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Obama, Osama y la teoría de la conspiración

De ahora en adelante, toda idea sobre la desaparición física de Osama Bin Laden (1957-2011) irá a parar al gran rompecabezas que unas cuantas mentes inquietas comenzaron a construir el 11 de septiembre de 2001: el susurrante universo de las teorías conspirativas. Y algo más: nunca como en estos días, un presidente de la nación más poderosa de la Tierra habrá realizado un aporte tan notable para reforzar la percepción según la cual algunas teorías que parecen fantásticas podrían no estar tan equivocadas, después de todo: la Operación Gerónimo, que supuestamente se proponía "atrapar" a Bin Laden, le disparó a quemarropa; el terrorista no tenía armas para resistirse y el "cuerpo del delito", y otras evidencias que podrían despejar las dudas, acabaron en el mar o sumergidas en las mil y una excusas.

El presidente Barack Obama justifica privar de información confirmatoria para "ahorrar un trofeo" a sus enemigos o porque le quiere evitar al mundo el desagradable estado del muerto, pero los especialistas en teorías conspirativas coinciden en que la omisión de la evidencia fortalece el mito y expande un clima de recelo entre los ciudadanos que, por buenas o malas razones, son propensos a dudar de quienes manejan los hilos del poder.

BOCADO PARA SUSPICACES. Hay que decir ya mismo que las conspiraciones no siempre son fábulas; a veces, individuos con más o menos poder, con más o menos influencia, toman decisiones sobre graves cuestiones sociales en la oscuridad, lejos de todos los demás, que no controlamos ni sabemos y (por la naturaleza misma de la confabulación) no podemos confirmar ni refutar. El complotista propone argumentos que se apoyan a sí mismos, provée maquinaciones que están fuera del alcance del ciudadano medio y son inverificables, solo podemos notar sus efectos sobre la realidad por "sentido común" (tal vez el único calibre psicológico menos preciso que el psicoanálisis) y no por evidencias concretas como un video respaldado por testigos que no son parte interesada, una evaluación arbitrada por expertos independientes o experimentos reproducibles.

En este sentido, los atentados que derribaron las Torres Gemelas, destrozaron el Pentágono y mataron a los pasajeros del vuelo con rumbo a Washington fueron causados por cuatro aviones abordados por 19 terroristas árabes que, antes del 11/9, mantuvieron sigilosos encuentros donde rumiaron sus objetivos. Sin embargo, sobre la realidad del complot islámico que ensombreció a los Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001 existe suficiente información contrastada como para contradecir las peregrinas leyendas según las cuales el World Trade Center fue demolido con explosivos subterráneos, que el Pentágono fue perforado por un misil o que todo el operativo fue un "trabajo interno" urdido o consentido por la administración Bush a espaldas del pueblo norteamericano.

El surgimiento de las teorías complotistas —en tanto relatos fantasiosos sin anclaje en el mundo de cosas comprobables— puede ser el paso siguiente del fracaso de las respuestas oficiales. A la desconfianza que suscitan las explicaciones de quienes ostentan el poder se suma la necesidad que tiene parte de la sociedad por atar cabos sueltos, descubrir un significado, una explicación que dé sentido a esos fragmentos, y reducir la incertidumbre causada por la aparente falta de sentido, lo cual le permitirá bajar la ansiedad y enfrentar una realidad incómoda. Gran parte de las construcciones imaginarias que pretenden "aclarar los acontecimientos" y cuyas respuestas son "negadas por el Poder" suelen ser causadas por políticos reacios a informar con el mayor apego posible a los hechos.

Cuando abundan las lagunas informativas, pero sobre todo cuando las explicaciones oficiales son insatisfactorias, éstas son rellenadas con ficciones populares, ocasionalmente fruto de la inventiva interesada de personas o grupos capaces de influir sobre grandes sectores de la población. Ahora ¿cómo prenden estas teorías? A veces, porque no disponemos de información confiable o suficiente; otras, porque no nos cuesta nada enamorarnos de esas hipótesis que acarician nuestras simpatías; de hecho, solemos ser capaces de defenderlas usando "a piacere" ciertos elementos de la realidad (aunque debamos suprimir detalles ajenos a nuestros deseos).

El Operativo Gerónimo podría haber obedecido, si hemos de creer en Obama, el refrán según el cual "muerto el perro, se acabó la rabia". Pero ¿al precio de construir un mito? No conviene subestimar la poderosa imagen que el magnate saudí posee en muchos países musulmanes, o con un importante porcentaje de ciudadanos de esa confesión, donde sigue siendo percibido como un idealista que decidió renunciar a las comodidades de la vida burguesa para arriesgar el pellejo en cuevas y montañas de Afganistán.

TUS MUERTOS TIENEN LAS MEJILLAS ROSADAS.

La política de engaño y ocultamiento "a cara de piedra", las distorsiones informativas y la ignorancia con que se manejó la noticia de la muerte de Bin Laden ha apuntado a mimar las teorías de los amantes del complot, a saber: que Osama Bin Laden no ha muerto; que si murió, esto no sucedió como nos lo han contado; y que si el líder de Al Qaeda murió (y así parece, pues su muerte podría ser desmentida por él mismo en un video que lo muestre con un diario en sus manos), pues no ha muerto del todo.

"Como ocurrió con la muerte de Hitler, habrá dudas en torno a saber si realmente Bin Laden murió", explicó Robert Alan Goldberg, un catedrático de historia especializado en la cultura del complot. A Hitler podríamos agregar otros muertos difíciles de matar, como Elvis Presley. "Además, para los convencidos de la teoría del complot en los atentados del 11/9, Bin Laden es visto como una pieza en el juego de la CIA. Vamos a oír decir que EE.UU. sabía dónde estaba todo el tiempo y que recién ahora decidieron deshacerse de él", concluyó. La pacifista norteamericana Cindy Sheehan lo dijo con todas las letras: "Si uno cree en la muerte reciente de Osama Bin Laden es un estúpido".

