La ciencia y el compromiso histórico

<span class="caption">Sincrotrón ALBA, infraestructura científica situada en Cerdanyola del Vallès (Barcelona).</span> <span class="attribution"><a class="link " href="https://www.shutterstock.com/es/image-photo/cerdanyola-del-valles-spain-june-29-1692911290" rel="nofollow noopener" target="_blank" data-ylk="slk:Shutterstock / Iakov Filimonov;elm:context_link;itc:0;sec:content-canvas">Shutterstock / Iakov Filimonov</a></span>

En este momento histórico, las personas que trabajamos en ciencia e investigación, y sobre todo las que tenemos una posición estable, tenemos una responsabilidad tremenda por delante. Y no es buscar una solución al COVID-19, ni resolver el cambio climático, ni cambiar el modelo económico hacia la sociedad del conocimiento.

A todas esas cosas puede ayudar la investigación, sobre todo si es innovadora, transversal, orientada a problemas concretos y está bien financiada. De hecho está ayudando; la investigación sobre el coronavirus da resultados casi todos los días, y hace pocos dio lugar a alguna noticia especialmente significativa.

Pero resolver esos y otros problemas de la humanidad no está al alcance de los y las científicas. Son problemas políticos que tienen que ser resueltos por el sistema económico-social mediante una acción de gobierno y consenso informada por el conocimiento experto basado en la investigación y el método científico.

Esto a menudo se olvida. Particularmente lo omiten los medios, el público, muchos políticos y algunas personalidades de la ciencia cuando crean expectativas a partir de descubrimientos cuya rentabilización la ciencia sola no puede garantizar.

Hemos aprendido raudos que el problema de la vacuna contra el COVID-19 no se reduce a descubrirla y ni siquiera testarla, sino que será una empresa ingente producirla en proporciones masivas, a corto plazo y en tiempo de descuento y que, aun cuando ello se consiga, el problema será distribuirla, decidir a quién se vacuna primero, evitar el acaparamiento.

Son todos problemas sociales que necesitan, por cierto, el concurso de la mejor investigación humano-social, otra evidencia a menudo descuidada por la política científica. Lo que estos olvidos proclaman es el estrecho entrecruzamiento de la ciencia con la sociedad y la política. Los sistemas de ciencia son realmente producto del sistema sociopolítico. Muy a menudo son también su espejo, la imagen que refleja las cosas que funcionan bien o mal en un sistema social dado.

Mientras daba comienzo a estas líneas, el presidente Sánchez presentaba el Plan del Choque para la Ciencia y la Innovación. Tan bienvenido sea como falta hace. Pero quiero referirme aquí a algunos de los problemas acuciantes de la ciencia en general y de la española en particular.

Mi objetivo no es hacer un diagnóstico de esos problemas, sino volcar sobre ellos una perspectiva diferente a la que habitualmente aplican mis colegas científicos cuando reclaman mayor atención a la ciencia. Una perspectiva que nos apremia como responsables de producción de ciencia a abandonar la zona de confort desde la que generalmente demandamos de forma poco consciente más y mejores apoyos de la sociedad y los poderes públicos a la investigación.

Precariedad

Un primer problema es el de la tremenda y creciente precariedad de los y las profesionales de la ciencia. Estamos desmantelando plantillas estables para sustituirlas por contratos de pocos años de duración, enfocados a proyectos concretos y con una exigencia de movilidad constante que no es asumible.

Estos días me recordaba una candidata a contratos Juan de la Cierva que su vida entera está encerrada en un sótano de otro país distinto a aquel en el que ahora vive y de aquel al que concursa, después de acumular durante quince años más mudanzas de las que puede contar con todas las puntas de sus extremidades. Sin vacaciones, sin seguridad para tener una vida familiar ni estabilidad para dedicarse a la pareja. A menudo en sitios hostiles y con jefes atrabiliarios. Este sistema no es justo.

