Una comunidad fronteriza vulnerable lucha contra el virus en 'una trayectoria vertical ascendente'

Jesse Cantu, de 73 años, recibe oxígeno para combatir el coronavirus en la unidad de enfermedades infecciosas graves de DHR Health en Edinburg, Texas, el 8 de julio de 2020. (Lynsey Addario/The New York Times)
Jesse Cantu, de 73 años, recibe oxígeno para combatir el coronavirus en la unidad de enfermedades infecciosas graves de DHR Health en Edinburg, Texas, el 8 de julio de 2020. (Lynsey Addario/The New York Times)
El personal médico atiende a un paciente de COVID-19 en la unidad de enfermedades infecciosas graves de DHR Health en Edinburg, Texas, el 8 de julio de 2020. (Lynsey Addario/The New York Times)
El personal médico atiende a un paciente de COVID-19 en la unidad de enfermedades infecciosas graves de DHR Health en Edinburg, Texas, el 8 de julio de 2020. (Lynsey Addario/The New York Times)

EDINBURG, Texas — Un día sofocante de la semana pasada cerca de la punta sur de Texas, donde las elevadas tasas de pobreza y la existencia de enfermedades crónicas han acentuado la ferocidad del coronavirus, el doctor Renzo Arauco Brown realizó sus rondas para verificar el progreso de algunos pacientes que sufrían complicaciones graves por el virus y cuya vida pendía de un hilo.

La unidad especial de enfermedades infecciosas en que trabaja, que ahora está en una situación caótica, se ha visto abrumada por el número de nuevas admisiones en semanas recientes. Los médicos clínicos sudan bajo las distintas capas de equipo de protección que llevan y gritan para poder escucharse entre el continuo ruido de alarmas.

Trepado encima de un hombre de 63 años cuyos pulmones recibían cantidades peligrosas de oxígeno de un respirador, Brown ordenó medicamentos que paralizaran al hombre con la esperanza de que así se solucionara el problema. Por desgracia, solo era una de las muchas complicaciones que enfrentaba; también había sufrido un derrame cerebral grave y coágulos sanguíneos debido al virus.

Al final del pasillo, una enfermera retiraba un cojín de debajo de la cabeza de una mujer de 39 años y descubría que estaba empapado en sangre. Brown se apresuró a revisarla. Volteó a ver a la enfermera, quien ya estaba en el teléfono solicitando todo lo necesario para una transfusión. “Dile que lo traigan ya, de inmediato”, dijo Brown.

Conforme el coronavirus avanza en su ruta destructiva por Estados Unidos, causa estragos en algunos de los lugares más vulnerables a sus efectos devastadores, lugares como la zona más austral de Texas, en la frontera con México, que ha registrado un notorio aumento en el número de infecciones.

En el valle del río Bravo, más de un tercio de las familias viven en situación de pobreza. Hasta la mitad de los residentes no cuentan con seguro de atención médica, entre ellos por lo menos 100.000 personas que viven en el país sin autorización legal y que en general dependen de clínicas comunitarias o salas de emergencia con recursos escasos para recibir atención.

Si se conjuntan todos los factores de riesgo para desarrollar complicaciones graves a consecuencia del virus, se tiene una descripción perfecta de estos márgenes del país: más del 60 por ciento de los residentes son diabéticos o prediabéticos. Las tasas de obesidad y cardiopatías se encuentran entre las más altas de la nación. Más del 90 por ciento de la población son latinos, grupo que muere a causa del virus a tasas más altas que los estadounidenses blancos.

La atmósfera durante los primeros meses de la pandemia fue de una calma escalofriante. Muchos funcionarios de salud pública le atribuyen el bajo número inicial de casos en el valle a las órdenes iniciales de quedarse en casa. Eso cambió rápidamente después de que el gobernador Greg Abbott dejó que expirara en mayo el requisito impuesto por el estado de permanecer en casa.

“Sabíamos que era una bomba de tiempo debido a lo altos que son los porcentajes de obesidad, hipertensión y diabetes”, señaló Adolfo Kaplan, médico de cuidados intensivos que trabaja con Brown en DHR Health en Edinburg, Texas. “Sabíamos que si el hospital resultaba afectado, sería un desastre, y eso es lo que estamos viviendo”.

Más de 57.000 personas están hospitalizadas en este momento en todo el país, según el Proyecto de Rastreo COVID, lo que representa un marcado aumento que se aproxima al punto máximo alcanzado a nivel nacional en abril, cuando el centro del brote estadounidense se encontraba en Nueva York.

Las tres instalaciones que destina este hospital al tratamiento de pacientes de COVID-19 han estado llenas a su capacidad total desde la primera semana de julio. En ocasiones, más de diez ambulancias han tenido que esperar afuera a que se desocupen camas.

Se han llevado sillones reclinables y camas rodantes a las salas de emergencia, donde algunos pacientes han tenido que esperar más de un día para ser transferidos a una unidad de terapia intensiva.

