Biotecnología cubana y COVID-19: logros y carencias más allá de la propaganda

TODOS LOS JUEVES desde hace seis meses se ha repetido una escena en el Palacio de la Revolución, en La Habana. Algunos de los máximos dirigentes del país, encabezados por el presidente Miguel Díaz-Canel, se reúnen con científicos y expertos para discutir la situación sanitaria y los avances de la medicina cubana en el combate del COVID-19.

Los expertos exhiben gráficas, anuncian investigaciones o informan de un nuevo fármaco a prueba. Los dirigentes observan, se dirigen a los científicos y les comunican la necesidad de seguir trabajando.

Los medios oficiales que informan sobre el encuentro suelen describirlo en términos similares. Cada nuevo medicamento del que se habla ofrece resultados prometedores; cada investigación es un éxito.

“El resultado científico que hemos alcanzado ha dado al país una visibilidad y un prestigio tremendos”, dijo Díaz-Canel a finales de mayo durante una de sus reuniones de todos los jueves.

“El esfuerzo nacional contra la enfermedad no se ha autocomplacido con los resultados que ya son importantísimos, sino que se siguen abriendo líneas de investigación, se siguen consolidando aportes y resultados”, dijo el mandatario otro jueves de junio.

Desde que la pandemia llegó a Cuba, las autoridades y medios oficiales del país han exaltado de manera constante los logros de la biotecnología cubana para frenar el COVID-19. La han presentado como el resultado del liderazgo de Fidel Castro y altos funcionarios han insistido en que están dispuestos a exportar sus productos a los países que lo deseen.

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A mediados de marzo, solo dos días después de que se detectara el primer caso de coronavirus en la nación, la empresa estatal Biocubafarma anunció que ya contaba con los productos necesarios para combatir la enfermedad, algunos de ellos “ya probados con alta eficacia”.

Desde entonces, las noticias que aluden a novedosos tratamientos han sido una constante en los medios oficiales. El Prevengho-vir, la Biomodulina T, las diferentes clases de interferones, Jusvinza, el Itolizumab o la ozonoterapia rectal se han presentado a la población como muestra del avance biotecnológico de Cuba, no solo como uno de los países con más médicos del mundo, sino como una potencia farmacéutica.

Pese a que hasta el momento no se ha aceptado de manera indiscutible la eficacia de producto alguno contra el nuevo coronavirus, en un artículo publicado por la Academia de Ciencias Díaz-Canel afirmó que “los productos biotecnológicos cubanos evitaron considerablemente la muerte de pacientes críticos y graves” y que durante la pandemia el país ha generado “centenares de innovaciones, incluidas algunas que clasifican como radicales”.

En los últimos meses Díaz-Canel, de hecho, ha repetido la afirmación (falsa, como se ha reportado) de que mientras que en el resto del mundo muere el 80 por ciento de los pacientes graves o críticos de COVID-19, en Cuba ocurre lo contrario, es el 80 por ciento el que se salva.

La idea de que Cuba ha logrado resultados sobresalientes en el desarrollo de tratamientos médicos contra la pandemia por el momento no cuenta con un respaldo científico sólido.

En la misma publicación de la Academia de la Ciencia, Díaz-Canel aseguró que, hasta el 1 de julio, los científicos cubanos habían desarrollado 460 investigaciones sobre el nuevo coronavirus.

Pero tras la grandilocuencia de los discursos oficiales se esconde una realidad mucho más modesta, como muestra la información extraída del Registro Público Cubano de Ensayos Clínicos (RPCEC) y artículos de científicos cubanos analizados para este reportaje.

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A pesar de que cada tratamiento cubano contra el COVID-19 se ha presentado inmediatamente como un éxito, los tiempos de la política y la ciencia no suelen ir a la par.

A diferencia de otros países de la región, Cuba sí cuenta con capacidad para fabricar los principales medicamentos que utiliza en su sistema de salud. Además, desde la década de 1980, ha desarrollado una industria dedicada a la producción de vacunas y otros fármacos biológicos: medicamentos desarrollados a partir de tejidos o fluidos de organismos vivos.

Esto ha permitido a la ciencia cubana tener logros durante la pandemia. Cuba ha sido el único país de Latinoamérica en desarrollar un candidato vacunal contra el COVID-19 y uno de los pocos países fuera de Europa, Estados Unidos o China, en hacerlo.

Además, según información oficial, de los 15 medicamentos en el protocolo cubano para atender a los pacientes de COVID-19, solo tres son importados. El resto se fabrican en Cuba o bien fueron totalmente concebidos en el país.

