Una madre venezolana comparte su secreto para cambiar la vida de cientos de niños: la lectura compartida

Fatigada de lo dura que se había vuelto la vida cotidiana, Gabriela, una joven arquitecta venezolana, migró con su esposo y sus dos hijos a la cuna de sus abuelos: Colombia. Estando allá, lo que comenzó como una inquietud para ocupar su tiempo libre, se convirtió en un ambicioso plan para llevar la lectura a miles de niños.

Texto: Gerardo Guarache Ocque / Fotos: Fundación Carulla / Magictown vía La Vida de Nos

Gabriela emigró a Colombia donde tuvo la iniciativa que mejoró la vida de niños con problemas (Foto: <span class="s1">Fundación Carulla)</span>
Gabriela emigró a Colombia donde tuvo la iniciativa que mejoró la vida de niños con problemas (Foto: Fundación Carulla)

Gabriela aún recuerda a Zuleima, aquella recién nacida que llegó a Hogar Bambi, donde ella se dedicaba a buscar donaciones para sostener esa casa que entonces atendía a 100 niños en El Algodonal, al oeste de Caracas.

Era el año 2006. Gabriela, una arquitecta que no ejercía, pasaba todos los días, a mimar a Zuleima, a quien habían abandonado en Los Magallanes de Catia, un hospital al oeste caraqueño. Su madre era una adolescente, que junto con su hermana era víctima de abuso por parte del padrastro, quien terminó asesinando a su hermana y provocando la huida de una joven embarazada y traumatizada que optó por dejar a la criatura en el hospital.

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Gabriela se apegó a Zuleima. Los otros niños, reaccionaban eufóricos a la llegada de Federica, otra voluntaria que iba a visitarlos. Gabriela notaba que, cuando los visitaban, les mejoraba el semblante. En contraste, advertía que el Día del Niño o de Navidad no eran fechas felices porque llegara un anónimo cargamento de juguetes. Nada cambiaba si nadie iba a entregar los regalos.

A Zuleima la adoptaron al poco tiempo y Gabriela siguió trabajando en Hogar Bambi, pero no por mucho. Años después se hizo madre.

Un viaje en dirección contraria

A David, su hijo mayor, comenzó a leerle desde los 8 meses. Lo que comenzó como el deseo de replicar con sus hijos una sana costumbre que coloreó su infancia, se volvió una obsesión que la convirtió en clienta habitual de la librería Sopa de Letras, de Los Secaderos de La Trinidad, al este de Caracas. Compraba historias para sus hijos y también para ella.

<span class="s1">Uno de los kínder donde Gabriela realiza su actividad es en Soacha, una peligrosa barriada que recibe la mayor cantidad de desplazados por la violencia de Colombia (Foto:Fundación Carulla)</span>
Uno de los kínder donde Gabriela realiza su actividad es en Soacha, una peligrosa barriada que recibe la mayor cantidad de desplazados por la violencia de Colombia (Foto:Fundación Carulla)

Mientras crecía su biblioteca, la situación en Venezuela empeoraba. Ella, como muchos otros, se cansó: en 2014, junto a su esposo, se fue con David en brazos y Daniel de 32 semanas en el vientre, a la tierra de sus abuelos.

Su abuela Estela, de Boyacá, Colombia, se mudó a Venezuela en 1950, dos años después del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, suceso que marcó la historia de ese país. Llegó a una nación dominada por el dictador Marcos Pérez Jiménez. Pero la situación, sin embargo, era mejor.

Más de 60 años después, Gabriela se movía en dirección contraria.

Leyendo para todos

Un día, establecida en Bogotá, les preguntó a las maestras del kínder al que asistía David si podía leerles cuentos a los niños. Le dijeron que sí. Lo contó en el chat de Whatsapp de padres y se generó un movimiento: otros padres se convirtieron en entusiastas lectores en voz alta y coparon todas las jornadas.

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Su turno para leer llegaría cada tres meses, pero Gabriela necesitaba hacerlo siempre. Se nutría del ritual en el que ella, rodeada por sus pequeños espectadores, narraba y se metía en personajes de fábula.

El kínder de David se llama AeioTÚ. Es uno de 30 colegios de la Fundación Carulla, dedicada a la atención de la primera infancia en Colombia. Seis de ellos están en Bogotá, y uno funciona en Soacha, municipio aledaño a la ciudad y ubicado al sur.

<span class="s1">La Fundación Carulla, dedicada a la atención de la primera infancia en Colombia, tiene seis escuelas preescolares y seis de ellas están en Bogotá (Foto:Fundación Carulla)</span>
La Fundación Carulla, dedicada a la atención de la primera infancia en Colombia, tiene seis escuelas preescolares y seis de ellas están en Bogotá (Foto:Fundación Carulla)

Cuando Gabriela consultó si podía ir a otro kínder a leerles a los alumnos, le hablaron del que está ubicado en Soacha, una peligrosa barriada que recibe la mayor cantidad de desplazados por la violencia de un país que registra el índice de desplazamientos más alto del mundo.

Esto, en lugar de espantarla, la atrajo.

“No tengo cuentos de monstruos”

Gabriela quiso visitar el barrio en su propio vehículo, pero como le advirtieron que no lo hiciera, se trasladó, con sus cuentos, en un transporte de la fundación.

Y cuando llegó a la calle ciega donde está el jardín de infancia y una escuela de Fe y Alegría, Gabriela sintió que había llegado al lugar de la esperanza. Aunque la maestra, Magnolia, le dijo:

—A este salón solo le gustan los cuentos de monstruos.

