo tiempo, la sociedad “extramuros” tendría una ocasión magnífica de mostrar su respeto hacia ellos, algo que normalmente no perciben los prisioneros.

Ya sé que el recuerdo de los abusos del pasado es una losa, pero entre aquellas barbaridades de antaño y la nula colaboración actual, es probable que el COVID nos ayude a encontrar una vía intermedia. La pregunta que os debéis hacer vosotros es esta: ¿Consideraríais ético que la ciencia pudiera realizar ensayos clínicos en las prisiones?

Me enteré leyendo Science.

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