Pero hasta el momento no hay evidencia de que los científicos cubanos hayan desarrollado nuevos tratamientos exitosos contra el coronavirus sars-cov-2 o que la ciencia cubana esté salvando de la muerte a un porcentaje inusual de pacientes graves, como algunos funcionarios lo han insinuado.

Al analizar el RPCEC, donde se recopila toda la información sobre las pruebas para evaluar fármacos o terapias que se realizan en Cuba, el panorama de la ciencia cubana que emerge es uno menos triunfalista que el descrito por Díaz-Canel o la propaganda oficial.

El RPCEC registraba hasta finales de septiembre 22 ensayos relacionados con la pandemia. De ellos, nueve tendrían que haber producido algún tipo de artículo científico para esa fecha, según la información del registro. Sin embargo, al momento de esta publicación, solo se hallaron artículos académicos relacionados con cuatro tratamientos cubanos contra el coronavirus.

Además, los estudios sobre los que sí se realizaron publicaciones tienen algunas carencias que dificultan ser utilizados para sostener afirmaciones como las de Díaz-Canel de que Cuba está salvando pacientes que en otros países morirían.

Los cuatro productos sobre los que hay publicaciones, o bien fueron probados en un número muy reducido de personas o se probaron en grupos de pacientes de los que se habían excluido a quienes tenían mayor probabilidad de empeorar por su edad o por tener otras enfermedades, según muestran los artículos científicos.

VERSIONES DEL ÉXITO

Los cubanos han padecido momentos difíciles durante la pandemia por la escasez de productos básicos, las largas colas, la dolarización parcial de la economía y el endurecimiento de las medidas contra cuentapropistas o ciudadanos que expresan su opinión en redes sociales.

Quien no parece haber sufrido en la misma medida es el sistema de salud del país. Las unidades de cuidados intensivos de los hospitales no se han saturado tanto como en otros países de la región e incluso las exportaciones de servicios médicos han continuado.

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Si los datos oficiales son correctos, algo que no es posible verificar por la opacidad oficial, Cuba es el país del continente con menos muertes y casos confirmados de COVID-19 por millón de habitantes, si se exceptúan algunas pequeñas naciones caribeñas.

Lo que no está tan claro es que este éxito se deba a los fármacos desarrollados por la medicina cubana.

Los datos registrados por Cuba son extraordinarios por el escaso número de contagios que se ha producido en la nación, según las cifras oficiales. Pero sus estadísticas sobre letalidad (la cantidad de contagiados que muere por la enfermedad), si bien son bajas, son similares a las de países vecinos.

Hasta finales de septiembre, de cada 100 cubanos que dieron positivo habían fallecido 22. República Dominicana tenía en ese momento un desempeño algo mejor: 1,8; Haití una cifra algo peor: 2,6. Paraguay, Uruguay, Costa Rica o Panamá tenían una letalidad casi idéntica a Cuba en ese momento.

En un reciente artículo, el biólogo cubano Amílcar Pérez-Riverol expuso que la base del buen desempeño de Cuba contra la pandemia ha consistido en su puesta en marcha de “intervenciones no farmacéuticas y otras herramientas epidemiológicas”.

Pérez-Riverol subrayó que las virtudes principales de la estrategia cubana han sido su rápida aplicación de medidas de supresión (para restringir la movilidad de los ciudadanos), el pesquisaje masivo de personas con síntomas respiratorios, el seguimiento de los contactos de los casos positivos y su programa de tests.

Aunque por el momento no existen investigaciones científicas que analicen cuáles son las medidas que realmente explican por qué en Cuba se han contagiado tan pocas personas, algunos expertos han atribuido el éxito a la estrategia de búsqueda activa de casos o la fortaleza del sistema de atención primaria sanitaria.

Las autoridades del país han elogiado estos logros. Pero han ido más allá al presentar estas buenas cifras como el resultado de la excelencia de la industria biotecnológica cubana.

LOS ENSAYOS

Desde marzo, según información oficial del RPCEC, se han aprobado 22 ensayos para probar tratamientos contra la pandemia, de los que 15 habían finalizado a finales de septiembre.

Cuba ha probado cuatro tipos de productos: antivirales para reducir la posibilidad de que los pacientes empeoren (como los interferones); medicamentos específicos para evitar que los casos más graves mueran (como Jusvinza e Itolizumab), productos que mejoran la inmunidad de los grupos de riesgo (como la Biomodulina T) y vacunas (Soberana).

Todos estos productos tienen en común que han sido promocionados de manera constante por autoridades y medios oficiales que exageran sus virtudes.

