'Comencé desde abajo': una escritora indocumentada desafía las estadísticas

Karla Cornejo Villavicencio, autora de "The Undocumented Americans", en su casa en New Haven, Connecticut, el 13 de octubre de 2020. (Nathan Bajar/The New York Times)
Karla Cornejo Villavicencio, autora de "The Undocumented Americans", en su casa en New Haven, Connecticut, el 13 de octubre de 2020. (Nathan Bajar/The New York Times)
Karla Cornejo Villavicencio, autora de "The Undocumented Americans", en su casa en New Haven, Connecticut, el 13 de octubre de 2020. (Nathan Bajar/The New York Times)
Karla Cornejo Villavicencio, autora de "The Undocumented Americans", en su casa en New Haven, Connecticut, el 13 de octubre de 2020. (Nathan Bajar/The New York Times)

Karla Cornejo Villavicencio jamás quiso hacer algo tan trillado como escribir acerca de la inmigración.

Pero cuando estaba en su último año de estudios en la Universidad de Harvard, escribió un ensayo anónimo para The Daily Beast sobre ser indocumentada. Pronto algunos agentes literarios le pidieron escribir un libro de memorias.

“Eso me ofendió mucho”, dijo Cornejo Villavicencio, ahora de 31 años, “porque no se trataba de mi escritura. Sabía que esa no era la razón por la que me estaban buscando”.

No fue sino hasta el día después de las elecciones de 2016, tras quedar conmocionada por los resultados, que se sintió preparada. Tenía que hacer algo, pensó, para dar voz a los millones de personas que viven en el país ilegalmente y que, como ella, temían lo que podría pasarles durante la presidencia de Donald Trump.

El resultado fue “The Undocumented Americans”, publicado en marzo, en el que Cornejo Villavicencio hace una crónica de su propia historia de inmigración y describe a los inmigrantes que no tienen estatus legal en todo Estados Unidos: el trauma de los que fueron reclutados para limpiar la zona cero; la soledad de los jornaleros de Staten Island; los desafíos de enfrentar la crisis del agua en Flint, Míchigan, y el papel de los herbolarios y los curanderos en Miami.

Ahora su libro es finalista para el Premio Nacional del Libro en la categoría de no ficción, y es la primera vez que un escritor indocumentado es nominado al premio, según la Fundación Nacional del Libro. Uno de sus objetivos al escribirlo era rechazar las caricaturas unidimensionales que veía de la comunidad latina y de los indocumentados. También quería cambiar el enfoque de los dreamers como ella a los inmigrantes mayores, que, según percibe, a menudo son ignorados o reducidos a sus descripciones de trabajo.

Cornejo Villavicencio nació en Ecuador en 1989 y fue traída a Estados Unidos para reunirse con sus padres unos años más tarde. Creció en Brooklyn y Queens, y ahora vive con su pareja, Talya Zemach-Bersin, en New Haven, Connecticut, donde está terminando un doctorado en Estudios Estadounidenses en la Universidad de Yale.

En próximas fechas publicará una novela para adultos jóvenes basada libremente en sus años de adolescencia en la ciudad de Nueva York, así como una colección de ensayos sobre cultos en la que está trabajando con su editor, Chris Jackson, de One World.

Durante un tiempo, Cornejo Villavicencio pensó que estaba camino a obtener la legalización. Consiguió un permiso de trabajo a través del programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia, conocido como DACA, y una green card temporal cuando se casó con Zemach-Bersin. Sin embargo, esta expiró y los trastornos en el Servicio de Ciudadanía e Inmigración de Estados Unidos (USCIS, por su sigla en inglés) implican que el proceso de renovación es incierto.

“Poco a poco estaba empezando a sentirme segura, y ahora estoy volviendo a caer”, dijo Cornejo Villavicencio. “Esto solo demuestra lo precaria que es la situación para las personas indocumentadas”.

En dos entrevistas este mes, habló de la historia que necesitaba contar, del costo que esto implicó y de su complicada relación con el sueño americano. A continuación, fragmentos editados de las conversaciones.

