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El fanatismo criminal del líder de una secta comunista

El fanatismo criminal del líder de una secta comunista

El hallazgo de 909 cadáveres en el enclave de una secta estadounidense en medio de la selva de Guyana, el 19 de noviembre de 1978, es uno de los acontecimientos más singularmente macabros de la historia reciente. Las víctimas —inducidas a envenenarse con cianuro o, en algunos casos, asesinadas— fueron el resultado final del proyecto enloquecido de James Warren Jones, líder de una secta comunista, cuya demencia criminal no fue advertida a tiempo.

Nacido en el estado de Indiana en 1931, Jones se sintió atraído desde temprano por la religión, al punto de trabajar de auxiliar en una iglesia metodista en 1952 y de cursar estudios de teología con vistas a convertirse en pastor, pese a que, para entonces, ya llevaba un año afiliado al Partido Comunista. Al parecer, la disciplina eclesiástica de una denominación convencional no se avenía a su proyecto de convertirse en expositor de su propia doctrina, que ya tendía a combinar la expansiva improvisación de los cultos evangélicos con el radicalismo de un movimiento social. Así surgió el Templo del Pueblo, en Indianápolis, una congregación originalmente cercana al pentecostalismo.

Hacia 1955, Jones usa su púlpito para sumarse a la incipiente campaña en pro de los derechos civiles: condena abiertamente el racismo y se propone crear una congregación en la que negros y blancos estén representados por igual, de ahí que se dedique a hacer prosélitos entre los afroamericanos. Al mismo tiempo, no oculta su fervorosa militancia comunista que, en la práctica, se traduce en un autoritarismo estaliniano.

En la década del 60, intensifica su labor social entre drogadictos e indigentes, mientras sigue apoyando al movimiento pro derechos civiles, pero sus relaciones ecuménicas se ven afectadas en la medida en que su filiación comunista, al radicalizarse, lo lleva a rechazar la Biblia como fuente de revelación y a proclamarse como una especie de Mesías, en nada inferior a Jesús. En ese momento, su situación en Indianápolis empieza a hacerse insostenible y él convoca a sus feligreses a seguirle hasta Ukiah, California, donde se propone crear una comuna agraria autosuficiente al margen de la sociedad, lo cual ya constituye una muestra de alienación que, al parecer, nadie advierte.

Pero la comuna aislada le impide la captación de nuevos adeptos y esta necesidad lo lleva, en 1972, a establecerse en Los Ángeles y San Francisco, ciudad esta última en la que fija la sede de su movimiento, basado en la praxis marxista-leninista, sin que por eso esté reñido con las curaciones milagrosas. En San Francisco, su activismo social y su prédica contra el racismo le ganan simpatías en los círculos de izquierda, al punto que el alcalde George Moscone lo pone al frente de la Administración de Viviendas en 1975.

Sin embargo, las crecientes denuncias de la prensa —de que explota, maltrata y amenaza a sus fieles— le hacen concebir la necesidad de establecer su “paraíso comunal” en el extranjero. El que haya escogido Guyana como tierra de promisión tiene sentido: se trata de un país de habla inglesa, poblado mayoritariamente por gente de piel oscura, donde gobierna un líder socialista que él siente ideológicamente afín.

Los guyaneses, a quienes se presenta como un personaje de influencia en Washington, creen que la presencia de estos inmigrantes de EEUU puede beneficiarlos, y el gobierno le vende una propiedad rural, en una zona selvática bastante inhóspita cerca de la frontera venezolana, donde se empieza a levantar un pueblo de modestas casitas de madera —La Sociedad Agrícola del Templo del Pueblo— comúnmente conocida por Jonestown.

Alejado de la civilización, se exacerban el autoritarismo y los desmanes de Jones y así también su paranoia. En la práctica ha establecido una prisión comunista en medio de la selva donde ejerce poderes dictatoriales y practica el masivo lavado de cerebros. Cuando algunos fugitivos de su opresión inician una campaña de denuncias que le obliga a contratar abogados, contempla nuevamente la idea de huir, esta vez a la URSS o incluso a Corea del Norte, en tanto hace participar a sus seguidores en simulacros de envenenamiento colectivo.

La súbita visita del representante estadounidense Leo Ryan, acompañado por periodistas y disidentes del grupo, desencadena la tragedia. Cuando algunos de sus guardias asesinan a Ryan y a varios de sus acompañantes en el momento de partir, Jones cree que no hay más escapatoria que perecer y, en la noche del 18 de noviembre, les sirve una poción con cianuro a sus seguidores antes de hacerse un disparo en la cabeza.