Días atrás se han resuelto los contratos posdoctorales de la Agencia Estatal de Investigación.

Es una gran noticia para el sistema de ciencia español y un alivio para las 650 personas que han obtenido un contrato de 2, 3 o 5 años según el tipo.

El problema son las personas que se han quedado fuera. El índice de éxito en la convocatoria Ramón y Cajal es el 11,4%; en algunas áreas baja al 8%. En las dos convocatorias Juan de la Cierva es el 15%. Esto en sí es terrible, pero más grave aún porque lo justificamos invocando la “excelencia” y hemos terminado naturalizándolo.

Pero esto no es natural. Es inaceptable cuando la sociedad necesita especialistas de ese nivel. Tener índices de éxito por debajo del 20, 25 incluso del 35% es anormal. Deja fuera a una gran parte de los mejores currículos y por lo tanto complica, cuando no torna imposible, la decisión sobre los pocos contratos que se pueden adjudicar.

Mientras tanto la gente sigue formándose y acumulando méritos. Milagro hacen las comisiones de evaluación para desenvolverse bien en este terreno del que, por definición, ninguna solución definitiva puede salir.

El presidente y el ministro de Ciencia han dicho estos días que incrementarán la dotación para estos contratos en un 30% en el próximo y siguiente año. Es una noticia prometedora. Pero para terminar de ser buena tendría que ser una norma mantenida en el futuro. Tendría que formar parte de un sistema de “tenure track” que oferte perspectivas estables y realistas de estabilización, como promete el Plan de Choque. Y tendría que ser mayor la dotación presupuestaria comprometida, pues con el incremento comprometido, dependiendo de que se priorice, sólo se incrementarán los índices de éxito en 4-7 puntos; no es suficiente. Lo contrario convierte al sistema, además de injusto, en insostenible. Pero mientras tanto hemos visto que el borrador de estatuto de Personal Docente e Investigador del Ministerio de Universidades no resuelve bien cómo garantizar que las plazas universitarias futuras sean cubiertas por la generación mejor preparada de científica/os que jamás tuvo el país, como nos cansamos de repetir.

Un sistema insostenible e injusto

El problema de los bajos índices de éxito en ciencia es aún mayor, pues afecta no sólo a las convocatorias de personal sino a la de proyectos. Es cierto que en España los índices de éxito de las convocatorias del Plan Nacional están entre el 40 y el 60%, pero eso sólo ocurre porque a cambio la financiación por proyecto es muy reducida. Esto compromete la viabilidad del proyecto y la sostenibilidad de los grupos de investigación.

Pero en Europa es peor; los índices de éxito del European Research Council oscilan entre el 9 y el 15% en el mejor de los casos. Algunas convocatorias del H2020 han tenido índices del 3%. Esto nos obliga a acudir a todas las convocatorias y fuentes de financiación posibles, con gran despilfarro de esfuerzo y medios en gestiones.

Es un sistema insostenible, porque las solicitudes hay que prepararlas, trabajarlas a fondo, evaluarlas y tramitarlas, con un coste considerable. Encima, el sistema de ciencia de la potencia de conocimiento que es y quiere seguir siendo Europa, no puede dejar de financiar una gran parte de los mejores proyectos.

Hay un principio no escrito de los expertos en gestión de la ciencia que dice que el 20% de todo lo que se presenta a una convocatoria es excelente, y el 30% digno de ser financiado; a mí me lo enseñó mi compañero Luis Sanz. ¿Qué hacemos entonces financiando una tercera parte? ¿Cómo se selecciona lo que se financia entre todo lo que merece ser financiado? Me temo que estamos ante un sistema que es insostenible e injusto.

Es insostenible porque el peso de la administración en todo este procedimiento es ingente. Aquí emerge un tercer problema. Los científicos nos referimos a menudo a él quejándonos del peso de la burocracia en el proceso de investigación.

