¿Es Ben Carson un impostor?

Hay muchos motivos para preguntarse si Ben Carson está cualificado para optar a la presidencia de los Estados Unidos. En el debate del pasado martes, a pesar de que en años anteriores había sostenido justo lo contrario, es decir, reducir los intereses hipotecarios, el precandidato Carson afirmó sin inmutarse que muchos norteamericanos de todos los orígenes compraron sus casas antes de que la ley de impuestos sobre la renta fuese promulgada en 1913 (en realidad no es cierto). Su confusión parecía agravarse mientras hablaba de los rescates a los bancos y de cómo evitarlos. Estoy convencido de que mi médico de cabecera está mejor preparado para gobernar un país.

Los aspectos sobre la vida personal de Ben Carson que han visto la luz esta semana son una cuestión de integridad. Si inventa historias para crear un personaje que no es real, ¿cómo se puede confiar en su liderazgo? (Foto: Steve Helber/AP).

¿Debemos realmente poner en duda la integridad de Ben Carson a la vista de algunos de los cuestionamientos sobre su historia personal que han salido a la luz en las últimas semanas?

Yo en este punto tengo algunos recelos. Si uno examina de cerca la historia personal de Carson, pueden identificarse paralelismos con lo que le ocurrió a un preparado candidato del Partido Demócrata hace 30 años. Y a mí, su caso me plantea las mismas reservas.

Por si no estabas al tanto, Carson ha sido criticado durante la última semana por algunas de las anécdotas más sorprendentes de su autobiografía, titulada “Gifted Hands” (“Manos milagrosas”), también adaptada en una película para televisión. Parece que realmente no intentó apuñalar a un amigo de la infancia ni golpear con un martillo a su madre, así como tampoco fue invitado por el General William Westmoreland a alistarse en el West Point, la conocida academia militar estadounidense.

Dejando de lado el hecho de que el matricidio está bastante mal visto en la sociedad norteamericana, el asunto se plantea como una cuestión de integridad. Siguiendo al moderador de Fox Business Neil Cavuto, si Carson inventa historias para crearse un personaje que no es real, ¿se puede confiar en su liderazgo al frente del país?

Tras el debate del pasado martes, Carson volvió a intentar sacar hierro al asunto y juró que no iba a responder más preguntas sobre críticas a su pasado. “Voy a optar por no hablar de eso”, reveló a mi colega de Yahoo Hunter Walker, “porque podría empezar ahora y seguir aún pasadas las elecciones, pero no voy a hacer pasar a la gente por eso”.

¿No hay cierta dosis de hipocresía? Tal y como ya he escrito antes, toda la campaña de Carson –algo raro en la política norteamericana– es producto de su relato personal. Si no fuese por su historia personal de superación y ascenso social –partiendo de la más absoluta pobreza y alienación, hasta llegar a ser un neurocirujano famoso en el mundo entero, que incluso logró separar a dos gemelos siameses–, seguramente no se hubiese mantenido en su posición de candidato con opciones.

Si se dice que no son más que historias, entonces creo que tenemos derecho a examinarlas al detalle, como se ha hecho con las alocadas historias veraniegas de Jeb Bush en Kennebunkport.

Aunque eso no es garantía de que vayamos a descubrir lo que queremos o esperamos durante el proceso.

El papel que juegan las biografías en las campañas políticas es más que innegable, por supuesto. Lo que ha cambiado es que ahora se dedica mucho más tiempo y esfuerzos por corroborar cada anécdota de las historias personales. Ciertamente nadie fue a Kentucky en busca de la cabaña de madera donde supuestamente nació Abraham Lincoln.

Como tantas otras cosas en el mundo de la política moderna, todo cambió con el escándalo del Watergate, cuando la moral y el comportamiento de los políticos pasaron a estar en el punto de mira de la opinión pública. Tras la caída de Nixon, el periodismo político se convirtió más que nunca en un ejercicio psicoanalítico y de detección de mentiras. Cuanto menos conocido se es, más profundo es el análisis.