—Pues no tengo cuentos de monstruos. Tendrán que acostumbrarse a los míos.

Osada, escogió un aula de Zuleimas desatendidas. Niños desobedientes, con poca capacidad de atención, pertenecientes a familias disfuncionales, quizá huérfanos o criados por otros miembros de sus familias, o hijos de madres solteras y viudas, muchas de ellas amenazadas, que huyeron para salvar su pellejo.

La primera vez no pudo terminar un solo cuento. Fue casi imposible sentarlos a su alrededor.

La puerta hacia un mundo mágico

Tras ese fallido acercamiento, se enfrentó con otro obstáculo: no había presupuesto para pagar su traslado semanal al kínder de Soacha. Para conseguir el dinero se inventó algo que llamó Tertulia Literaria en el colegio al que asistía su hijo y los hijos de familias pudientes: un encuentro temático alrededor de la lectura, con cierto halo de magia y juegos.

<span class="s1">Poco a poco los niños</span><span class="s2"> de Soacha comenzaron a mantenerse</span><span class="s1"> concentrados en las historias, interactuaban en torno a una moraleja o discutían sobre el amor, la familia, la muerte (Foto:Fundación Carulla)</span>
Poco a poco los niños de Soacha comenzaron a mantenerse concentrados en las historias, interactuaban en torno a una moraleja o discutían sobre el amor, la familia, la muerte (Foto:Fundación Carulla)

Gabriela hizo 200 origamis para colgarlos de los árboles y crear un túnel colorido que sirvió de antesala a su tertulia. En otra ocasión les pidió a los niños que pintaran una de las historias leídas para que sus obras fueran montadas en caballetes dispuestos de tal forma que formaran un pasillo de entrada. También, contactó a María del Sol Peralta, hija de la escritora Irene Vasco y nieta de Sylvia Moskovitz, cantante y animadora que tuvo el primer programa infantil de la televisión colombiana. María del Sol asistió, cantó y protagonizó otra velada literalmente fantástica.

Con lo que cobraba por las entradas, pagaba los traslados al colegio de Soacha. Fue tocando puertas, hablando por aquí y por allá, hasta lograr que el Estado colombiano donó al colegio de Soacha una biblioteca.

Así, pudo ir siempre e ir viendo los efectos de su experimento. Magnolia, quien primero se mostraba escéptica, comenzó a creer en su método. Dejó de pensar que Gabriela podía ser una amenaza y entendió que había venido a hacerle compañía. Y los niños ahora se mantenían concentrados durante tres historias, interactuaban en torno a una moraleja o discutían sobre el amor, la familia, la muerte.

—¡Oye, ese ya lo leíste! —le reclamaron una vez que, por error, llevó uno repetido.

Todos mejoraron su conducta drásticamente. Usaban los personajes como referentes para sus estados de ánimo. Ya no les bastaba con que les leyeran Conejo y sombrero una vez. Querían escucharlo de nuevo y hasta algunos se atrevían a contar sus propias versiones. Querían saber otra vez de Rosaura en bicicleta. Rogaban que volviera El Rey Mocho y Un lobo así de grande.

La puerta hacia un mundo mágico, con herramientas para afrontar el mundo real, acababa de abrirse.

“Tener a todos los hijos de la tierra”

El cierre de esa primera etapa de lecturas, que constituyó el plan piloto para un proyecto más ambicioso, fue monumental.

<span class="s1">Gabriela insiste en que a los niños no les importa tanto el objeto-libro sino contar con alguien que los lleve de la mano al momento de atravesar el umbral hacia la ficción (Foto:Fundación Carulla)</span>
Gabriela insiste en que a los niños no les importa tanto el objeto-libro sino contar con alguien que los lleve de la mano al momento de atravesar el umbral hacia la ficción (Foto:Fundación Carulla)

En Colombia, los sectores se dividen socialmente por estratos: el 1 es el más pobre y, el 6, el más acomodado. Ella organizó un encuentro de los niños del AeioTÚ de El Nogal, de estratos 4, 5 ó 6, con los pequeños del AeioTÚ de Soacha, de estratos 1 y 2. Los llevó a todos juntos a la biblioteca Virgilio Barco, contrató al cantante Nelson Rincón e hizo que unos primos suyos confeccionaran bolsos a partir de retazos de tela para que los alumnos intercambiaran regalos. Y ambos grupos compartieron un momento importante de sus vidas: la primera visita a una gran biblioteca.

Para Gabriela, los niños no necesitan una nave espacial sino un tripulante que los acompañe en el viaje. No necesitan un Nunca Jamás sino una Campanita que los guíe en sus aventuras. No les importa tanto el objeto-libro sino contar con alguien que los lleve de la mano al momento de atravesar el umbral hacia la ficción.

En los cuentos infantiles, Gabriela Costa encontró una manera de abrazar a la vez a todos, como lo hacía con Zuleima, aquella bebé abandonada que hoy debe ser una adolescente. A su proyecto lo llama Kirope. La meta, primero, es llegar a todos los AeioTÚ de Bogotá. A mediano plazo, quisiera abarcar los 30 de toda Colombia. Y a largo plazo, sueña con llegar a colegios públicos.

Muchos usan a la ligera aquellos versos del poeta Andrés Eloy Blanco: Cuando se tiene un hijo, se tienen todos los hijos de la tierra. Para Gabriela, son retazos de vida. Ella sabe que un libro y una compañía pueden cambiar el color de las cosas. Entusiasmada con ese hallazgo, decidió compartir ese secreto con todos los hijos que le depare el camino.

Esta historia fue cedida por el portal venezolano La vida de nos