Un sistema burocratizado

Cuando decimos esto es difícil poner cifras que le den a la gente una perspectiva real de lo que queremos decir. Pondré un ejemplo reciente. Una de las grandes medidas que durante estos meses adoptaron el Gobierno de España y el de Galicia (que pasó, creo, relativamente desapercibida) fue prorrogar muchos cientos de contratos que finalizaban o fueron afectados por el confinamiento. Aquí hablo como responsable de un instituto de investigación del CSIC. A mi instituto, gestionar cada mes de prórroga de estos contratos nos ha costado no menos de dos jornadas de trabajo enteras de diferentes personas. No quiero ni pensar en la cifra que alcanzaríamos si contásemos a todas las otras personas, técnicos, comisiones y políticos que tuvieron que gestionar esta medida. Colegas que trabajan en la Agencia Estatal de Investigación me apuntan que el trabajo no ha sido precisamente poco ni fácil. Y hablamos de una sola medida.

Lo mismo pasa con todo el gasto que hacemos, las compras, la justificación de viajes y congresos, el mantenimiento al día de los currículos y bases de datos de indicadores, los informes técnicos, las justificaciones económicas, las auditorías…

Es cierto que son cosas que hay que hacer para cumplir con las obligaciones de legalidad y transparencia que un Estado de derecho nos impone. A menudo las y los investigadores queremos operar como si la ley de Subvenciones o la de Contratos del Estado no fueran con nosotros.

Pero el sistema se está pasando. Encima todo apunta a un mayor reforzamiento de los trámites diarios. Cosas que son lógicas y sirven para mejorar la calidad de la investigación (como la previsión de riesgos laborales, la protección de datos personales, la coparticipación del voluntariado y la ciudadanía en las tareas de investigación, el acceso abierto, la reduplicación de experimentos, etc) no se van a resolver sin provocar una mayor tensión burocrática sobre los grupos de investigación.

Un problema de todos y todas, un problema social

Los y las científicas nos lamentamos habitualmente por estos y otros problemas. Pero no lo hacemos con la contundencia que debiéramos, y además erramos el tiro. Tendríamos que decir con voz clara que un sistema de ciencia con estas cortapisas es insostenible e injusto.

Pero sobre todo tenemos que ser capaces de ver, de forma solidaria con todos los otros grupos sociales, que nada de esto nos pasa sólo a nosotros y que esto es injustificable en cualquier caso y no sólo en la investigación, por muy importante que ésta sea para el mundo.

La precarización de las relaciones laborales en la ciencia es consecuencia de la transformación general del mercado de trabajo.

Los bajos índices de éxito son resultado de la reducción de los fondos públicos para investigación en concreto y de la inversión pública en general.

Y el peso creciente de la burocracia es una derivada de los modos de gestión de la administración pública puestos en marcha por la oleada neoliberal para adelgazar el sector público, asentar una cultura de la auditoría para controlarlo y apoyar al privado externalizando servicios.

Ahí radica el compromiso histórico que las y los científicos tenemos por delante: aprovechando la visibilidad, prestigio y fuerza que la ciencia ha recuperado en la situación COVID, tenemos que rugir que nuestras dificultades hacen parte de un problema de política socio-económica más general que sufre toda la ciudadanía y en especial la población más vulnerable.

Tenemos que hacer ver que aquello que hace injusto e insostenible en el medio plazo el sistema de ciencia es lo mismo que hace a nuestro medio social, a la vida misma sobre la Tierra, insostenible e injusta.

Yo no quiero un mejor sistema de ciencia sino es dentro de un sistema social más justo y solidario. Sólo así practicaremos una investigación comprometida con el incremento de bienestar de nuestras sociedades. Una nueva normalidad en la ciencia tiene que ser parte de la nueva normalidad general. Esto es lo que el presidente del Gobierno olvidó decir al presentar el Plan de Choque y habría sido el titular que yo más le agradecería.