El primer antecedente real de este tipo de investigaciones biográficas quizás fuese en 1984, cuando un senador poco conocido llamado Gary Hart derrotó al por entonces vicepresidente Walter Mondale, en las primarias del Partido Demócrata en New Hampshire. Tal y como he descrito en mi libro “Hart and political journalism”, la nueva generación de periodistas post Watergate comenzaron a indagar rápidamente sobre la historia familiar de Hart y sobre el lugar donde creció en Kansas, y lo que averiguaron les perturbó considerablemente.

Resulta que Hart no siempre se había llamado Hart. La familia entera cambió su antiguo apellido Hartpence. Misteriosamente, Hart también cambió su firma a partir de cierto momento, por lo que las cartas que escribió en los años 60 parecían distintas a las de los años 80. ¡Mmm!

“Tras la caída de Nixon, el periodismo político se convirtió más que nunca en un ejercicio psicoanalítico y de detección de mentiras”.

Además, la biografía de Hart en el Senado decía que había nacido en 1973, a pesar de que su certificado de nacimiento era de 1936. Existen varias teorías sobre esto.

De entre todas estas historias interminables acerca de la identidad de Hart que lo llevaron a su caída política tres años más tarde, hay algunas inconsistencias que muchos periodistas han detectado también en la figura de Carson. Concretamente, Hart resultó no ser quién decía que era; se había vendido como una especie de Jay Gatsby moderno, un personaje alimentado por el mito y la ambición. Y en un hombre así, ya se sabe, no se puede confiar.

En el caso de Carson, igual que en el de Hart, hay elementos que no permiten llegar a esa conclusión taxativa. Por un lado, se ignora una realidad inherente a Norteamérica: la mayoría de nosotros nos reinventamos a medida que avanzamos en la vida. Esta es nuestra naturaleza, la de una tierra habitada por gente huida de todas partes y traída encadenada desde África. Gente que adoptaba un nuevo nombre para sobrevivir.

Como alguien que escapa de su pasado sin que eso le importe a nadie, los estadounidenses –y sobre todo los exitosos– crean y recrean sus historias e identidades continuamente. Somos un pueblo en constante evolución, y apuesto a que la mayoría no disfruta viendo como sus personajes, los relatos sobre sus años universitarios, o sus firmas, son sometidos a un escrutinio minucioso.

No obstante, este escrutinio no da lugar a una distinción importante en lo que se refiere a evaluar la integridad de las personas. Los políticos, por un lado, crean historias que después te cuentan, pero por otro, se repiten algo distinto a sí mismos todos los días. Tal y como dijo el famoso historiador Robert Dallek: “Por lo que yo sé, esta gente sale a la palestra y crea mitos heroicos sobre sí mismos. Es algo innato a su grandeza”.

Parece evidente que, al menos hasta la semana pasada, Carson había creído siempre que intentó matar a su amigo y que rechazó alistarse al West Point para convertirse en médico. Aunque esto no le convierte en un impostor. Más bien le convierte en alguien que intenta buscar sentido a algunos momentos cruciales de su infancia, aunque su memoria decidió darle un poco más de emoción a la historia.

Y este tipo de hitos, ya sean reales o inventados, influyen cuando valoramos a los candidatos, a menos que lo intentemos filtrar todo a través de una óptica superficial de verdadero-falso. Leí el libro de Carson en un día y creo que realmente no nos aporta muchas certezas sobre su fiabilidad. Aunque si se lee con ánimo crédulo, puede desvelar algunas claves acerca de cómo Ben ve su propia carrera.

En el libro explica qué impulsó a un hombre a seguir su destino como cargo público electo –y que no sabe muy bien cómo se gobierna– hasta llegar un día a optar a la presidencia.

Esta lección de sabiduría la aprendí de mi amigo Richard Ben Cramer, quien escribió el excelente libroWhat It Takes” sobre la campaña de 1988. Creo que si estuviese todavía entre nosotros, él hubiese opinado lo mismo sobre este asunto de Carson.

La percepción que los políticos a menudo tienen de sí mismos puede resultar mucho más esclarecedora que la mismísima verdad.

Matt Bai
Columnista de política nacional