Los interferones fueron presentados como uno de los grandes aportes de Cuba al mundo desde el comienzo de la pandemia. “Confirman efectividad de interferón cubano contra la COVID-19” era uno de los títulos publicados por el diario Granma en abril.

La Biomodulina T fue presentada por el mismo periódico como el fármaco gracias al cual se contuvo un brote de COVID-19 en un hogar de ancianos de Santa Clara a comienzos de abril.

Las bondades de Itoluzimab y Jusvinza fueron promocionadas por el propio Díaz-Canel. De Jusvinza, las autoridades sanitarias anunciaron que lograba salvar al 92 por ciento de los graves y casi el 80 por ciento de los críticos.

Estos tratamientos y otros que también fueron probados por la ciencia cubana durante la pandemia, tienen otros puntos en común y no son tan positivos como el gobierno anuncia.

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En unos casos, los estudios sobre estos medicamentos no han producido publicación alguna, algo esencial en el mundo científico. “En el contexto actual, ciencia que no se publica no existe”, dijo en una entrevista para este reportaje Javier González Argote, médico cubano doctorando en química biológica en la Universidad de Buenos Aires.

En esa situación se encuentra la Biomodulina T. A pesar de haber sido la protagonista de dos ensayos que a finales de septiembre ya deberían haber producido alguna publicación —según información del RPCEC—, no se halló evidencia de que los resultados hayan sido difundidos.

Sobre otros inmunoestimulantes como el CIGB 2020 o una combinación de productos llamada “Inmnuno Corona” tampoco se halló publicación alguna. El CIGB 2020 fue presentado en el espacio televisivo Mesa Redonda como una vacuna cubana contra la COVID-19 en abril, pero desde entonces no se le ha dado más relevancia.

Los ensayos de otros productos, dos interferones, Jusvinza e Itolizumab, sí produjeron artículos científicos.

Sin embargo, hasta el momento, ninguno de ellos ha sido sometido a la revisión de pares. Este es un proceso que consiste en que otros expertos examinen a fondo el artículo en busca de errores o sesgos. Esto sirve para garantizar que los autores de la investigación hayan seguido un método estrictamente científico.

La idea de que Cuba ha logrado resultados sobresalientes con los tratamientos médicos contra la pandemia no cuenta con respaldo científico sólido. Ilustración: Bals Mena

Es común que las revistas más prestigiosas sometan los artículos que publican a este control, que puede durar meses, por lo que es posible que algunos de los ensayos cubanos estén a la espera de terminar la revisión de pares.

“La publicación en revistas con revisión por pares permite legitimar los resultados de investigación y sirve de base para otras investigaciones”, expuso el médico González Argote.

Pero el problema principal de los artículos científicos cubanos publicados durante la pandemia no es que carezcan de revisión de pares, sino lo que muestran de los ensayos clínicos realizados.

SESGOS Y GRUPOS CONTROL

En unos casos, los fármacos se probaron en grupos de pacientes muy reducidos. Itolizumab, uno de los medicamentos empleados en pacientes graves o críticos, se probó en un grupo de solo 19 pacientes del hogar de ancianos de Santa Clara.

A pesar de que este anticuerpo se ha anunciado como tratamiento en pacientes graves de COVID-19, en realidad, solo se administró a ancianos que estaban “moderadamente enfermos”, según el artículo que se publicó al respecto. Necesitaban oxígeno y tenían algo de fiebre, pero no estaban intubados o en cuidados intensivos.

En este evento de transmisión hubo 47 casos positivos y entre tres y seis fallecidos, según diferentes versiones, por lo que no está claro por qué se seleccionó solo a 19 ancianos para hacer el ensayo del Itolizumab o por qué el resto —si es que recibió el tratamiento— no fue incluido en la publicación.

Jusvinza, el otro producto para pacientes graves o críticos, sí fue probado en personas que en su mayoría estaban intubadas. Pero el ensayo fue aún más reducido: se limitó a 16 pacientes (hay otro estudio en marcha de este producto con 60 participantes, pero aún no se habían publicado resultados al momento de esta publicación).

De los 16, dos fallecieron, pero según los autores del artículo que se publicó sobre este ensayo, estos murieron por una infección no identificada que adquirieron en el hospital, no por COVID-19. Esto les permitió afirmar que “todos los pacientes críticos (que eran 11) se recuperaron del distrés respiratorio”.

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En otros casos, los tratamientos se probaron en un número de enfermos mucho mayor. Sin embargo, en algunos de estos ensayos se utilizaron grupos control con pacientes diferentes a los que sí recibieron el tratamiento, lo que dificulta que se puedan sacar conclusiones de los resultados.

