Cinco rostros del drama de la migración de venezolanos hacia Colombia

El chavismo niega la crisis migratoria y dice que los venezolanos quieren volver/Lanación
El chavismo niega la crisis migratoria y dice que los venezolanos quieren volver/Lanación

Por: Jaime Abozaglo/Especial para Yahoo

Con pasaporte y algunos ahorros en mano, o también sin ese documento ni una moneda en los bolsillos, a diario miles de venezolanos pasan la frontera desesperados por obtener un mejor futuro, o, en el peor de los casos, comer más seguido. La situación en Venezuela cada vez empeora y ya ni siquiera la esperanza en que las cosas cambien es un incentivo para quedarse. Hoy se considera que al menos una persona de cada familia lo ha dejado todo atrás para irse ya sea a Colombia, Perú, Brasil o Chile, los principales destinos preferidos por los migrantes del país chavista. Los más acaudalados migran directamente a Miami en Estados Unidos.

De acuerdo con Migración Colombia, 870.093 venezolanos viven en Colombia, de los cuales el 49,8 son irregulares, es decir que tuvieron permiso de entrada, pero hoy se encuentran ilegalmente en el país. Hasta el pasado 20 de agosto 438.983 ciudadanos de Venezuela han pasado por la frontera de Rumichaca rumbo hacia Ecuador en lo que va corrido del año, frente a 232.010 que lo hicieron durante todo el 2017. Y eso que estas son cifras oficiales que dejan por fuera a miles de personas que se la juegan por pasar de manera ilegal, pues muchos no cuentan con pasaportes ni con la tarjeta de migración fronteriza que le permite “ir de compras” al otro lado de la frontera.

Yahoo! ubicó cinco historias que reflejan el drama de los venezolanos que han llegado a Bogotá en busca no tanto de un mejor futuro, sino de un presente que les permita al menos alimentarse diariamente, además de enviar algunos pesos a sus familias al otro lado de la frontera.

Ni por su hija, Rogelio fue capaz de robar

Tiene 53 años, esposa y dos hijos, una de ellos con síndrome de Down y una afección cardiaca que implica estar medicada. Rogelio salió de Caracas en un bus rumbo a San Cristóbal, con la meta de llegar a Colombia. Trabajó muchos años en una compañía contratista de PDVSA como conductor, pero hace un lustro se quedó sin empleo y ahí comenzó su drama. “Pasé a manejar un bus, pero hace dos años el dueño lo abandonó porque las refacciones casi no se conseguían y estaban muy caras”. Ahí ganaba para mantener a su familia, pero las medicinas para su niña comenzaron a escasear y a multiplicar el precio.

Luego pasó al rebusque, como mesero, zapatero y vendedor de repuestos de segunda mano, pero cada vez trabajaba y ganaba menos. “Un día me dijeron que por qué no robaba en los semáforos, dije que sí y a la hora de hacerlo no fui capaz, ni siquiera por mi hija. Mis padres que están en el cielo nunca me lo hubieran perdonado.”, comenta entre lágrimas. Ya en la frontera, luego de caminar un buen trecho, con pasaporte en mano llegó a Cúcuta a buscar un bus que lo trajera a Bogotá. Costaba 100 mil pesos (33 dólares), dinero que no tenía, pero se encontró un conocido colega en la terminal de transporte que logró que lo subieran gratis. Llegó hace una semana a la capital, duerme en una colchoneta en el piso y ahora vende dulces y cigarrillos por el centro, donde ya le robaron el producido de un día de trabajo: 15 mil pesos.

“No soy una prostituta”: Coromoto

Sandra Coromoto, llamada así en homenaje a una virgen muy popular en Venezuela, vende tintos en una zona industrial al occidente de Bogotá y su historia es el reflejo de lo que tienen que vivir muchas venezolanas que deciden pasar la frontera a buscar una mejor vida. “Vivía con mis padres y mi hijo, pero mi trabajo en un almacén de ropa ya no me estaba dando ni para la comida de ellos. Por eso me aventuré a Colombia”. Su figura menuda pero atractiva hizo que muchos le intentaran dar la mano, pero con un doble objetivo: obtener favores sexuales de ella.

Hace un par de meses salió de Valencia, estado Carabobo, con una maleta y la promesa de volver por su niño de 7 años. “En la frontera me tocó esperar casi dos días de fila para que me sellaran el pasaporte y adentró me manosearon varias veces supuestamente para palpar que no llevara cosas ilegales”. En Cúcuta un señor muy atento le ofreció llevarla hasta Bogotá en un camión. Vía a Bucaramanga paró cerca a Pamplona para comer, “pero al bajarme me agarró por la cintura y me apretó con dureza. Al ver que me quería violar grité y salí corriendo. Perdí la ropa porque él se fue y me quedé solo con el pasaporte”. Una familia le dio la mano y le consiguió algo de ropa y lo del tiquete para Bogotá, donde llegó a trabajar a un bar como mesera, pero allí la volvieron a intentar acceder sexualmente, esta vez el dueño y el hijo del establecimiento.

