La batalla diaria de las mujeres de las fuerzas de seguridad afganas

Hosna Jalil, a la derecha, viceministra del Interior, trabaja con su secretaria, la capitana Rahima Ataee, en su oficina en Kabul, Afganistán, el 16 de junio de 2020. (Kiana Hayeri/The New York Times)
Hosna Jalil, a la derecha, viceministra del Interior, trabaja con su secretaria, la capitana Rahima Ataee, en su oficina en Kabul, Afganistán, el 16 de junio de 2020. (Kiana Hayeri/The New York Times)
Hosna Jalil, viceministra del Interior, viaja para asistir a una reunión con los comandantes de las fuerzas especiales con el fin de hablar de un programa de capacitación, en Kabul, Afganistán, el 20 de junio de 2020. (Kiana Hayeri/The New York Times)
Hosna Jalil, viceministra del Interior, viaja para asistir a una reunión con los comandantes de las fuerzas especiales con el fin de hablar de un programa de capacitación, en Kabul, Afganistán, el 20 de junio de 2020. (Kiana Hayeri/The New York Times)

KHOST, Afganistán — Motivada, preparada y recién graduada de la academia de policía de Turquía, la segunda teniente Zala Zazai tenía aptitudes estelares para el trabajo que aceptó en el este de Afganistán en junio. Todo eso importó poco cuando empezó.

En las redes sociales la llamaron prostituta y los hombres escribieron que su sola presencia en la fuerza corrompería a la provincia de Khost, donde fue asignada. Sus colegas de la jefatura de policía —donde era la única mujer oficial en un grupo de casi 500— trataron de intimidarla para que usara un pañuelo conservador en la cabeza y ropa tradicional en vez de su uniforme, y para que se escondiera en los rincones traseros de la oficina, lejos del público, comentó. Los tenderos llegaban a las puertas de la estación sin otro asunto más que echar un vistazo a esta novedad.

Luego de su primer día de trabajo, Zazai, de 21 años, volvió a casa sintiéndose enferma y asustada. Estaba tan insegura que le pidió a su madre, Spesalai, que la había acompañado desde Kabul, que se quedara con ella en un refugio en el interior del cuartel general de la policía. Por la noche, las dos cerraron la puerta con llave. Durante el día, Zala Zazai se apresuró a acelerar los trámites para conseguir un arma de fuego.

“Quiero tener algo con que defenderme”, dijo.

Ayudar a las mujeres afganas, que fueron relegadas a sus hogares por los talibanes durante su gobierno en la década de 1990, se convirtió en una consigna a favor de la intervención occidental en Afganistán después de la invasión estadounidense en 2001. Dos décadas más tarde, el surgimiento de una generación de mujeres afganas profesionales y con estudios es una señal innegable del cambio.

Ahora, con la posibilidad de que se inicien las conversaciones sobre el reparto del poder entre los talibanes y el gobierno afgano, a muchas mujeres les preocupa que estén en peligro los avances que han conseguido. Lo que contribuye a su preocupación es la fragilidad de los logros alcanzados después de dos décadas, ya que cada paso cotidiano sigue siendo una batalla diaria.

Incluso después de haber invertido más de 1000 millones de dólares en proyectos de empoderamiento de la mujer, la realidad cotidiana de las mujeres que tratan de desempeñar funciones públicas —en especial con el gobierno y las fuerzas de seguridad— sigue siendo sombría. Las mujeres aún están casi completamente ausentes de las reuniones de alto nivel en las que se toman decisiones de guerra, paz y política. El desempeño de las mujeres en los empleos rutinarios conlleva un torrente diario de acosos, insultos y abusos.

Entre las fuerzas policiales, que han sido el objetivo de los esfuerzos de diversificación durante años, las mujeres solo conforman el 2,8 por ciento de los empleados, y ese es el nivel más alto que se ha registrado en dieciocho años. Los funcionarios han reconocido que la mayoría de esas 3800 mujeres tienen funciones ocultas con poco contacto con el público. Solo 5 del total de casi 200 puestos de liderazgo militar y civil en el Ministerio del Interior son ocupados por mujeres.

Durante gran parte de las últimas dos décadas, la tarea de incluir a las mujeres en las fuerzas policiales a menudo recaía en excaudillos y excomandantes cuyas creencias sobre las mujeres diferían muy poco de las de los talibanes, si acaso.

El presidente Ashraf Ghani aumentó el número de embajadoras, designó a gobernadoras adjuntas y ministras y envió a mujeres representantes a los ministerios de Defensa y del Interior. Sin embargo, la sociedad afgana sigue siendo profundamente patriarcal y las pocas mujeres que han llegado a esos puestos se enfrentan a muchas dificultades.