El grupo control es un concepto clave en los ensayos científicos. Consiste en un grupo de pacientes que no reciben el mismo tratamiento que se está probando. O bien se les proporciona un placebo u otra terapia. Al comparar los resultados del grupo control con los del grupo que sí recibió el fármaco que se está testeando, se pueden sacar conclusiones sobre su efectividad.

Si un tratamiento se prueba en un grupo de pacientes y todos se curan, ¿cómo saber que fue el producto sometido a prueba el que los curó? ¿Cómo descartar que se hubiesen curado de todas maneras?

Para eso sirve el grupo control: permite establecer comparaciones. “Sin el grupo control no podemos evaluar la efectividad real del tratamiento”, explicó González Argote.

Si no hay grupo control (lo que se llama un ensayo no controlado) o si este no fue seleccionado para que se parezca lo más posible al grupo que sí recibió el tratamiento, esto no quiere decir que el ensayo sea inválido o carezca de sentido.

Puede resultar muy útil, por ejemplo, para observar efectos secundarios, como expuso González Argote. Además, en ocasiones, no hay otra opción.

Pero las carencias relacionadas con el grupo control, por justificadas que estén, sí afectan las conclusiones derivadas de los resultados. “Es importante destacar que tales estudios (los no controlados) no pueden ser tomados como evidencia de que el tratamiento funcione”, dijo González Argote.

En el ensayo realizado de un medicamento antiviral llamado Heberon (nombre comercial del interferón alfa 2b) se evidenciaron problemas relacionados con la selección de los pacientes del grupo control.

Este estudio ha sido uno de los más grandes realizados en Cuba. Según el último artículo publicado sobre el Heberon, hasta el 17 de julio fue probado en 2.165 pacientes, una gran mayoría de los cubanos que habían dado positivos al COVID-19 hasta ese momento.

Los investigadores cubanos concluyeron que un individuo positivo al COVID-19 tratado con este antiviral tuvo 57 veces más posibilidades de recuperarse que uno que no recibió el tratamiento.

¿Pero quién integró el grupo control? En él, los científicos cubanos integraron a un total de 130 pacientes. En él no solo estaban quienes no aceptaron recibir el Heberon o los que podían presentar contraindicaciones, sino todos aquellos pacientes con mayor probabilidad de llegar a estar graves, como expusieron los científicos en el artículo.

Por eso, el grupo que sí recibió el tratamiento era totalmente diferente al que no lo recibió. Quienes tomaron el Heberon eran más jóvenes (44 años de media), tenían menos enfermedades de base como diabetes, asma o padecimientos del corazón (un 11 por ciento sí tenía) y presentaban una infección por COVID-19 más asintomática (56 por ciento de ellos lo eran).

En cambio, en el grupo control la edad media era de 68 años, casi el 80 por ciento de los pacientes tenía algún padecimiento como diabetes, asma o problemas del corazón y solo un 18 por ciento era asintomático.

Estas diferencias condujeron a resultados opuestos. En el grupo que recibió el Heberon murió menos del 1 por ciento. En el grupo control falleció la mitad.

¿Cómo comparar grupos de pacientes tan distintos? ¿Cómo sacar conclusiones de un grupo del que previamente se excluyó a los que tenían más probabilidades de enfermar gravemente o morir?

Los investigadores reconocieron este problema. En el último párrafo del artículo admitieron que “el análisis de datos en este estudio se vio limitado porque el estudio incluye grupos demográficos desbalanceados”.

Para la investigadora cubana Susana Delgado Ocaña, estudiante de doctorado en ciencias biológicas de la Universidad Nacional de Rosario, en Argentina, las circunstancias actuales, bajo las que se realizó este estudio, son entendibles y aceptables.

Pero la científica aclaró que investigaciones como esta no sirven para validar la eficacia de un fármaco. “Los estudios (de este tipo) pueden reportar mejoras no necesariamente atribuidas al tratamiento. De forma general, este tipo de ensayos tienden a mostrar mayores efectos del tratamiento, en ocasiones ‘falsamente positivos’”, puntualizó Delgado Ocaña en una entrevista para este reportaje.

En un reciente artículo, el bioquímico cubano residente en Estados Unidos Jorge Antonio Benítez sostuvo que, si bien la biotecnología de su país natal ha tenido grandes logros, sus resultados se ven afectados por la politización, una cultura de secretismo y la falta de regulaciones contra los conflictos de interés.

Para Benítez, uno de los problemas principales de la investigación cubana es su énfasis en el desarrollo de productos que pueden generar beneficios económicos en el corto plazo, antes que la realización de investigaciones que sienten bases teóricas sólidas. “La falta de una investigación básica apoyada por publicaciones de alta calidad ha sido quizás una desventaja mayor”, escribió el científico.

