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Una caminata que tenía la intención de transmitir dureza acabó evocando el lado oscuro de Donald Trump

La policía y los manifestantes en las cercanías de la Casa Blanca en Washington, el 1.° de junio de 2020 (Erin Schaff/The New York Times).
La policía y los manifestantes en las cercanías de la Casa Blanca en Washington, el 1.° de junio de 2020 (Erin Schaff/The New York Times).

WASHINGTON — Tras un fin de semana de protestas que llegaron hasta su propio patio delantero y lo obligaron a retirarse brevemente a un búnker subterráneo en la Casa Blanca, el presidente estadounidense, Donald Trump, llegó al Despacho Oval el lunes agitado por las imágenes de la televisión, molesto de que se pensara que se estaba escondiendo, y ansioso por actuar.

Quería enviar al Ejército a las ciudades estadounidenses, una idea que provocó una acalorada pelea a voces entre sus asesores. Al terminar el día, exhortado por su hija Ivanka Trump, se le ocurrió una forma más personal de demostrar dureza: atravesaría la Plaza Lafayette hasta una iglesia dañada por un incendio la noche anterior.

Solo había un problema: no se había ejecutado un plan desarrollado horas antes, ese mismo día, para ampliar el perímetro de seguridad en torno a la Casa Blanca. Cuando el fiscal general William Barr atravesó las puertas de la Casa Blanca para inspeccionar en persona el perímetro el lunes por la noche, descubrió que los manifestantes todavía estaban en el extremo norte de la plaza. Iba a ser necesario retirarlos para que el presidente pudiera llegar a la Iglesia de San Juan. Barr dio la orden de dispersarlos.

Lo que siguió fue un estallido de violencia que no se había visto en generaciones en las inmediaciones de la Casa Blanca. Mientras se preparaba para su sorpresiva caminata a la iglesia, Trump se presentó primero ante los medios en el Jardín de las Rosas para declararse “su presidente de la ley y el orden”, pero también “un aliado de todos los manifestantes pacíficos”, incluso cuando los manifestantes pacíficos que se encontraban a solo una cuadra y los miembros del clero en el patio de la iglesia fueron obligados a retirarse mediante el uso de bombas de humo y granadas aturdidoras, así como un tipo de gas químico que rociaron agentes antidisturbios con escudos y la policía montada.

Después de un día en el que reprendió a los gobernadores “blandengues” y les dio un sermón para “dominar” a los manifestantes, el presidente salió de la Casa Blanca, seguido de una falange de asesores y agentes del Servicio Secreto con dirección a la iglesia, donde posó con la cara seria, mientras sostenía una Biblia que su hija sacó de su bolso Max Mara de 1540 dólares.

Las fotografías resultantes del presidente Trump caminando con aplomo por la plaza satisfacían su antiguo deseo de proyectar fuerza; los miembros de su equipo de campaña comenzaron a hacerlas circular y las publicaron en sus cuentas de Twitter de inmediato, una vez que el presidente regresó sano y salvo a la Casa Blanca fortificada.

La escena de caos —a escasos 300 metros del símbolo de la democracia estadounidense— que precedió a la caminata evocó imágenes más comúnmente asociadas con países autoritarios, pero eso no molestó al presidente, quien por mucho tiempo ha simpatizado con autócratas extranjeros y ha manifestado envidia de su capacidad de dominar.

Para Trump y su círculo cercano era un triunfo que resonaría en muchos estadounidenses del centro del país repugnados por las escenas de los disturbios y los saqueos urbanos que han acompañado a las protestas no violentas motivadas por el asesinato de un hombre negro sometido por la policía en Minneapolis.

No obstante, los críticos, incluidos algunos republicanos, se horrorizaron ante el uso de la fuerza contra estadounidenses que no representaban una amenaza visible en ese momento, todo para facilitar lo que consideraban una sesión fotográfica torpe en la que todos los rostros eran blancos. Algunos senadores demócratas usaron palabras como “fascista” y “dictador” para describir las palabras y las acciones del presidente.

La obispa Mariann Edgar Budde de la Diócesis Episcopal de Washington, que no fue consultada de antemano, dijo sentirse “indignada” por el uso de una de sus iglesias como telón de fondo político para alardear sobre la represión a las manifestaciones contra el racismo. Incluso algunos funcionarios de la Casa Blanca expresaron en privado su consternación por el hecho de que el séquito del presidente no haya pensado en incluir a una sola persona de color.

El espectáculo montado por la Casa Blanca también dejó a los líderes de las Fuerzas Armadas en una posición incómoda para responder a las críticas de oficiales retirados de que se habían dejado manipular como utilería política. Mediante funcionarios militares, el secretario de Defensa Mark T. Esper y el general Mark A. Milley, presidente del Estado Mayor Conjunto, informaron que no se habían enterado antes de la dispersión de los manifestantes ni de la sesión fotográfica planeada por el presidente e insistieron en que pensaban que lo acompañaban para pasar revista a las tropas.

