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Solano López, el pequeño Napoleón del Sur

Francisco Solano López observa las maniobras de las tropas francesas en 1854. (Wikimedia Commons)

Cuando Francisco Solano López, presidente y dictador de facto del Paraguay, murió a manos de soldados brasileños el 1ro. de marzo de 1870 —en el último reducto de su resistencia al término de uno de los conflictos más sangrientos que se hayan librado en América—, el país que había gobernado como un feudo era un territorio ocupado y tan carente de hombres (se ha llegado a decir que la proporción entre hombres y mujeres era de 1 en cincuenta) que durante algún tiempo se autorizó la poliginia con vistas a acrecentar la población.

A esos extremos condujo al Paraguay la ambición de un caudillo, a quien sus allegados y contemporáneos consideraron un monstruo, asesino de sus propios parientes —incluidos su madre y dos hermanos—, megalómano que aspiraba a extender las fronteras nacionales a costa de sus vecinos e iniciador de una guerra de agresión responsable de la ruina de su país y de la pérdida de centenares de miles de vidas. Sin embargo, historiadores y políticos revisionistas han pasado por alto su locura y sus crímenes, para ponerlo a la cabeza del panteón de los héroes del Paraguay, por el dudoso mérito de haber muerto sin rendirse a los invasores extranjeros que sólo su imprudencia y soberbia trajeron a su patria.

Hijo del también presidente y dictador Carlos Antonio López —quien gobernó 20 años al Paraguay luego de la muerte del infame Dr. Francia— Francisco Solano López fue siempre el hijo consentido de su padre, el cual lo encumbró desde muy joven al hacerlo brigadier general con 18 años y embajador plenipotenciario ante varias cortes europeas cuando mediaba la veintena. De Europa regresó con una amante irlandesa —Eliza Alicia Lynch— y las ínfulas cesáreas que le inspiraba, al parecer, la figura de Napoleón III. Cuando su padre lo nombró ministro de Guerra ya había adquirido el carácter de un déspota.

A la muerte de su padre, en 1862, le sucedió en el puesto como si Paraguay fuera una monarquía: el Congreso, luego de preventivas purgas, lo eligió presidente por unanimidad y Solano López, ahora sin sujeción, prosiguió en el empeño a que ya se había dedicado desde que estuvo al frente de las Fuerzas Armadas: convertir a su país en una gran potencia militar. Dos años después, sintió que contaba con suficiente fuerza para alterar las fronteras del Cono Sur.

López encontró un pretexto para ejercer una mediación bélica cuando Brasil intervino en la política interna de Uruguay a favor de un movimiento revolucionario dirigido por el ex presidente Venancio Flores, y el gobierno de Atanasio Aguirre solicitó la ayuda del Paraguay. Luego de un ultimátum que los brasileños desconocieron, López le declaró la guerra a Brasil e invadió y ocupó, casi por entero, la provincia de Mato Grosso, donde se apoderó de sus ricas minas de diamante.

No contento con esta acción, cuando intentó enviar tropas al Uruguay a través del territorio argentino, y el gobierno de Bartolomé Mitre no se lo permitió, invadió Argentina y se apoderó de las provincias de Corrientes y Entre Ríos. Para entonces, los revolucionarios uruguayos, apoyados por los brasileños, habían tomado el poder y, en mayo de 1865, Brasil, Argentina y Uruguay suscribían una alianza en la que se comprometían a proseguir las hostilidades con el Paraguay hasta conseguir la derrota y el derrocamiento de López.

Así empezó la llamada “guerra de la Triple Alianza” en la que, casi enseguida, Brasil destruyó la incipiente Armada del Paraguay y en la que este país estuvo a punto de desaparecer, absorbido y dividido entre las potencias vencedoras luego de una contienda tan brutal que dejaría un saldo de unas 400.000 bajas mortales, sin duda el más costoso de todos los conflictos de América del Sur.  

El puerto fortificado de Humaitá, en 1868. (Wikimidia Commons)
El puerto fortificado de Humaitá, en 1868. (Wikimidia Commons)


A mediados de la guerra, la paranoia de López se exacerbó, llevándole a sospechar que sus propios partidarios tramaban una conspiración contra su vida. Esto se tradujo en la ejecución de varios centenares de ciudadanos, entre ellos sus hermanos y cuñados, así como ministros, jueces, jefes militares, clérigos y un alto porcentaje de funcionarios civiles, y no menos de doscientos extranjeros, sin excluir a miembros del cuerpo diplomático.

Con estas acciones, López se convertiría en un delincuente internacional cuya eliminación contaría con la aprobación de las naciones civilizadas. En el momento de su muerte, es un paria a quien los paraguayos culpan de su desgracia. Su posterior exaltación es una de las grandes aberraciones de la Historia.