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Antropoceno: ¿Hemos inventado una era geológica a medida y capricho de los humanos?

  <span class="attribution"><a class="link " href="https://unsplash.com/photos/4csA42uPfEo" rel="nofollow noopener" target="_blank" data-ylk="slk:Sylas Boesten / Unsplash;elm:context_link;itc:0;sec:content-canvas">Sylas Boesten / Unsplash</a></span>

Hasta ahora, un terrícola Homo sapiens creía vivir en el Holoceno, una época geológica bastante discutida aunque aceptada en el ámbito internacional. Hoy, ¿seguimos siendo humanos holocenos productores –aquellos salidos, hace unos 10 000 años, de los cambios climáticos de una cronología que habíamos hecho nuestra– o somos mujeres y hombres que nos hemos reservado un nuevo y caprichoso término geológico a medida?

Cada vez más a menudo se escucha el término “Antropoceno”. Su grafía y contundencia hace que, a priori, parezca formar parte de un vocabulario académico consensuado, solemne y propio de sesudos. No es exactamente así. En consecuencia, antes de que se extienda el uso indiscriminado de Antropoceno, requeriría una revisión crítica. De otro modo, en líneas generales, seguiremos desconociendo lo que esconde el Plioceno en cuanto a la aparición de los primeros homínidos y, en cambio, todos creeremos saber de qué hablamos al leer, escuchar o escribir sobre el Antropoceno.

Homo céntricos

Somos un grupo de geocéntricos, antropocéntricos, etnocéntricos y egocéntricos. Así es el Homo sapiens que, hace algo más de 10 000 años, abandonó la predación paleolítica para convertirse en productor: desde el Neolítico hasta nuestros días.

Una lejana galaxia, un helecho o una ballena, en caso de poder hablar, dirían que nos pasamos el día mirándonos el ombligo. Esto podría parecer obvio, puesto que, por un lado, somos los observadores del Cosmos y es lógico que midamos todo en función de nuestra escala. Pero existen límites, y la ciencia ha ido desmontando, uno por uno, los mitos y leyendas sobre la falsa superioridad humana que a veces ella misma ayudó a reforzar.

De hecho, la ciencia no se equivoca, son los científicos y científicas quienes –de forma consciente o inconsciente–, inmersos en un contexto social, político, religioso e intelectual de acuerdo con su época histórica, a menudo sostienen las tesis del poder establecido. Sin ir más lejos, ¿cuánto tuvimos que esperar para que el heliocentrismo de Nicolás Copérnico, Galileo Galilei y Johannes Kepler se impusiera a la visión geocéntrica del Universo?

La civilización europea había situado a la Tierra como el centro del Sistema Solar. El Sol, y todos los planetas, giraban a nuestro alrededor. Lo mismo ocurrió con la explicación sobre el origen de la Humanidad: éramos el centro de la Creación divina. Aquí todo resulta más hilarante si a la vez añadimos el factor etnocéntrico. Un ejemplo: cuando, en el siglo XVII, John Lighfoot –vicerrector de la Universidad de Cambridge– calculó la fecha de aparición de Adán y Eva dedujo que los dos primeros humanos –por supuesto blancos y de aspecto atractivo– habrían aparecido en escena el 23 de octubre de 4004 a.C., exactamente a las 9 horas de la mañana. Casualidades de la vida, fecha y hora coincidían con el inicio del curso académico en Cambridge. Un etnocentrismo compartido por Vicent Mares. En su obra La Fénix Troyana –también del siglo XVII– situó el Edén, y la génesis de Adán y Eva, en Valencia.

Lo cierto es que muchos científicos europeos defendieron esta idea de una creación inmutable y perfecta del ser humano hasta que personajes como Charles R. Darwin –en pleno siglo XIX– se atrevieron a proponer un origen biológico de la vida, además de la mutabilidad de esta. Humanos, y el resto de seres vivos, compartíamos un mismo inicio que, lejos de ser un diseño divino, había tomado los azarosos caminos de la evolución biológica.