Según el Nature Index, que evalúa a los países por la calidad de sus publicaciones científicas, en la actualidad Cuba está por detrás de países como Panamá o Costa Rica.

EL HERBERFERON

El caso de otro de los interferones probados por Cuba, el HeberFeron (la combinación de interferón alfa y gamma) es diferente. En este ensayo sí se utilizó un grupo control similar al que recibió el tratamiento. Pero se decidió no incluir en la investigación a los pacientes con más probabilidad de empeorar.

De este ensayo, en el que participaron finalmente 66 personas, se excluyó a todos los pacientes con enfermedades crónicas: hipertensión, enfermedades del corazón, diabetes o trastornos inmunes (algunas de las principales comorbilidades que agravan los casos de COVID-19).

También se descartó a quienes experimentaron una mayor persistencia del virus en su cuerpo: quienes después de recibir un tratamiento seguían dando positivo a un test PCR, a pesar de que medir el tiempo necesario para dar negativo era precisamente uno de los objetivos del estudio.

Tras eliminar a estos pacientes quedó un grupo homogéneo que se dividió en dos. Unos recibieron el HeberFeron y el grupo control otro interferón.

Nadie falleció. Pero, paradójicamente, mientras que en el grupo control solo un paciente evolucionó a enfermedad respiratoria más grave, en el grupo que tomó el HeberFeron fueron dos.

A pesar de ello, el ensayo fue considerado exitoso porque quienes tomaron el tratamiento durante cuatro días “negativizaron” el virus antes que el grupo control; es decir, tardaron menos en dar negativo a una prueba PCR.

Ambos ensayos, este y el de Heberon, evidencian que los interferones cubanos no se han probado en los pacientes de COVID-19 que en principio tenían mayor probabilidad de empeorar.

Como han coincidido investigadores de varios países, estos antivirales tienen potencial terapéutico y se han utilizado para combatir infecciones. Pero, hasta el momento, los ensayos cubanos ponen de relieve que, si son efectivos, no es necesariamente en los casos más difíciles.

EL GOLD STANDARD

La existencia de un grupo control es uno de los estándares principales de la ciencia bien hecha, pero no el único. Hay otros dos aspectos que suelen considerarse importantes en un ensayo clínico: la aleatorización y el enmascaramiento.

Lo primero consiste en garantizar que no haya sesgos en la elección de los participantes y en cómo estos se distribuyen entre el grupo control y el que recibe el tratamiento.

El enmascaramiento busca evitar los sesgos que pueden producirse si los participantes en el ensayo (científicos, pacientes o quienes analizan los resultados) saben quién recibe el tratamiento y quién no.

Por eso, el estándar ideal de la ciencia son los ensayos aleatorizados, controlados y con alguna técnica de enmascaramiento.

De los 22 ensayos sobre el COVID-19 que se registraron en Cuba según el RPCEC hasta finales de septiembre, solo hay uno que cumple estos tres requisitos: el de Soberana, el candidato vacunal cubano contra el COVID-19.

Como si fueran conscientes de que muchos ojos en todo el mundo se dirigirán a este asunto, para probar su vacuna, los científicos cubanos han diseñado un ensayo que les permitirá tener los resultados más relevantes posibles.

Se trata de un estudio de fases I y II, que probará si la vacuna logra generar inmunidad al COVID-19 en un grupo de 676 voluntarios y si no es peligrosa.

Si todo va bien, después, sería necesario hacer un nuevo ensayo, el de la fase III, que consistiría en aplicar la vacuna de manera masiva y esperar que esas personas se expongan al virus. Este es un proceso que se demoraría meses, si bien, durante la pandemia, algunos países como China o Rusia han autorizado vacunas antes de completarlo.

Sin embargo, esto no significa que Soberana vaya a ser la única apuesta cubana. Científicos del Instituto Finlay ya informaron que cuentan con una variante de Soberana lista para ser probada.

La existencia de varios candidatos pone de relieve las dificultades que implica desarrollar una vacuna. Sin embargo, esto no ha limitado las expectativas que los dirigentes del país están transmitiendo a la población.

Cuando el mandatario Díaz-Canel visitó el Instituto Finlay a comienzos de octubre para preguntar sobre el avance del ensayo de Soberana, el director de la institución, Vicente Vérez, le informó que su plan era comenzar a inmunizar “a toda nuestra población” en el primer semestre del próximo año. Como siempre, todo era un éxito. N

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Con investigación, redacción y edición de IWPR.