“Ellos no me pagaron la semana de trabajo, pero una señora que se enteró me acogió en su casa y me consiguió este trabajo en el que me gano entre 15 y 20 mil pesos diarios. Igual me han ofrecido otras cosas, pero con doble intención. Parece que llevara la palabra puta escrita en la frente, y por eso a quien se me acerque supuestamente a ayudarme lo primero que le aclaro es que yo no soy una prostituta”.

Carlos mantiene a sus padres, y a sus hermanos y sus familias

“Con lo que me gano en el día acá (40 mil pesos) me alcanza para darles mercado mensual a mis padres”, explica Carlos, un mecánico de 20 años que se cansó de caminar hacia su trabajo en Valencia porque casi no pasaban buses. Lo que ganaba a duras penas le alcanzaba para comer en compañía de sus padres, y para ayudar a su hermano y su hermana, el primero con trillizos de 4 años y la segunda con dos niñas adolescentes, todos sin trabajo estable.

Carlos pasó ilegalmente la frontera, pagó 20 mil pesos de ‘peaje’ a un supuesto guerrillero del ELN y pagó 150 mil pesos para un trayecto hacia Bogotá, un viaje que máximo vale 100 mil pesos. “En Bucaramanga me paró la policía y me quitó el dinero que me quedaba”. Desde ahí caminé un par de días, y unos señores en un carro viejo me trajeron hasta Tunja. Allí logré trabajar reciclando latas de cerveza y pagué el viaje a Bogotá. Llegué al barrio 7 de Agosto y de una me pusieron a trabajar en un taller, donde además me dejan quedarme en las noches.

¿Y porqué tiene una herida en el pómulo? “Porque el otro día me pegaron una gente de por acá mientras me gritaban que los venezolanos los estamos dejando sin trabajo. Lo que me da miedo es que me echen a la policía y me terminen deportando”.

Ricardo vino a delinquir

Criado en una familia donde jalaban carros, Ricardo se cansó de robar en Caracas y se vino a Bogotá a hacer lo mismo. Moreno, pequeño y con mirada que intimida, tiene claro que dejó atrás a Venezuela por que “ya no había casi a quien ni qué robar”.

De 26 años, este ex chavista, como se autodenomina, se vino con pasaporte en mano, duró tres días cruzando la frontera en Cúcuta, y allí de una volvió a sus andadas gracias a un cuchillo que también robó en un restaurante. Atracó a un par de mujeres, les quitó los celulares y algunas pertenencias, incluido dinero en efectivo, los vendió en una compraventa, y por 110 mil pesos se vino en bus a la capital colombiana. Llegó al barrio Santa Fe, una zona de tolerancia de prostitución y venta de drogas, donde conoció a dos malandros más que de inmediato lo pusieron a ‘trabajar’ con ellos.

“Acá la gente es desconfiada por lo que toca ser más cuidadoso. He conocido a otros chamos de mi país que también se dedican a cosas malas, pero a ellos les ha ido mal porque a uno lo cosieron (apuñalaron) y al otro le dieron una paliza que casi lo matan por robarse un bolso de mujer. Lo bueno es que cuando lo cogen a uno la policía lo deja salir rápido, aunque en los calabozos hay que tener cuidado porque hay ñeros peores que uno”.

“Hemos caminado medio mundo”: José y Ángel

Estos hermanos que se autodenominan ‘gochos’ estudiaron derecho y arquitectura, pero por falta de recursos no alcanzaron a terminar sus carreras. Huérfanos de madre y con un padre en situación de discapacidad, decidieron dejar atrás a su ciudad San Cristobal para buscar mejor fortuna en Colombia, y así poder enviarle dinero y medicinas a su progenitor que día a día mira pasar el tiempo y la nostalgia en una silla de ruedas. “Más que todo el viejo está muriendo de tristeza”, comenta Ángel.

Con algunos ahorros llegaron a Cúcuta y cuando buscaban transporte hacia el interior de Colombia un grupo de pandilleros los atracaron con revolver en mano y los despojaron de los recursos y parte de su ropa, pero les dejaron los pasaportes. Entonces decidieron caminar hacia Bucaramanga, pero nunca pensaron lo difícil que sería. “En el páramo de Berlín (ubicado a 3.300 msnm) casi nos congelamos. Nunca nos sentimos con tanto frío y a veces nos tocaba abrazarnos para tomar un poco calor del otro”, recuerda José, con los ojos llenos de lágrimas, las mismas que su hermano menor le borra con los dedos mientras lo mira de frente y le recuerda que “sea varón y no llore”.

Kilómetros adelante un camión los recogió y los llevó a Bucaramanga, donde tuvieron que dormir en un parque un par de noches, mientras pedían limosna para llegar hasta Bogotá. Les dieron comida y algunos pesos, que solo les alcanzaron para tomar un micro hasta Tunja, donde también casi mueren de hipotermia ya que tuvieron que pasar la noche en el piso de una estación de bomberos. Desde ahí caminaron e hicieron auto stop hasta llegar al terminal de transportes, donde una ONG les ha brindado un lugar para dormir, además de café con pan en las noches. Llevan una semana en la capital, venden chicles en Transmilenio y cuando cuentan su historia a los pasajeros a José todavía se le salen las lágrimas, mientras su hermano tampoco puede evitar llorar. “Apóyenos que hemos caminado medio mundo”, es la frase con que buscan convencer para que les compren los chicles, a razón de 200 pesos la unidad.