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¿Deberíamos abolir la semana?

El teletrabajo ha cambiado el ritmo de las semanas a millones de profesionales.
El teletrabajo ha cambiado el ritmo de las semanas a millones de profesionales.

"… que la semana tiene más de siete días…" Tal vez el compositor mexicano Armando Manzanero no andaba del todo perdido en su romántica canción. Nuestros ciclos de tiempo entre lunes y domingos podrían estar desapareciendo al menos en su sentido moderno, que separa los días de trabajo de las horas dedicadas al descanso y el entretenimiento.

El escritor estadounidense Ben Schreckinger ha propuesto una reforma radical. "¡Deroguemos la semana!", exclama en un artículo publicado por la revista Slate. En su opinión, los avances tecnológicos en la economía del siglo XXI nos permiten prescindir de esa vieja convención que, en rigor, muchos han dejado de respetar.

¿Qué sucedería si súbitamente no existieran las aburridas tardes de domingo, las estresantes mañanas de los lunes o las afiebradas noches del sábado? ¿Cómo sabríamos cuál es el tiempo propicio para la relajación o la faena? Y el reclamo de Schreckinger, ¿deberíamos desecharlo como una extravagancia o considerarlo un reto esencial a nuestro modo de vida?

Esperando, ansiosamente, el fin de semana

Partamos de un hecho: la semana de cinco días de trabajo y dos de descanso constituye una convención reciente, surgida en la primera mitad del siglo XX en Estados Unidos. De los países industrializados se extendió al resto del mundo. Predomina solo en apariencia, pues millones de personas, incluso en las naciones desarrolladas, viven según otro calendario. No obstante, la separación del tiempo de acuerdo con este ciclo de siete días ha marcado profundamente la psicología en Occidente.

Lejos quedaron los tiempos, al parecer, en que practicábamos un deporte por puro placer. (AFP)
Lejos quedaron los tiempos, al parecer, en que practicábamos un deporte por puro placer. (AFP)

En un artículo publicado en 1991 por la revista The Atlantic, el arquitecto británico Witold Rybczynski sugirió que la sociedad moderna había caído bajo la esclavitud del fin de semana. El período de lunes a viernes sería para el hombre y la mujer de esta época, según la observación de este escritor educado en Canadá, "una irritante interferencia en sus vidas reales".

Sin embargo, esa ansiedad por el arribo del sábado ha trastocado también el sentido del placer que originalmente definía el tiempo fuera de la fábrica o la oficina. “La gente solía jugar tenis; ahora trabaja en su golpe de revés”, ilustra Rybczynski. El "noble hábito de no hacer nada de nada" se ha perdido en una recreación social y organizada, que nos exige suficiencia en deportes y hobbies, allí donde solo deberíamos buscar la mera diversión.

Vivimos entonces en una perenne contradicción. De lunes a viernes nos esforzamos en tareas no siempre gratificantes para obtener el dinero que nos permitirá trabajar en aquello que realmente nos gusta. Mas esa afición, antes desprovista de metas, ha cambiado radicalmente bajo la influencia de un mercado que nos vende equipos y entrenamientos profesionales. El sábado y domingo nos ejercitamos en otra profesión, con un ojo puesto en el inicio de la semana laboral: la angustia.

¿Quiénes podría desatar la revolución de la semana propuesta por Schreckinger? Los artistas y los jóvenes empresarios de Sillicon Valley, señala el escritor residente en Boston. Podríamos añadir algunos trabajadores autónomos, que no necesitan cumplir con un horario sino con entregas y objetivos marcados por sus clientes.

Semanas de tres, ocho, 10 días y otras divisiones existieron antes de la generalización del siete.
Semanas de tres, ocho, 10 días y otras divisiones existieron antes de la generalización del siete.

Una historia de siete días

La semana de siete días como la conocemos hoy data del siglo IV d.C., cuando el emperador romano Constantino hizo oficial esta convención temporal. Pero el origen de esta separación de nuestras jornadas se remonta a la antigua Babilonia, donde se veneraba al número siete como sagrado. Se cree que los judíos adoptaron la costumbre durante su cautiverio en esa ciudad. Luego, en la Alejandría gobernada por los herederos de Alejandro Magno, las tradiciones egipcias, griegas y babilónicas se conjugaron para conformar la semana, que más tarde adoptarían los romanos. Cristianos y musulmanes se encargaron en los siglos siguientes de globalizar la costumbre.

El fin de semana entendido como descanso laboral emergió en Inglaterra en el siglo XIX. El incremento de la productividad, derivado de las revoluciones tecnológicas en la industria y la agricultura, permitió otorgar más tiempo de descanso y entretenimiento a los trabajadores. Las jornadas se extendían entonces hasta el mediodía del sábado. Más tarde, en el siglo XX, Henry Ford amplió el weekend a dos días completos, con el objetivo de ofrecer otro día de recreación y consumo a sus obreros.

Más allá de experimentos puntuales como las semanas de 10 días implantadas por la Revolución Francesa o los decretos de José Stalin para acelerar la industrialización en la década de 1930, el reinado de la antigua semana no ha sufrido amenazas serias. Como apunta Rybczynski, es una práctica popular que se ha impuesto sin la necesidad de una orden superior. “Es algo a la vez más simple y profundo: una medida de la ordinaria vida cotidiana”, resume el académico.

¿Qué pasaría si, por decreto, abolimos la semana? ¿Vagaríamos en un tiempo sin marcas? ¿O acaso ya la semana ha perdido su significado, sobre todo en economías donde se extinguen los empleos de 9 a 5, y de lunes a viernes? El tiempo dirá, como siempre, la última palabra.