P: ¿Por qué decidiste escribir este libro?

R: Leí mucho a James Baldwin, y él dijo específicamente: “No quería hacer esto. Estaba viviendo en París. Esto empezó a suceder en Estados Unidos. Ahora es el momento de pagar mis deudas”.

Podría haber elegido no escribir sobre esto y mi salud mental habría sufrido mucho menos, pero era mi trabajo volver a ese lugar. Es muy gracioso porque, cuando eres un niño de color, eres inmigrante y creces en el barrio, toda la narrativa de tu vida, desde la infancia, se trata de salir de ahí. Y en ese momento, pensaba: “No, tienes que volver allá”.

James Baldwin intentó suicidarse varias veces y eso le afectó sobremanera, pero no es algo que mencionemos a menudo cuando pensamos en James Baldwin. Creo que es importante reconocer el precio que pagamos por ser testigos, por ser la persona que cuenta estas historias, el precio que se cobra a los artistas de color y a estas comunidades.

P: Eres muy franca en el libro respecto de tus propios problemas de salud mental. ¿Por qué era importante para ti incluir ese tema?

R: Creo que el sentido de mi vida es hacer que otras personas sufran menos. Esa noción se ha extendido en comparación con la época en que era más joven y solo pensaba en aliviar el sufrimiento de mis padres. Ahora sé que no puedo resolver los conflictos de mis padres. No puedo arreglar sus problemas. No puedo quitarles el trauma a mis padres. Pero puedo influir en los jóvenes que me admiran y puedo hacer que sientan menos dolor.

P: Has hablado de cómo apoyas financieramente a tu familia. ¿Qué piensas del dinero? ¿Y cómo concilias esta necesidad con el desarrollo de tu carrera o el cumplimiento de tus sueños?

R: Todavía estoy tratando de hacerlo. Siento que es mi responsabilidad cuidar de mis padres hasta que mueran y siento que mucha gente comparte esa idea.

La mayor parte de mi dinero, aparte de los impuestos, la he destinado a los inmigrantes —a mi familia, a las chicas que cuido y a la comunidad—, y no solo se ha tratado de personas que necesitan ayuda. Durante un tiempo, cuando me daba la impresión de que alguien que trabajaba en un restaurante podía ser indocumentado, dejaba una propina de 100 dólares porque pensaba en mi padre. En cada ocasión lo hacía por culpa.

Aunque soy indocumentada, tengo permiso de trabajo. No sé cuándo va a expirar —el USCIS está en bancarrota—, pero durante el tiempo que lo tenga puedo ganar dinero escribiendo sobre las personas indocumentadas, y en cierto modo eso me parece un poco insensible. Así que siento que parte del dinero debería volver a la comunidad. De lo contrario, no sería ético para mí ganarme la vida escribiendo sobre las personas indocumentadas.

P: Fácilmente podrías ser el ejemplo del “sueño americano”, pero tú cuestionas eso en el libro. ¿Por qué quieres cambiar esa narrativa?

R: Creo que cada persona debería tener su propia relación con el sueño americano y no debería ser un mensaje que pueda ponerse en una almohada de T.J. Maxx. Creo que muchos “buenos” inmigrantes que lo han “hecho bien”, que son inmigrantes modelo, tienen una visión muy estrecha del sueño americano que han difundido. Creo que el sueño americano tiene que significar algo diferente para cada inmigrante. Es un concepto privado.

En mi experiencia, como alguien que ha tenido la bendición de pasar por este proceso, veo lo que se necesitó. Se necesitó mucha suerte. Muchos accidentes genéticos con los que no tuve nada que ver.

P: Escuché tu intervención en “This American Life”, y comentaste que cuando la gente te pregunta si sentiste un choque cultural al llegar a Harvard les dices: “No. Sentí como si fuera mi derecho de nacimiento”. Me pareció muy gracioso. ¿De dónde viene ese sentimiento?