En general, la estrategia para incluir a más mujeres en puestos de menor rango ha consistido en gastar dinero y cumplir con cuotas modestas. En los últimos seis años, el gobierno afgano y sus aliados occidentales han invertido más de 100 millones de dólares en la construcción de infraestructura para apoyar a las mujeres afganas en las fuerzas de seguridad. En la provincia de Nangarhar gastaron 6 millones de dólares en un centro de capacitación para mujeres policías que, tres años después de su creación, no ha sido utilizado.

Tras repetidos fracasos, las iniciativas de reclutamiento se redujeron básicamente a sobornar a las mujeres para que se unieran a las fuerzas y permanecieran en sus cargos. Los incentivos para que una mujer se incorpore a la policía incluyen ocho prestaciones más que sus contrapartes masculinas, según Hosna Jalil, la viceministra del Interior. En varias ocasiones, se permitió a las mujeres en edad de jubilación falsificar sus identificaciones y reducir su edad para permanecer en las fuerzas, aseguró.

Sin embargo, nunca se ha cumplido el objetivo de un cinco por ciento de presencia de mujeres en las fuerzas policiales.

“En todas las provincias a las que he ido, lo primero que digo es que son una fuerza que solo trabaja para los hombres, no para las mujeres ni los niños, los dos grupos más vulnerables que quedan rezagados”, comentó Jalil.

No es porque falten mujeres capacitadas y dispuestas. Es porque unirse a la policía implica soportar el abuso y la degradación.

A lo largo de los años, el acoso sexual había sido desenfrenado en las fuerzas de seguridad, con informes que señalaban que las esposas de los funcionarios muertos durante el cumplimiento de su deber eran acosadas cuando llegaban a cobrar las prestaciones por defunción. La percepción de que las mujeres policías eran acosadas con frecuencia implicaba que las mujeres víctimas de violencia doméstica y otros delitos no se atrevían a visitar las estaciones de policía.

“Si tan solo pudiéramos garantizarles a los padres que la dignidad de sus hijas está mejor protegida en las filas de la policía porque tienen autoridad y profesionalismo ahí”, dijo Jalil. “No hemos podido fomentar esa mentalidad”.

Antes de que Jalil comenzara su trabajo como viceministra de Estrategia y Política —contratada por Ghani para aportar una visión renovada en una institución considerada como corrupta y disfuncional— tuvo que luchar para ser aceptada.

Los generales salieron de las reuniones cuando se enteraron de que ella estaba a cargo. Los subordinados a menudo le daban información errónea para perjudicarla.

“A menudo tengo que decir que no soy la directora del departamento de Género, soy la adjunta de política y estrategia del ministro del Interior. Trabajo para esta gran fuerza que es tanto masculina como femenina”, agregó Jalil. “Quizá tenga una perspectiva femenina, pero cualquier mujer que venga debe venir por su experiencia, no por ser mujer”.

Actualmente, a pesar de los frecuentes ataques sexistas en las redes sociales, Jalil dice que ha encontrado su lugar como parte de un equipo de liderazgo que está trabajando para reformar a la policía. Pasan muchas horas en una oficina silenciosa, ubicada en un sótano, donde analizan los diagramas de una estructura sobredimensionada que están reduciendo, y han eliminado etapas burocráticas innecesarias que creaban oportunidades para la corrupción. Uno de sus objetivos es que los funcionarios cumplan con las nuevas normas de rendición de cuentas y buscan implementar mejoras en la atención de las familias de decenas de miles de oficiales de policía que han fallecido durante las décadas de guerra.

Zazai, que ejerce en el cuartel general de la policía en Khost, creció en Kabul, la capital. Su madre, Speselai Zazai, ha sido la responsable de su hogar durante siete años, y, aunque sus familiares varones se opusieron, ella, su hermana mayor y su madre asistieron a clases universitarias en horario extraescolar, financiadas con sus propios empleos diurnos. Otra de sus hermanas es alumna de un programa de estudios islámicos.

Ella y su hermana mayor ahora son oficiales de policía. Pero solo estuvieron dispuestas a dar el primer paso cuando se presentó la oportunidad de capacitarse en Turquía, debido a la preocupación por el acoso y el abuso en las academias de capacitación locales.

Durante las dos primeras semanas, Zala Zazai pasaba los días en el trabajo y por la noche se marchaba a la casa de huéspedes del gobierno donde su madre la acompañaba. No se había enfrentado a ninguna amenaza física directa, dijo, pero estaba consciente de la realidad, y el hecho de no tener un arma se sumaba a su vulnerabilidad.

Quedó devastada cuando su madre tuvo que regresar a Kabul, pero Zala Zazai está tratando de lograr sus objetivos en Khost.

“Ojalá que Dios lo haga más fácil”, dijo. “Pero tengo que encontrar la fuerza, porque esta situación no puede seguir así. Las mujeres deben reclamar su lugar. Sé que, si paso un año aquí, eso marcará una diferencia”.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company