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Copa América Chile 1991: confesiones de la primera gran frustración personal

Diego Latorre con Simeone, Caniggia, el Turco García, Antonio Mohamed y... Leo Rodríguez (izquierda), el compañero de habitación contra el que perdió el puesto en el seleccionado de Basile que fue campeón de la Copa América en Chile.

Hay experiencias en la carrera de un futbolista que son reveladoras de emociones y sentimientos que muchas veces no son contados. Por temor a los juicios livianos y descontextualizados, a mostrar una apariencia débil o simplemente a ser vistos como una persona más.

La primera que me tocó vivir en ese sentido ocurrió durante la Copa América de 1991. Tenía 21 años, acababa de cumplir un semestre espectacular en Boca y llegué a Chile con las mayores ilusiones, pero el torneo me tenía reservado un impacto que no fue nada fácil de asimilar, un golpe a la vanidad y al ego. También fue una enseñanza para alguien que hasta ese momento no había sufrido grandes decepciones: lo que ocurrió me demostró que pese a las prerrogativas de las que gozamos los futbolistas de cierto nivel, del traje de superhéroe que los demás le ponen y uno mismo se pone, somos igual de vulnerables que cualquiera.

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Fui titular en los dos primeros partidos de ese torneo, pero no rendí como esperaba. Contra Venezuela jugué bien, y punto. Contra Chile me quitaron en el entretiempo. Antes del tercer encuentro, ante Paraguay, el Coco Basile vino a hablarme. Lo hizo sin mucho preámbulo ni medias tintas, de frente, como debe ser:"Diego, va a jugar Leo", me dijo. "Él está mejor pero vos ponete bien, que si estás bien me vas a hacer pensar". Leo era Rodríguez, mi compañero de habitación. Me había reemplazado en los partidos iniciales y en ambos casos se había insertado magistralmente en el equipo. Era una pieza que encajaba mucho mejor que yo. La decisión del Coco me pareció justa, aunque me provocara tristeza.

Para el siguiente partido, que era irrelevante, Basile armó un equipo alternativo y me dio la cinta de capitán. Lo sentí como un respaldo, aunque por dentro iba aceptando la realidad. Ya en la etapa final no jugué más.

Acoplar lo personal a lo grupal es siempre una disputa en un deporte de equipo, porque puede haber un desencuentro. Son momentos en los que se pone verdaderamente a prueba la prioridad de lo colectivo. Dentro de mí comenzó entonces una batalla para domar el ego lastimado, y reconozco que me costó mucho hacerlo.

El orgullo, el amor propio y la ambición son los combustibles que impulsan la vida de un deportista, los que marcan la diferencia cuando se trata de resolver una competencia pareja y ayudan a vencer los obstáculos para llegar a la cúspide. La frustración inesperada cuando se viene en pleno ascenso erosiona ese ego y se hace complicada de absorber.

Con los días fui sobrellevando el éxito de un compañero y el del equipo. Ser un buen suplente es muy difícil. Hay que reprimir los sentimientos particulares y no ponerse fastidioso, para sostener la armonía y la salud general. Aunque la experiencia más traumática todavía estaba por llegar.

Como todo el mundo sabe, finalmente ganamos aquella copa. Pero lo que recuerdo muy nítidamente, y quizás solo algunos puedan compartirlo o entenderlo, es que mi sensación a la hora de las celebraciones en el vestuario no era de plenitud: sentía que el éxito no me pertenecía del todo. Por supuesto que participaba en los festejos, porque uno sella un compromiso con el grupo y estaba contento por mis compañeros, pero por dentro había algo que no me dejaba estar del todo feliz. No me sentía realizado.

Tampoco puedo decir que más tarde haya lamentado aquella horrible sensación. Los desafíos permanentes son parte de la vida de todo deportista y los sentimientos un poco ególatras o narcisistas también tienen cabida, porque son los que permiten distinguir las diferentes personalidades.

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Me costaría más de un mes recuperar el tono psíquico y perdonarme ese resbalón. Dominar la autoexigencia fue otra de las enseñanzas que me dejó aquella experiencia. Hay que aprender a permitirse algún fallo. Si uno está todo el tiempo juzgándose de manera muy severa acaba perdiendo naturalidad y felicidad.

A veces se tiene la fantasía de que los jugadores de fútbol se mueven en otra dimensión y les pasan cosas demasiado extrañas. En realidad, no es así, sino que se trata de personas demasiado visibles. El fútbol es una metáfora de la vida y aunque con otro nivel de exposición, los futbolistas pasamos por las mismas sensaciones que el resto de la gente. Y si faltaba algo como para demostrarlo, nada más ajustado que esta pandemia.