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Una apuesta de sobrevivencia desesperada cuando las llamas rodearon un pueblo montañés en Oregon

Jane y Travis James se refugian con sus perros en un hotel de Salem, Oregon, luego de escapar, a duras penas, de un incendio que destruyó su casa, el 13 de septiembre de 2020. (Kristina Barker/The New York Times)
Jane y Travis James se refugian con sus perros en un hotel de Salem, Oregon, luego de escapar, a duras penas, de un incendio que destruyó su casa, el 13 de septiembre de 2020. (Kristina Barker/The New York Times)
Imagen proporcionada por Cindy Neblett, en la que Larry Neblett conduce su vehículo de esparcimiento a través del incendio de Detroit, Oregon. (Cindy Neblett vía The New York Times)
Imagen proporcionada por Cindy Neblett, en la que Larry Neblett conduce su vehículo de esparcimiento a través del incendio de Detroit, Oregon. (Cindy Neblett vía The New York Times)

SALEM, Oregon — Estaban atrapados. Mientras las paredes de fuego y humo cercaban al pueblo y bloqueaban las carreteras, las últimas personas de Detroit, Oregon, llegaban a una salida de embarcaciones al lado de una represa medio vacía; eran residentes y vacacionistas, niños descalzos en piyama y bomberos exhaustos. Había dos personas en bicicleta. Un hombre se trasladaba en una lancha de motor.

A 11 kilómetros al oeste, los árboles en llamas y las rocas habían bloqueado una ruta de salida de las montañas por la carretera 22 cuando el principal incendio de los 30 incendios forestales que estaban consumiendo a Oregon se propagaba a través de los cañones. A 20 kilómetros al este, la otra salida del pueblo estaba cubierta con los escombros de otra hoguera enfurecida.

Así que, cuando en una mañana de la semana pasada despertó un amanecer oscuro, las 80 personas que estaban varadas en ese pueblo vacacional a la orilla del lago ubicado en las laderas siempre verdes de la cordillera de las Cascadas se apretujaron en una ventisca de ceniza a esperar a que las rescataran por aire.

Jane James se tumbó en la acera con sus dos perros. Greg Sheppard, un exbombero de incendios forestales, pidió prestado un teléfono para llamar a su esposa. Algunas personas rezaban; otras, lloraban; los niños, sin hacer caso de la amenaza, comían galletas y jugaban en el estacionamiento.

Los bomberos le asignaron un número a cada persona, el cual definiría quién iba a abordar el primer helicóptero que mandara la Guardia Nacional. Hablaban con una fría tranquilidad, incluso cuando algunos comenzaron a temer lo peor y trataron de mandarle a sus familias mensajes de amor.

Roberto DelaMontaigne, un bombero voluntario de 25 años, dejó de pensar en sus preocupaciones personales mientras quitaba arbustos para crear un cortafuego. Laura Harris, una bombera voluntaria que trabajaba junto con su esposo, se preguntaba qué sería de su hija al quedarse huérfana si los helicópteros no lograban llegar.

A través del estruendo del viento y del golpeteo de los árboles, los equipos podían escuchar ocasionalmente el zumbido de las aspas de algún helicóptero sobrevolando. A la orilla de una circunferencia de aterrizaje improvisada, con luces estroboscópicas para guiar a los helicópteros, seguían derribando árboles. Luego llegaron las noticias a través de sus radios: los helicópteros no podían aterrizar.

Nadie iba a ir a rescatarlos.

Un esfuerzo desesperado por escapar

La soledad y la autosuficiencia están arraigadas en el ADN de los minúsculos pueblos vecinos de Detroit e Idanha.

Estos solían ser pueblos en los que sus comunidades se dedicaban a la explotación forestal, que tenían tres aserraderos y donde los residentes de toda la vida decían que era común ver a los lugareños ir a la oficina de correos o a la tienda del pueblo con una sierra eléctrica en la espalda. Pero el deterioro de la industria maderera convirtió a Detroit y a Idanha en pueblos turísticos y comunidades dormitorio para Salem, la capital del estado, que se encuentra aproximadamente a una hora de distancia colina abajo en auto.

