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El juramento del Libertador

Juro delante de Usted, juro por el Dios de mis padres, juro por ellos, juro por mi honor y juro por mi Patria, que no daré descanso a mi brazo ni reposo a mi alma, hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español.


Es el 15 de agosto de 1805. El lugar es el Monte Sacro de Roma, una colina a unos cinco kilómetros al noreste del Capitolio que, en esa época, sigue siendo un sitio despoblado a extramuros de la ciudad. Quien hace el juramento —algo patético y grandilocuente para el gusto de hoy, pero acorde a una época sobrada de estos gestos donde estaba por inaugurarse el romanticismo— es un joven venezolano de 22 años, de posición acomodada, que responde al nombre de Simón Bolívar y que viaja por Europa para consolarse de la viudez. ¿Quién es el “Usted” delante de quien jura?

Aunque su primo Fernando del Toro acompaña a Bolívar en esta excursión al monte donde los arúspices romanos de la antigüedad buscaban augurios en las entrañas de las aves, el futuro caudillo de la independencia sudamericana se dirige al otro individuo, también presente, a quien profesa el mayor respeto y afecto. Se trata de Simón Rodríguez, que ha sido su maestro en Caracas y al que responsabilizan de haber infundido el ideal libertario en su joven pupilo.

A pesar del trato deferente de Bolívar, su maestro tiene sólo 33 años; de lo cual se infiere que cuando lo educaba en la Escuela de Lectura y Escritura para Niños, una década antes, era un hombre muy joven que, sin embargo, ya contaba con el aval de cuantiosas lecturas y a quien animaba un sano didactismo renovador. Su libro de cabecera era el Emilio de Jean Jacques Rousseau, un tratado con elementos de novela publicado en 1762, en el que el célebre escritor y pensador ginebrino imparte consejos sobre la educación de los niños con vistas a aprovechar la bondad natural del ser humano —pese a la corrupción social—para formar al ciudadano ideal. El libro de Rousseau se convirtió en el catecismo de la innovación pedagógica y, en consecuencia, resultó perseguido y mal visto por los defensores de la opresiva enseñanza tradicional. Bolívar solía decir que su maestro “enseñaba divirtiendo”; es decir, opuesto a la rigidez escolástica que, obviamente, él se propuso rechazar, tanto en la práctica como en su obra escrita.

Pero el ideario docente de Rodríguez, como es fácil imaginar, se complementaba con una posición política que abominaba el despotismo típico del sistema colonial y que, influido por las revoluciones norteamericana y francesa, no veía más salida para el cambio que la violencia armada. Eso lo lleva a participar, en 1797, en la primera conspiración venezolana contra el poder español, por cuenta de la cual (que termina en fracaso) tiene que huir al exilio en el que ha de pasar  más de 20 años, la mayor parte del tiempo en Europa (Francia, Italia, Alemania, Holanda, Prusia, Polonia, Rusia), bajo el nombre falso de Samuel Robinson. 


Estando en Francia se encuentra de nuevo con su antiguo alumno y están juntos durante un tiempo, en el que viajan a Italia, donde presencian la coronación de Napoleón en Milán como rey de ese país y de Roma.  No es temerario afirmar que Simón Rodríguez debe haber aprovechado la oportunidad para reemprender la educación de su discípulo, sobre todo su educación política, para inculcar en aquella alma joven, apasionada y entristecida por la reciente pérdida de la mujer que amaba, la necesidad de encontrarle un nuevo cauce a las fuerzas de su espíritu.

Visto así resulta sencillo proponer que el juramento que hace Bolívar en el Monte Sacro, y en el que se dirige en primer lugar a Simón Rodríguez, es su respuesta al adoctrinamiento que él otro debió haber ejercido en los meses que han pasado juntos, al tiempo que una suerte de discurso de graduación: el reconocimiento explícito de que la personal labor de apostolado de su mentor ha sido fecunda y de que él, Bolívar, ha encontrado su destino.

Simón Rodríguez, que sobrevivió al Libertador en más de 20 años, no volvió a Venezuela hasta después de la independencia. Creyó, es de pensar, que su participación no era necesaria. Allá, en América del Sur, sus ideas gozaban de notable vigencia, movidas por la voluntad y el brazo infatigables de aquel alumno suyo que, solemnemente, se había comprometido a ponerlas en práctica.