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Vacaciones de invierno: los circos se renovaron y siguen atrayendo a los chicos

Detrás del telón, Adolfo Gálvez aprovecha cada minuto antes de la función. A simple vista parece un adolescente cooptado por su celular. Piernas larguísimas y flacas, cruzadas y con zapatos de punta. Teclea rápido, dedica una sonrisa fugaz y vuelve a la pantalla. Tiene una nariz roja y chiquita como una uva, la cara recién pintada de blanco. Pero no está matando el tiempo en WhatsApp con los amigos. Está terminando la clase de cuarto año, que cursa a distancia en un colegio de Chile. Minutos después empezará el último ensayo previo a las vacaciones de invierno en el Circo Rodas. Cuando se enciendan las luces, Adolfo, que tiene 16 años, se va a convertir en Cachi Puchi, el talentoso payaso que es el alma de la fiesta.

Por estas horas, el Circo Rodas está revolucionado. Lo mismo ocurre en los casi 80 circos que hay en el país, a punto de arrancar su temporada más alta. LA NACION recorrió la semana pasada las coloridas carpas que se levantan en terrenos y baldíos cerca de la General Paz, para conocer cómo se preparaban los circos del conurbano para la llegada de las vacaciones de invierno, que empiezan hoy en la provincia y la ciudad de Buenos Aires.

Fue un viaje en el tiempo. Desde hace más de diez años que los circos no cruzan el límite de la Capital, como lo hacían en los 80. Solo participan de festivales como Polo Circo. Pero sirvió para comprobar que también los circos, exiliados de la gran ciudad, tuvieron que reinventarse para seguir vivos.

Para los que no visitan un circo desde su infancia, los cambios son muchos. Aunque todavía no existe una ley nacional o provincial (sí en la ciudad de Buenos Aires y ordenanzas municipales) que lo prohíba, ya no hay animales: ni tigres, ni elefantes, ni palomas o conejos en el show de magia. Tampoco hay enanos. La mujer barbuda es parte del pasado. "La última se fue con la llegada de la depilación definitiva", bromea el productor del Rodas. Tampoco hay hombre bala. E incluso los payasos tuvieron que redefinir sus chistes en los tiempos de #NiunaMenos.

El Circo Rodas es el más grande y el más viejo de los grandes: 38 años. Tiene 51 artistas y la gran familia se compone de 124 personas. Se instaló hace 15 días en la vieja fábrica de Jabón Federal, en General Paz y Crovara, La Tablada. Alrededor de la carpa están las 30 casas rodantes donde viven los artistas y sus familias. Por eso, cuando uno llega al mediodía hay ropa interior y trajes de circo mezclados en los tenders que asoman de las motorhomes, y olor a milanesas con puré. Mientras unos ensayan, otros hacen lo posible por compatibilizar la vida de familia con la del circo. Los 14 chicos que forman parte de la comitiva van a escuelas de la zona para completar su escolaridad. Existe una ley -de los años de Perón, explican- que ampara a los niños que viven de caravana a recibir una educación y a ser aceptados, aunque sea por un día, en el colegio más cercano al lugar en el que se detiene el circo.

Contorsionista en colectivo

Cada mañana, Dominique Monasterio, de 17 años, se sube a un colectivo que la lleva hasta el secundario de La Tablada donde cursa cuarto año. Por la noche, ella será la contorsionista que arranque aplausos y onomatopeyas del público. Los chicos del circo estudian haciendo caravana. Tienen que cumplir una cantidad de días de asistencia y, a fin de año, permanecer un mes en un mismo lugar para que los evalúen. "Empecé a entrenar a los tres años y a los ocho hice mi primer número en pista. Estoy acostumbrada a estudiar así, pero a los compañeros les llama la atención. Me piden entradas, pero no es tan fácil conseguir", cuenta la adolescente.

"Muchas cosas cambiaron en los circos, pero el espíritu sigue siendo el mismo: hacer reír", explica Marcelo López Lanza, el productor del circo, que tuvo sus inicios en 1980, en ATC, como la voz del muñeco Luciano, el marciano. Y después salió a hacer gira y entró en el mundo del circo, donde se casó dos veces, con una trapecista y una contorsionista, y tuvo siete hijos. "Nuestra vida transcurre acá adentro. Y el 80% de los artistas vienen de familias del circo. Las escuelas de circo aportan poco", dice.

Y es cierto, eso queda claro cuando se recorren los circos del conurbano. Desde el más grande y lujoso hasta el más sencillo, funcionan como una gran familia, en la que todos hacen un poco de todo: en el Rodas, los mismos artistas que se suben a la cuerda a hacer equilibrio o sorprenden con su magia, cuatro minutos después, durante el intervalo se cambian y se visten de negro, se ponen una gorrita y salen a vender pochoclos.

El dueño del circo

Miércoles al mediodía. El playón del Coto de Temperley, en la avenida Yrigoyen, está con candado. Adentro se ve la hilera de casas rodantes y la carpa del Circo D'Portugal, un paseo obligado para los chicos de la zona sur. A simple vista no hay nadie. Hasta que aparece un sereno que después de dos preguntas explica que también es el payaso. "Soy Largo Cortito", dice con voz aguda, poniéndose en guardia para ganar credibilidad. Se llama Jesús Díaz y también trabaja de salvador, porque vive solucionando problemas.