La vida ahí estaba llena de contradicciones propias de los pueblos montañeses: muchas segundas residencias, casas de campo ocupadas ilegalmente y personas que viven en casas rodantes al borde de la pobreza. Vecinos que se detenían en sus camionetas para charlar cada vez que se encontraban y reclusos que evitaban a la sociedad.

Los residentes consideraban que las montañas y el lago eran un pequeño Yellowstone paradisiaco, pero también, hace algunos años, pensaron que Idanha se estaba desvaneciendo: nadie quería postularse y un alcalde previo había sido acusado de posesión de metanfetaminas.

Los veranos traían una ola de navegantes, ciclistas y alquileres de vacaciones. En el otoño, drenaban el lago Detroit y los aproximadamente 400 residentes fijos pasaban los inviernos disfrutando la tranquilidad y tratando de salir adelante económicamente incluso cuando durante semanas quedaban sepultados bajo 3,5 metros de nieve como resultado de las avalanchas.

Con respecto a los bomberos, la nieve y las lluvias de otoño no llegaron lo suficientemente pronto este año. Aparecieron humo y pequeños incendios durante todo el verano debido a la sequía y al calor de niveles históricos que arrasaron el oeste, y a que los abetos de Douglas, que aparecen en las placas de los autos de Oregon, estaban convertidos en una alfombra de yesca, lista para quemar el bosque nacional Willamette.

El 6 de septiembre, un día antes de que su mundo estallara, los voluntarios del departamento rural de protección contra incendios del distrito de Idanha-Detroit estaban preocupados. Durante un par de semanas, el incendio de Beachie Creek había estado ardiendo en un terreno remoto a unos 15 kilómetros, y era tan traicionero, que los equipos no habían podido contener las llamas. Entonces se reunieron para hablar sobre los planes de combate al incendio forestal.

Cuando los vientos comenzaron a levantarse la noche siguiente, algunos salieron a patrullar para ubicar incendios y árboles caídos. La energía eléctrica era intermitente en la estación.

Luego llegó una llamada: el fuego se estaba extendiendo a la montaña.

A medida que el incendio del Beachie Creek subía por los cañones y corría por la cordillera, otro enorme incendio hacia el este, el de Lionshead, comenzó a propagarse hacia el cañón de la carretera 22.

Las autoridades decidieron que tenían que evacuar los pueblos… en ese mismo momento.

Después de la medianoche, Don Tesdal, un bombero voluntario, metió a sus cuatro hijos en su camioneta y condujo por su vecindario de Detroit gritando: “¡Despierten todos! ¡Fuego! ¡Fuego!”. Las luces de las habitaciones parpadearon entre los árboles. Los vecinos en ropa interior comenzaron a golpear las puertas.

Las primeras oleadas de personas evacuadas lograron trasladarse por la carretera de dos carriles mientras sus autos eran acorralados por ramas en llamas y bolas de fuego de piñas. Pasaban por debajo de troncos pendulares y salían de sus vehículos para intentar apartar del camino los árboles caídos.

Para cuando Sheppard, el exbombero, salió del campo abierto de Detroit, donde había pasado la noche, columnas de llamas se proyectaban vertiginosamente a cientos de metros hacia arriba. Sheppard y un amigo se fueron en caravana hacia el oeste, a Salem, antes de que las rocas y los árboles les cerraran el paso. Rezaba para que no se le reventara un neumático.

“Tenemos que salir de aquí”, se dijo Sheppard.

Travis y Jane James conducían de prisa con sus dos perros cuando su camioneta chocó contra una roca y destrozó un neumático delantero. Travis sacó la llanta de refacción de la cajuela, pero no estaba la llave para quitar las tuercas.

Kristy McMorlan y su esposo también se toparon con los traicioneros derrumbes y chocaron contra una roca de 40 centímetros. Cambiaron un neumático a la orilla de la carretera mientras el fuego crujía en los árboles oscilantes a su alrededor.