Y cuando creíamos que el antropocentrismo científico estaba superado, ahora se ha puesto de moda una nueva época geológica: el Antropoceno. Fue sugerida en 2000 por el premio Nobel de Química Paul Josef Crutzen. Un término no aprobado por la Unión Internacional de Ciencias Geológicas a pesar de ser avalado por muchos colegas (desde 2013, ya cuenta con una revista científica internacional). ¿Por qué? Porque esta idea, esta denominación, se ha visto retroalimentada con la evidencia científica del cambio climático global que sufre nuestro pequeño planeta azul.

Antropoceno

Salvo para los negacionistas, está claro que existe un cambio climático provocado y acelerado por la actividad humana; y las pruebas más sólidas las han aportado la Arqueología y la Paleontología. Mucho antes de nuestras junglas de asfalto y la Revolución Industrial, ya en el Neolítico detectamos que se empezó a alterar el medio físico a causa de la agricultura, la ganadería y el asentamiento de grandes poblaciones.

Consecuentemente, deberíamos exculpar o eximir de responsabilidades a los primeros humanos cazadores-recolectores del Paleolítico. Ahora bien, a pesar de la nada despreciable huella humana en el medio ambiente, bautizar esta nueva época como Antropoceno parece impropio. Tal y como desarrollo en el libro Dioses con pies de barro. El desafío humano a las leyes de la naturaleza… y sus consecuencias, no somos tan importantes. Solamente somos una especie más en el contexto de la vida en el planeta, y si queremos estudiarnos, en su justa medida, sería mucho más acertado seguir haciendo ciencia –aunque pueda parecer un eufemismo o una paradoja– desde una perspectiva global y no solo centrada en el ombligo antrópico.

De la misma forma que a nadie se le ha ocurrido bautizar como «Trilobiticeno» el Paleozoico (desde los 541 hasta los 298 millones de años la Tierra estuvo dominada por los trilobites); al igual que no definimos como «Sauroceno» el Mesozoico (los dinosaurios saurópodos reinaron el planeta a lo largo de unos 180 millones de años), en la actualidad no tiene sentido que hablemos de Antropoceno para un período que, siendo generosos, ocupa tan solo unos 14 000 años de la historia cosmológica y geológica. Incluso menos si situamos su inicio en 1800 –algunos especialistas vinculan el comienzo del Antropoceno con el pistoletazo de salida de la Revolución Industrial, aunque otros lo sitúan en 1945 con la primera explosión experimental de una bomba atómica en Nuevo México–.

En resumen…

Estudiar y debatir sobre el cambio climático, la deforestación, el crecimiento demográfico, la falta de recursos naturales, las megaciudades o la globalización provocada por el ser humano es primordial, pero, por favor, no volvamos –aunque sea de forma inconsciente– al antropocentrismo científico.

Somos una especie más y, por muy humanos y sapiens que nos creamos, no pondremos fin a la vida en el planeta ni a la Tierra; ambas nos sobrevivirán y continuarán evolucionando en el ámbito cosmológico, geológico y biológico. Por supuesto que hemos extinguido muchísimas especies y otras las hemos convertido en prácticamente invisibles pero la vida se abre camino, y de formas insospechadas.

Es cierto que el término Antropoceno tiene gancho mediático y también dramático. Cada vez se emplea más en publicaciones diversas. Ahora bien, el estudio científico no puede caer en el lado oscuro del antropocentrismo. Por encima de pasiones personales y el impacto mediático, debemos ser cuidadosos en el momento de utilizar según qué terminología no consensuada en el ámbito académico. Una cosa es saber y adivinar a qué nos referimos, otra que la forma de hacerlo sea la correcta.

No se trata de inventar y esparcir una nueva palabra sin cátedra rellena de bellos y nobles conceptos idealizados –como es el caso de Antropoceno–, sino que, de forma inmediata y apresurada, hay que pasar a la acción. Las universidades deben aportar soluciones –investigación científica, debate, publicaciones, activismo, etcétera– frente a los problemas medioambientales y sociales que afectan a nuestra especie, y las que nos rodean. ¿Seremos capaces? ¿Estamos a tiempo? ¿Lo intentamos?


Una versión de este artículo fue publicada originalmente en el blog de los Estudios de Artes y Humanidades de la Universitat Oberta de Catalunya.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

Jordi Serrallonga es profesor de la UOC, colaborador del Museo de Ciencias Naturales de Barcelona y docente en varios másters universitarios (UdG y UAB)