Se sumó al circo a los 16 años, cuando una caravana llegó a Córdoba. Él trabajaba en el campo, manejaba un tractor y por altoparlantes convocaron para ayudar a armar la carpa. Era en Alejandro Roca, un pueblito cerca de La Carlota. "Fui a chusmear y nunca más volví. Con el circo conocí todo el país. Después me pasé al Scop Rumano, que estaba en Puente La Noria, y ahí conocí a mi mujer, Silvia Yovanovich, nieta de la familia gitana, los más tradicionales del circo", recuerda.

"Tenés que hablar con el dueño del circo, no con los payasos", bromea José Vicente, que llega un rato después al playón en una Kangoo, con dos jóvenes que lo van a ayudar a organizar el tema de la basura, algo con lo que lidian la mayoría de los circos. Jesús se ríe y lo señala: él es el dueño del circo. "Estamos en plenos preparativos. Ahora en las vacaciones tenemos funciones todos los días y hay que bailar rápido", dice. "Hay días en los que la función sale peinadita, pero otros días en los que el público está frío y hay que remar", explica.

Hace 48 años Vicente era floricultor, pero tuvo el destino de enamorarse de Cristina Mabel, la contorsionista de 16 años y quinta generación de circo. "Nunca más nos separamos y desde entonces el circo es parte de mi vida. Una de mis hijas es boletera, otra está a cargo de los pochoclos. El más grande es herrero y payaso, mi suegro vende los títeres", cuenta. Con el tiempo, José decidió quedarse estable, que es como llama la gente del circo a dejar de salir de gira. Y abrir el circo solo para temporada. Se compró una casa en José C. Paz y desde allí vende el merchandising para los otros 80 circos que hay girando por el país.

¿Por qué los circos no van más a la Capital? "No nos dejan entrar. La General Paz es nuestro límite", dice Vicente. "Muchas cosas cambiaron. Ahora, ni paloma en los actos de magia porque aparece algún defensor y te mete un amparo. Y tuvimos que aprender las nuevas reglas. De hecho, no hay ley que prohíba los animales en la provincia, pero decidimos sacarlos. Porque nosotros trabajamos con la empatía del público. En 2004 vendimos los últimos animales: un oso y un tigre. Empezó otra etapa", explica.

A Elsa Miranda, de 62 años, productora del Circo D'Portugal, todos la conocen como Karina. Nacida y criada en el circo. El papá de Karina era picador de báscula, que en la jerga es el hombre que sale volando como catapulta. "Ahora estoy unos kilos arriba, pero hace 30 años yo estaba arriba de esa cuerda", señala. Y ella mejor que nadie conoce la peor pesadilla del artista: caer en mitad del show.

Hizo el recorrido que hacen casi todos los chicos de ese universo: empezó como contorsionista, siguió como equilibrista, después fue trapecista, hasta que a los 17 años, cuando estaban de gira en Monteros, Tucumán, un tensor de la cuerda se cortó. Fue una caída de 12 metros. "Desde ahí me quedó el miedo a esa sensación de picada y ruido de caños estrellándose. No me quebré porque era muy elástica, pero por dos años no pude trabajar. Igual seguía de gira porque esa era nuestra casa. Hasta que me animé y me volví a subir al mismo lugar de donde había caído. El corazón se me iba a salir. Pero cuando lo superé ya formó parte de mi aprendizaje. Todos tenemos una gran caída en nuestro currículum", dice.

Carpa multicolor

El Circo Sathany levanta su carpa multicolor en el acceso norte, a la altura de Tigre. Llegó hace dos semanas después de hacer gira por la provincia. El armado de la carpa llevó casi una semana en sí, con 15 personas trabajando. Las expectativas son altas, aunque también la incertidumbre sobre cómo la crisis afectará las salidas durante las vacaciones de invierno.

Adrián Argüello tiene una historia atrás del nombre de su circo: cuando tenía 15 años se escapó de su casa para seguirle el rastro a una contorsionista que vivía en el primer Circo Sathany. Sus padres lo hicieron volver y a ella los suyos la llevaron a Europa. Pero Adrián ya había quedado atrapado por esa mística y empezó a hacer carrera en otro circo: primero a repartir volantes, después conducía la camioneta parlante, luego le dejaron manejar una moto en el Círculo de la Muerte y se enamoró de una trapecista y equilibrista: Mabel, su mujer actual. También hizo acrobacias, fue locutor, fue mago, equilibrista?

"Hasta que el cuerpo me dijo basta. Y empecé como productor. Eso es lo lindo del circo. Si amás esta vida, empezás como boletero y te morís como el sereno. Ser equilibrista no es mejor que ser payaso o acomodador. La mayoría pasamos por todo. Acá nunca te jubilás", cuenta sentado en el camión con acoplado que convirtió en su hogar y que no tiene nada que envidiarle a la motorhome de los Fockers, la familia de película liderada por Robert De Niro.

Tiene también una casa que no rueda en Don Torcuato. Allí se instalaron sus dos hijas mayores, Florencia y Ludmila, que hoy tienen 29 y 27 años. Dejaron la vida de circo, donde crecieron e hicieron el colegio, para vivir fijas y poder ir a la universidad. La mayor estudió Administración Gastronómica y la menor, Marketing y Publicidad. Pero cuando se recibieron, le confesaron a su papá que no aguantaban más vivir en tierra. Quietas. Y volvieron a buscar su lugar en el circo.

Cuando tuvo la posibilidad de armar su propio circo, Adrián recordó aquella experiencia de la adolescencia que lo había marcado y consiguió los permisos para usar el mismo nombre. Desde entonces, vive otra vez de gira, de ciudad en ciudad a bordo de su camión-casa, haciendo lo que más le gusta en la vida: haciendo reír.