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Siendo antimonárquica, lloré por Isabel II | Opinión

Confieso que veo todos los programas de PBS, Canal 2 y 25, y de WLRN Canal 17, y me entusiasman los que envían de Inglaterra, tanto los temas de ficción como los históricos. Sobre todo, los que se refieren a la corona inglesa con todos sus personajes y, por supuesto, la reina.

Ahora, y quizás por esa propaganda tan bien orquestada, nos va a ser muy difícil vivir sin ella. Era como una especie de signo de estabilidad durante todo un siglo desde la Segunda Guerra Mundial.

Claro, todo eso ha servido también como publicidad para la institución de la realeza, que inflama el turismo a visitar los encantadores castillos, mansiones y paisajes, y desfiles militares. Pero en toda esa historia entretenida ha habido por mucho tiempo un personaje siempre presente, la reina Isabel II, rodeada de su corte, sin descartar todos sus dramas.

Ídolo de las multitudes, imagen de algo inmarcesible como si no pudiera tener defectos, como si fuera el modelo de soberano ideal, de mujer poderosa y candorosa a la vez, que jamás cambió su peinado, ni se hizo cirugía estética, ni cambió modelo de cartera, solo de sombrero, que le hizo caso a una cierta moda de llevar de la cabeza a los pies atuendos del mismo color, al estilo tradicional. Que no llevó jamás escotes atrevidos a los que se atrevió su difícil nuera Lady Diana, ni a bailar de modo estruendoso con alguien como el as del rock and roll de Saturday Night Fever, John Travolta, ni dejar jamás que la vieran en bañador en una playa, ni a decir ninguna protesta de familia a la prensa.

Su sacrificio fue descomunal. Además, tuvo que hablar bien de la princesa Diana, después de su muerte, aunque esta la hubiera desafiado en vida. Una chica a la que el público y los paparazzi dieron la imagen de una simple maestra de párvulos que compartía el apartamento con una compañera, una especie de Cenicienta, cuando ella estaba emparentada con reyes, y sabía antes de casarse con el recién coronado rey Carlos III, que era un matrimonio arreglado. Fíjense en la ironía, ¿a quién le llaman reina consorte, que por primera vez es una divorciada en la historia del reino británico? A la amante Camila.

No soy monárquica, porque se basa en la herencia y no en el talento. En el siglo XXI la monarquía no tiene función pública, aunque adorna los documentales y las revistas como Hola, ya que el pueblo se encariña con el símbolo de un líder poco controversial, sin otra ideología que la de estar de acuerdo siempre con el partido que el pueblo decida por votación, ya sea de un bando o de otro. Es decir, con la nación, porque supuestamente se hace lo que quiera el parlamento, no el monarca. Además, no convence eso de que reine el primero que nace y sobre todo hombre, cuando puede que sea el segundo o la tercera la persona más inteligente y con mayor vocación política.

Sin embargo, en Europa la tradición de la monarquía impulsó a un revolucionario como Napoleón a autonombrarse emperador. Y en el siglo XX, un caudillo como Franco no escogió a su heredero dentro de su ideología, ni a alguien de su familia, buscó a alguien de la realeza española.

La reina Isabel II heredó un imperio que fue de un colonialismo aplastador, en África y en Asia, principalmente, lo que la llevó, entre otras cosas, a un viaje de seis meses lejos de sus hijos, demostrando más lealtad a la institución que a la familia. Pero también pudo disfrutar como herencia la victoria contra los nazis del rey su padre, junto con Winston Churchill. Aunque luego hubo miríadas de problemas, entre ellos, con Irlanda y con Escocia. Y sobrevino el desmoronamiento de aquel imperio, fundamentalmente perdiendo a India.

Lo que ganó la reina en ese balance tan difícil fue dejar un legado inmortal de su nombre al mantenerse en la cúspide frente a todas las batallas, las perdidas y las ganadas. Lo conquistó con su lealtad a la promesa que le hizo en su juventud a un destino que ella no escogió, que le fue ordenado.

Para mí, como feminista, la demostración de que una mujer puede ser tan inteligente, sabia y poderosa como cualquier hombre en cualquier lugar del mundo, es digno de admirar, y sí, de generar un afecto especial, como el que tienen muchos de los que están acudiendo a ver pasar el féretro, que se calcula llegará a un millón, el lunes 19 de septiembre en camino a Westminster Abbey. Allí se llevará a cabo el servicio religioso. Al final irá a reposar en la propiedad que amó, Windsor Castle.

Olga Connor es una escritora cubana.