Con 10.000 infecciones activas en la región, los funcionarios de salud pública calculan que las hospitalizaciones podrían elevarse al doble en dos semanas. Peor aún, todos los hospitales cercanos también están al tope de su capacidad, por lo que nadie sabe a dónde irán los pacientes. El miércoles, Abbott anunció que las instalaciones de servicios sanitarios del área recibirán más financiamiento, personal médico y suministros.

“Nuestra curva en este momento va en línea recta ascendente. No hay ninguna señal de que vaya a aplanarse la curva. No hay alivio”, se lamentó Sherri Abendroth, coordinadora de seguridad y gestión de emergencias del hospital.

Los administradores de DHR Health comentaron que han dejado el hospital principal libre de infecciones de coronavirus en su mayoría para atender a pacientes con padecimientos graves sin relación alguna con la pandemia, como ataques cardiacos y derrames cerebrales, así como algunos procedimientos electivos.

Hace meses, Abendroth empezó a comprar máquinas para diálisis adicionales con el propósito de atender a pacientes con insuficiencia renal y aquellos que pudieran desarrollarla a consecuencia del virus. Contrató personal adicional con experiencia en el tratamiento de complicaciones comunes en el valle.

Por desgracia, varios factores fuera de su control complicaron la tarea de combatir el virus: muchos miembros de la comunidad evitan acudir a los servicios médicos a toda costa, por temor a incurrir en gastos imposibles de costear o, en algunos casos, poner en peligro su situación migratoria.

“No buscan atención médica sino hasta que están muy graves”, explicó. “Así que cuando los recibimos, deben quedarse más tiempo en el hospital y recibir tratamiento más intensivo”.

Incluso los bebés en el valle del río Bravo son especialmente vulnerables. Las altas tasas de diabetes entre las mujeres embarazadas dificultan el desarrollo de los pulmones en el útero. Desde antes de la pandemia ya se conectaba a muchos bebés a pequeños respiradores hasta que fortalecían sus pulmones y lograban respirar por sí mismos.

Una sección del hospital para la atención de la mujer de la organización que se selló para las mujeres embarazadas infectadas con coronavirus se ha ampliado en dos ocasiones. Algunas han tenido que quedarse en su automóvil durante las primeras etapas del parto porque la unidad estaba llena.

En una comunidad conocida por sus fuertes vínculos familiares multigeneracionales, donde los doctores dicen en broma que algunas embarazadas podrían llenar una tribuna con los parientes que quieren estar presentes en el alumbramiento, el proceso de dar a luz con una infección de coronavirus ha sido de lo más sombrío.

“Quería que todo fuera diferente”, dijo Marisa Ponce, quien esperaba gemelas, mientras se preparaba para su traslado a una sala de operaciones para ser sometida a una cesárea. La pandemia apesadumbró todo el embarazo de Ponce. Casi todos los días se quedaba en su habitación para evitar enfermarse. No tuvo ninguna fiesta del bebé y le pidió a la madre de su novio que se encargara de elegir una cuna y pañaleros. De cualquier forma, contrajo el virus.

Conforme a los procedimientos de seguridad del hospital, nadie pudo acompañarla en el alumbramiento. Su doctor le dio instrucciones de aislarse de las bebés durante dos semanas después de su nacimiento, hasta que pudieran realizarle dos pruebas para confirmar que estuviera recuperada por completo.

Durante la cesárea, Ponce se mostró estoica, rodeada por médicos clínicos que intentaban ayudarla tras capas y capas de uniformes y gafas de protección. Parecía que se habían vestido para viajar al espacio.

Cuando salieron las bebés, un dispositivo de filtración muy ruidoso utilizado para limpiar el aire de partículas de coronavirus enmudeció su llanto. En unos segundos, un terapeuta respiratorio las llevó a la unidad neonatal de cuidados intensivos. Corrían lágrimas por el rostro de Ponce.

Los médicos y enfermeros cubren turnos adicionales para atender las admisiones incesantes. Para muchos, la devastación se siente personal.

“Ni siquiera es cuestión de dinero”, compartió Christian Gonzalez, enfermero de 25 años nacido en el valle que ha trabajado turnos de entre 12 y 14 horas, seis días por semana, desde que los casos de coronavirus se dispararon en julio. “Es que se trata de gente que he conocido desde niño; el papá de algún conocido está enfermo, la mamá de otro está enferma”.

Para el personal del hospital, el número de muertes ha sido apabullante.

Una tarde, con lágrimas en los ojos, tres enfermeras de terapia intensiva se reunieron en torno a una mujer de 84 años que había hablado con ellas solo unos días antes. “Parecía que iba a recuperarse”, dijo una de ellas.

Esa mañana, se volvió evidente que el corazón de la mujer no resistiría. Las enfermeras llamaron a su hija y le prometieron que la mujer no moriría sola. Una de ellas, que se sentó a su lado, con la mano sostenía un teléfono sobre su oído para que hablara con su hija. Con la mano que le quedaba libre, la enfermera acariciaba el brazo de su paciente durante sus últimos momentos de vida.

Cuando las máquinas indicaron que la mujer había muerto, las enfermeras se pusieron de pie lentamente. Cerraron los ojos de la mujer, la cubrieron con una sábana y comenzaron a prepararse para atender al paciente que ocuparía su lugar.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company