Elementos de la policía despejaron el camino para la sesión fotográfica, pero no calmaron la ira en las calles. El martes por la tarde, los manifestantes habían regresado al rincón de la Plaza Lafayette —donde habían aparecido vallas altas instaladas durante la noche— y gritaron su descontento a la fila de oficiales vestidos de negro.

“Quítense el equipo antidisturbios; no vemos ningún disturbio aquí”, gritaban.

El 2 de junio, los asesores defendieron la caminata de Trump a la iglesia, con el argumento de que se había producido un pequeño incendio en su sótano durante las manifestaciones del fin de semana. “El presidente se sintió muy mal cuando vio esas imágenes el domingo por la noche; cruzaron una línea terrible, que va mucho más allá de la protesta pacífica”, declaró Kellyanne Conway, su asesora, a los periodistas.

No obstante, ella desmarcó al presidente de las decisiones que se tomaron sobre cómo dispersar a la multitud. “No hay duda de que el presidente desconoce cómo las fuerzas del orden están manejando sus movimientos”, exclamó.

Este relato del enfrentamiento se basa en las descripciones de los reporteros que se encontraban en el lugar, entrevistas con decenas de manifestantes, asistentes de la Casa Blanca, las autoridades, los líderes de la ciudad y otras personas involucradas en el tenso día, así como en un análisis del video del equipo de investigación visual de The New York Times.

La mañana en la Casa Blanca

Trump se agitó el lunes por la mañana cuando se reunió con los asesores de Seguridad Nacional y del orden público para hablar sobre lo que se podría hacer con los disturbios callejeros. Los asesores le dijeron que no podía permitirse perder el control de la capital de la nación, ya que el simbolismo era demasiado importante y tenía que controlar la situación esa misma noche.

Entre las ideas propuestas estaba la de acogerse a la Ley de Insurrección, una ley que tiene dos siglos de antigüedad la cual permitiría al presidente enviar soldados en servicio activo para acabar con los disturbios a pesar de las objeciones de los gobernadores. Desde hace mucho tiempo, la ley ha sido polémica. El presidente George Bush la aplicó en 1992 para responder a los disturbios de Rodney King solo a petición de California. Pero en la era de los derechos civiles, los presidentes enviaron soldados para imponer la desegregación pese a la resistencia de los gobernadores racistas.

Su uso tiene tanta carga que el presidente George W. Bush dudó en acogerse a esta ley para responder al huracán Katrina por temor a que pareciera que estaba pasando por encima de los líderes locales y estatales.

El vicepresidente Mike Pence estuvo a favor de la idea, afirmando que permitiría una acción más rápida que llamar a las unidades de la Guardia Nacional y contó con el respaldo de Esper. Sin embargo, Barr y Milley hicieron advertencias en contra de su aplicación. El fiscal general citó preocupaciones sobre los derechos de los estados, mientras que Milley le aseguró al presidente que ya tenía suficientes elementos en la capital de la nación para garantizar la seguridad de la ciudad y manifestó su preocupación por hacer que los soldados en servicio activo desempeñaran esa función.

Varios funcionarios tuvieron distintas opiniones sobre la postura sobre este asunto de Mark Meadows, el jefe de personal de la Casa Blanca, pero la discusión se acaloró cada vez más a medida que las voces subían de tono y las tensiones aumentaban.

A Barr le preocupaban las manifestaciones cerca de la Casa Blanca que se desarrollaron durante el fin de semana y dejaron un pequeño incendio en el sótano de la iglesia de San Juan y grafitis en la sede del Departamento del Tesoro, por lo que decidió ampliar el perímetro de seguridad alrededor de la mansión.

Se pidieron refuerzos. Justo antes del mediodía, se envió una alerta a todos los agentes de la Oficina de Investigaciones del Departamento de Seguridad Nacional (una división del ICE, el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) del área de Washington y se les instruyó que se prepararan para auxiliar en las manifestaciones, según un correo electrónico marcado como de “alta” gravedad. El FBI desplegó su equipo de élite de agentes de rescate de rehenes fuertemente armados y entrenados, más acostumbrados a arrestar a sospechosos peligrosos que a lidiar con disturbios. Y el ICE desplegó a sus “equipos de respuesta especial” para proteger las instalaciones de la agencia y estar en alerta en caso de que se les requiriera para otras actividades.

Otros se mostraron reacios a ayudar. Trump fue tan agresivo en la llamada con los gobernadores que cuando el gobernador de Virginia, Ralph Northam, recibió una solicitud para enviar hasta 5000 elementos de la Guardia Nacional de su estado, se preocupó. Su personal se puso en contacto con la oficina de Bowser y se enteró de que el alcalde ni siquiera tenía conocimiento de la solicitud. En ese momento, Northam rechazó la solicitud de la Casa Blanca. Del mismo modo, el gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, canceló los autobuses de los soldados de la Guardia Nacional que se iban a dirigir a Washington.

A media tarde del lunes, los manifestantes se habían reunido de nuevo en la calle H, en el lado norte de la Plaza Lafayette, esta vez pacíficamente. La reverenda Gini Gerbasi, rectora de la iglesia de San Juan en Georgetown y exrectora asistente de San Juan, llegó alrededor de las cuatro de la tarde con cajas de agua para los manifestantes. Unos veinte miembros del clero también se congregaron en el patio de la iglesia para repartir comida.