Una a una, las personas evacuadas se dieron cuenta de que no había opción. Tenían que regresar a Detroit.

Pensando en un último recurso

Los bomberos le dijeron a la gente que seguía llegando y que esperaba bajo el resplandor de humo naranja y los escombros que se reunieran en Mongold, la salida de embarcaciones de la represa.

Al principio, los bomberos albergaban la esperanza de que los equipos de las carreteras pudieran despejar los caminos bloqueados para obtener una ruta de escape, pero se consideró que esa opción era demasiado peligrosa. Con la posibilidad de que llegaran helicópteros, los bomberos estaban tan impacientes por aprovechar la oportunidad que hicieron que las personas se acostaran en el pavimento para que no les cayeran los escombros que volaban, que viraran el rostro de la zona de aterrizaje, que se protegieran la cabeza y que estuvieran listas para correr al helicóptero cuando fuera el momento. El fuego seguía acercándose.

“Nos está rodeando”, afirmó Harris, una de las bomberas voluntarias, mientras uno de sus colegas blandía un hacha para derribar el árbol que estaba junto a ella. “No hay ningún lugar aquí donde no haya fuego. El viento de 100 kilómetros por hora lo está lanzando hacia nosotros”.

Posteriormente, al ver que los helicópteros no iban a llegar, los bomberos idearon un último recurso.

Decidieron poner sus camiones de bomberos en hilera, como una barrera provisional entre la gente y las llamas invasoras, y arrojar lo que les quedaba de agua como si fueran un ejército cercado que dispara sus últimas municiones.

’Hora de irse’

En los muelles, alguien del Servicio Forestal de Estados Unidos llegó con un mapa y comenzó a hablar con el equipo de incendios. Había una oportunidad de escapar. Los bomberos habían “abierto un agujero” al quitar los escombros de un camino del Servicio Forestal enhebrado por el incendio de Lionshead que iba hacia el noreste hasta monte Hood. Habían abierto una trampa.

“Hora de irse”, se dijeron los bomberos, unos a otros, en Mongold.

Creían que quizás el camino estuviera lo suficientemente despejado como para pasar, pero si no se iban en ese momento, la ventana de oportunidad podría cerrarse.

DelaMontaigne se puso en acción. Había soñado con convertirse en bombero desde que era niño y se había mudado a Idanha para intentar dejar atrás una parte turbulenta de su vida. Vivía en la estación de bomberos, donde pasaba los días limpiando el equipo contra incendios y atendía llamadas. Ahora adoptaba su “voz de incendio” —fuerte y segura— para poner en marcha a la gente.

“¡Vamos, empaquen sus cosas!”, gritaba. “Salgamos de aquí”.

Los bomberos pusieron en marcha la caravana de vehículos y volvieron a encaminarse a Detroit antes de virar a la izquierda en Forest Road 46. El camino estaba cubierto de un espeso humo y de pequeñas ramas.

En un tramo de kilómetro y medio había llamas a ambos lados del camino y el calor penetraba en los vehículos del convoy.

Luego empezó a despejarse lo más espeso del humo y apareció un cielo azul.

“Gracias a Dios vamos a lograrlo”, dijo McMorlan. DelaMontaigne se permitió darle una fumada a su vaporizador. Jane James no podía dejar de llorar.

Más tarde se enteraron de que Idanha había sobrevivido, pero que casi todo Detroit se había incendiado. El ayuntamiento, la estación de bomberos, las marinas, el motel y la iglesia de la comunidad, así como la casa donde había vivido Sheppard durante 41 años ya no existían y solo habían sobrevivido unas 20 o 30 casas. Nadie había muerto, pero ocho personas de los pueblos cercanos y de otros lugares de Oregon habían fallecido.

Cuando el convoy se separó y las personas se dirigieron a los moteles, los albergues y las casas de familiares, Harris y su esposo se prepararon para regresar a Detroit para traer su camioneta y todas las pertenencias personales que habían reunido.

Pero para entonces, el jefe de bomberos había llegado con una advertencia: ahora la carretera era demasiado peligrosa para pasar. No se podía regresar.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company