R: Parte de la razón por la que dije eso fue solo para molestar a los blancos. Pero no, no tenía síndrome de impostora. De hecho, hoy estuve hablando con mi pareja sobre eso. Cuando estaba en el bachillerato, tomé un taller de periodismo en la Universidad de Nueva York que era muy prestigioso. Había una profesora blanca que se interesó en mí.

Me dijo que pensaba que era una escritora talentosa y que tenía una buena voz, y que no se sorprendería si viera mi nombre en el lomo de un libro de la Biblioteca Butler. Creo que ella trabajaba en la Universidad de Columbia. Esa parte era verdad. Pero también me dijo que yo me veía impactada, que mis ojos estaban muy abiertos y que parecía estar al borde de las lágrimas, porque era como si nunca lo hubiera creído o nadie me hubiera dicho algo así antes. Pero eso fue solo su imaginación [se ríe].

Recuerdo haberme sentido muy humillada cuando la escuché narrar la ocasión en la que, aparentemente, alguien me había dicho por primera vez que podía ser escritora. Y yo pensaba: “¿Por qué me sorprendería la idea de que pueda escribir un libro?”. Me di cuenta de que era una narrativa blanca: que me faltaba algo, y que no solo me faltaba algo a mí y a mi experiencia de vida, sino que era evidente que me sentía insegura y tenía baja autoestima.

Cuando entré a esas aulas en Harvard, vi a chicos que eran muy ricos. Muchos de ellos habían ido a un internado, algunos eran hijos de celebridades y otros eran hijos de políticos. Y lo que noté fue que podía sostener una conversación con ellos y que yo había llegado ahí por cuenta propia, mientras que ellos no.

Comencé desde abajo. Creé todo este mundo yo misma, al igual que mis padres que, como inmigrantes, crearon un mundo ellos mismos. Para ser honesta, habría sido extraño que esos chicos no hubieran sido aceptados en Harvard. Los apellidos de algunos de ellos estaban plasmados en los edificios.

¿Pero yo? Yo era una anomalía estadística. Me sentía como un bicho raro. Y eso no evitó que me deprimiera ni que pasara años lastimándome a mí misma ni nada de eso, pero en los salones de clases o en los entornos relacionados con mi escritura nunca me ha faltado seguridad.

P: Hay varios pasajes del libro en los que recurres al realismo mágico. ¿Por qué aprovechaste esa herramienta?

R: Nunca he tenido una conexión intuitiva con la naturaleza ni con la tierra, pero para mí siempre ha tenido sentido la idea de que, si algo increíblemente triste sucediera, todas las cosas naturales a nuestro alrededor reaccionarían y nunca serían las mismas. Así que cuando aprendí sobre el Holocausto de niña, pensé: “¿Cómo es que los ríos no se convirtieron en ríos de sangre? ¿Cómo es que el océano no dejó de ser salado? ¿Cómo no se extinguieron especies enteras y terminaron —como ocurre con las aves— en los patios de la gente?”.

En mi mente era como un sistema de creencias en forma de una técnica literaria que se utilizaba para llevar justicia a la página cuando había impunidad en la vida real y en nuestro entorno, donde hay desapariciones, donde se mutilan cuerpos de personas, donde se nos arroja en furgonetas sin identificación, donde vivimos bajo lo que parece una dictadura de república bananera. Pensé que era el momento perfecto para usar el realismo mágico.

P: ¿Cómo esperas que este libro sea recibido en el mundo?

R: Espero que los inmigrantes de todos los orígenes puedan verse reflejados en él. Espero que la gente que no es inmigrante, que ha sido considerada como forastera, indeseable o rara, sea capaz de ver algo de sí misma en él.

No quiero que todas las imágenes de nuestra gente en este periodo sean de personas arrodilladas o en jaulas, o rogando que nos den jabón. Quiero que este libro también exista como una ilustración de este periodo en el tiempo, en el que hay gente que es diferente, que es imperfecta, que es rara, que es trabajadora, que simplemente es gente.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company