En el patio también estaba presente un grupo afiliado a Black Lives Matter, que mezcló agua y jabón en botellas que se pueden apretar para que los manifestantes pudieran lavarse los ojos de inmediato en caso de que la policía lanzara gas lacrimógeno.

Aunque de cuando en cuando hubo algunos encuentros agresivos con la policía, comentó Gerbasi, todo sucedió en relativa calma. “Hubo algunos momentos de tensión”, dijo. “Pero fue pacífico”.

El presidente y su equipo decidieron que primero habría una declaración en el Jardín de las Rosas en la que el presidente expresaría sus condolencias a la familia de George Floyd, el hombre negro que murió en Minneapolis cuando un policía se arrodilló sobre su cuello durante casi nueve minutos, pero luego adoptaría una postura firme a favor de la recuperación de las calles. Amenazaría con invocar la Ley de Insurrección si los gobernadores y alcaldes no hacían un mejor trabajo en materia de seguridad. A los reporteros se les dijo que se ofrecería una declaración, pero no se mencionó la caminata a la iglesia.

Barr salió de la Casa Blanca e ingresó a la Plaza Lafayette solo para descubrir que el plan de ampliar el perímetro de seguridad no se había llevado a cabo. Ordenó a las autoridades que se encontraban en la zona que completaran la expansión, lo que significaba dispersar a los manifestantes, pero no hubo tiempo suficiente para hacerlo antes de la declaración prevista del presidente.

Antes del enfrentamiento

A las 17:07, camiones de la Guardia Nacional repletos de elementos se dirigieron al norte por la avenida West Executive, una vía que conduce al complejo de la Casa Blanca entre el Ala Oeste y el edificio de oficinas ejecutivas Eisenhower, pasaron por la entrada de visitantes, salieron por las puertas y dieron vuelta a la derecha en la avenida Pensilvania.

Poco después, dos miembros del equipo de contraataque del Servicio Secreto aparecieron en el tejado del Ala Oeste con armas y binoculares, mirando al norte hacia la Plaza Lafayette. Aunque de vez en cuando hay francotiradores apostados en el techo principal de la Casa Blanca, no suelen estar desplegados en la parte superior del Ala Oeste y captaron la atención de las personas que suelen ocupar el edificio.

A las 18:03 se convocó en el Jardín de las Rosas al cuerpo de prensa de la Casa Blanca. Fuera de las puertas y al otro lado de la Plaza Lafayette, algunos de los oficiales con equipo antidisturbios se arrodillaron y algunos manifestantes pensaron inicialmente que se solidarizaban como habían hecho fuerzas policiales en otras ciudades, pero en realidad se estaban poniendo sus caretas antigás.

A las 18:17, un nutrido grupo de agentes con uniformes del Servicio Secreto comenzó a abrirse paso entre los manifestantes, trepando o saltando las barreras en el extremo de la plaza en la calle H y la plaza Madison. Los agentes dijeron más tarde que la policía advirtió a los manifestantes que se dispersaran tres veces, pero si acaso lo hicieron, los reporteros en la escena, así como muchos manifestantes, no los escucharon.

Los manifestantes fueron atacados con un tipo de agente químico, así como con granadas aturdidoras y la policía montada se dirigió hacia la multitud. “La gente caía al suelo” con el sonido de explosiones y estallidos que sonaban como disparos, dijo Gerbasi. “Empezamos a ver y oler el gas lacrimógeno y la gente corrió hacia nosotros”. A las 18:30, “de repente la policía estaba formada en fila en el patio de la iglesia de San Juan, literalmente empujando y echando a la gente del patio”, dijo la reverenda.

Julia Dominick, seminarista del Seminario Teológico de Virginia en Alexandria, Virginia, y enfermera retirada del servicio de urgencias, estaba atendiendo a un manifestante herido cuando vio avanzar una fila de policías.

“No hubo ninguna advertencia. Nunca he estado en una guerra. Nunca me han disparado. Nunca he sentido un miedo como ese. Nunca olvidaré esos sonidos y el gas” (ninguna corporación policiaca reconoció haber usado gas lacrimógeno, pero los reporteros y manifestantes en la escena dijeron que no hay duda de que había alguna especie de irritante químico).

A las 18:43, Trump hizo su declaración en el Jardín de las Rosas, que terminó siete minutos después y luego regresó a la Casa Blanca para salir por el lado norte, atravesar las puertas y entrar al parque. Barr, Esper, Milley, Meadows, Ivanka Trump, Kushner y otros lo siguieron, pero Pence y su equipo se quedaron atrás mientras el edificio se vaciaba y observaron la escena por televisión.

Como era su intención, el movimiento del presidente sorprendió a casi todos, incluidas las fuerzas del orden. El jefe de policía de Washington dijo que se le informó apenas minutos antes. Los comandantes de la policía del parque que se encontraban en el lugar estaban igual de sorprendidos que los demás al ver al presidente en el parque.

This article originally appeared in The New York Times.

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