Para llegar a estas conclusiones —que además se suponen contrarias a los intereses de los Estados Unidos— basta abrevar en las propias contradicciones oficiales. Empezando por la calificación del hecho: ¿Bin Laden murió en un enfrentamiento o, como parece, estaba desarmado y fue asesinado a sangre fría? Barack Obama dijo: "Autoricé una operación para capturar a Osama Bin Laden y llevarlo ante la justicia." En solo 24 horas, el discurso fue refutado por León Panetta, director de la CIA: "La órden era matar a Bin Laden", dijo.

El mismo día del Operativo un vocero de la Casa Blanca dijo que el cuerpo del fundamentalista islámico había sido arrojado al mar respetando una "tradición funeraria"… inexistente. La réplica de los clérigos casi no tuvo difusión, pero no se hizo esperar: al tirar el cadáver al mar los EE.UU. habían violado las leyes musulmanas (las exequias se entierran con la cabeza apuntando a la Meca), motivo por el cual podrían haber provocado aquello que deberían evitar, a saber: las excusas para reacciones violentas por parte de los sectores extremistas del mundo árabe, que desaparecerán como por encanto.

Deshacerse del cuerpo, además, es seguir el juego a los malpensados: sin vestigios del cadáver nadie podrá desmentir el test ADN que Washington asegura haber realizado comparando con muestras de familiares del millonario árabe. Otro argumento ("no facilitar un sitio a donde puedan peregrinar potenciales seguidores de Osama Mártir"), tampoco suena convincente. Más porque semejante santuario facilitaría mucho la tarea de la CIA, siempre interesada en identificar potenciales enemigos de los EE.UU.

Es curioso, pero muchas personas que antes eran escépticas del conspiracionismo desde el domingo creen que esa cosmovisión podría no estar tan desacertada. Este cambio de actitud tiene que ver, por fuerza, con la credibilidad cosechada por los sucesivos gobiernos de los EE.UU. ¿Cómo piensa sostener Obama su intención de no publicar imágenes del cuerpo o del operativo? Algún asesor le debería recordar que presentar pruebas y documentar decisiones dramáticas (como entrar en un país y ejecutar a un sospechoso despreciando tratados internacionales) puede ser de gran ayuda para rubricar en la memoria social un acontecimiento simbólicamente tan relevante, que no solo lo es para el pueblo estadounidense.

Mientras tanto, la escasa seriedad de la información oficial es suplida por trucos de cabotaje, como esa escena de la película "La caída del Halcón Negro" (2001) donde la cara del actor Jeremy Piven fue reemplazada por la de Bin Laden.

Entre gran parte de los electores conservadores puede que prevalezca la idea según la cual el fin justifica los medios, que el terrorismo de Estado y la tortura (al parecer, el uso del "submarino" en Guantánamo facilitó las pistas para dar con Bin Laden) es válido para combatir el terror. Tal vez, la popularidad de Obama creció por derecha, entre aquellos ciudadanos que aún abrigaban dudas respecto del imparable viraje del líder demócrata. Ahora, ¿cuánto más durará la confianza en el presidente que pasará a la Historia por haber recibido el Nobel de la Paz demasiado pronto, o al menos antes de haber dejado avanzar un poco más su mandato?

Hay cifras útiles para reflexionar sobre el tema. En 2006, una encuesta a 1.200 estadounidenses de la agencia Zogby arrojó que el 42 % sostiene que tanto el gobierno de los EE.UU. como la Comisión que ha investigado los atentados del 11 septiembre se han rehusado a profundizar algunos datos que parecían contradecir la versión oficial. Es más, según el especialista Lorenzo Montali, "el porcentaje de ciudadanos que tiende a creer en cualquier forma de conspiración para ocultar la verdad es mayoritaria entre los electores demócratas".

Sin discutir cuánto de lo que dicen Obama y sus funcionarios es verdad, o cuánto es mentira, la captura, la muerte y los relatos en torno a la Operación Gerónimo dejan girones de dudas a su paso ante un pueblo exaltado por la desaparición del sospechoso de sepultar bajo los escombros de las Torres Gemelas casi 3.000 norteamericanos y ante medio mundo que sigue perplejo la impunidad con que el imperio se mueve a sus anchas, más allá de la ley y sin ningún aprecio por la opinión de otras naciones.

Desde Bush Hijo en adelante, la amenaza de Al Qaeda, que tal vez sobreviva a su líder muerto, ha crecido como una sombra atroz para cada habitante del planeta, en buena medida agrandado por un complejo sistema de alianzas que lo eligió como chivo expiatorio.

Frente a este cuadro, el gobierno de los EE.UU. no se puede hacer el desentendido. Algo tuvo que ver con la creación del monstruo, un monstruo que se le parece tanto y que quizá nunca matará totalmente: su política exterior —esa indiferencia que aleja y atemoriza hasta la reverencia a los mandatarios pusilánimes— está infectada con el mismo virus.

Alejandro Agostinelli es periodista y editor del blog Factor 302.4

Bibliografía consultada

Pérez Hernáiz, Hugo A., "Teorías de la conspiración. Entre la magia, el sentido común y la ciencia". (Escuela de Sociología, Universidad Central de Venezuela, Caracas)

Polidoro, Massimo (comp) "11/9 La cospirazione impossibile" (Ed. Piemme, 2007)