Bolívar y el temerario cruce de los Andes

En junio de 1819, el pueblo de Tame, uno de los más aislados del suroeste de Venezuela en las estribaciones de los Andes, se había convertido en un improvisado campamento del ejército independentista capitaneado por Bolívar: un cuerpo de unos 3.500 hombres compuesto por cuatro batallones de infantes venezolanos, un batallón de fusileros, un destacamento de guerrilleros, una fuerza de extranjeros (1150 infantes y 750 jinetes) más dos batallones de infantes y un contingente de caballería de neogranadinos.

Simón Bolívar, Óleo de Ricardo Acevedo Bernal.

Era una fuerza mixta: los que Bolívar traía consigo desde la Guayana, a la que se le habían unido los llaneros de José Antonio Páez y José Anzoátegui en el valle del Arauca, además de las tropas neogranadinas comandadas por Francisco de Paula Santander. La travesía por la vasta e inhóspita llanura del sur de Venezuela poblada de una maleza hostil, inundada en grandes trechos que, por momentos, se tornaba un inmenso pantano y hábitat de multitud de alimañas agresivas había convertido en un infierno la marcha de las fuerzas independentistas. Los hombres exhaustos, enfermos y en harapos que llegaron a Tame no imaginaban, sin embargo, que lo peor de su aventura estaba aún por venir.

Páez y Anzoátegui estaban seguros de que el plan de Bolívar, con el cual les había seducido, era preparar una contraofensiva para atacar por la retaguardia al ejército español en Cúcuta, como primer paso para la reconquista del norte de Venezuela, incluida Caracas, donde, por otra parte, los realistas habían vuelto a hacerse fuertes. La libertad de los venezolanos habría de comenzar por allí… Pero el Libertador tenía otros planes.

Campaña libertadora de la Nueva Granada (1819)

Sin consultar con nadie —con la posible excepción del taimado de Santander que probaría ser más tarde su feroz enemigo—, Bolívar había decido cruzar los Andes para atacar, del otro lado de esa cordillera imponente, la ciudad virreinal de Santa Fe de Bogotá. Una empresa que podía considerarse demencial y que, dado el estado de las tropas, no faltaría quien la viese como un suicidio masivo.

Los caudillos venezolanos disintieron a gritos, acusando a Bolívar de haberlos engañado y amenazaron, con gran enojo, de no seguirlo; pero al no obtener el respaldo de los otros jefes, y acaso ante la perspectiva de quedarse solos en Venezuela como un ejército disminuido y exhausto que podría terminar a merced de los españoles, optaron por seguir al Libertador en una de las empresas militares más audaces de la historia: el cruce de la cordillera andina.

Para acentuar el factor sorpresa, Bolívar decidió cruzar la cordillera por el paso más escabroso y difícil, el páramo de Pisba, que asciende a más de 3.600 metros, por suponer que los españoles no habrían de defenderlo ya que, debido a su altura, nunca creerían que un ejército fuera capaz de cruzarlo.

Paso del ejército del Libertador por el Páramo de Pisba/Wikimedia Commons

Así empezó lo que podría juzgarse, al mismo tiempo, de gran heroicidad, de locura y de crimen. Aquellos soldados con las ropas hechas jirones, algunos de ellos descalzos y casi todos mal comidos emprendieron la subida por uno de los pasos montañosos más precarios del mundo, agredidos cada vez más, según ascendían, por la ventisca y la lluvia helada, sin abrigo para protegerse del frío, que se intensificaba por momentos, ni leña que les permitiera hacer fogatas; mareados muchos de ellos, hombres de llano, por la creciente falta de oxígeno, andando casi sin detenerse por caminos que a veces sólo permitían el paso de un hombre y que bordeaban gigantescos barrancos. Detrás, con la impedimenta, venían las fieles mujeres de muchos de ellos, una de las cuales dio a luz en la travesía, que duró una semana y en la que murieron unas 2.000 personas.

El 6 de julio, la diezmada hueste libertadora, prácticamente sin armas, sin provisiones y sin cabalgaduras llegó al poblado de Socha, del otro lado de los Andes, donde la población local los recibió con alborozo y desde donde Bolívar ordenó la requisición de armas y caballos y el reclutamiento de hombres que vinieran a reforzar aquella tropa fantasmal. Hacia fines de mes, y cuando se disponía a avanzar sobre Santa Fe de Bogotá, el Libertador decretó la conscripción forzosa que le imponía pena de muerte por fusilamiento a todos los hombres, entre 15 y 40 años, que no se incorporaran a las fuerzas patrióticas. Con este improvisado incremento, pero aún en desventaja frente a las mejor armadas y disciplinadas tropas realistas, los independentistas batirían a los españoles, el 7 de agosto, en la decisiva batalla de Boyacá.