La alta cocina y la ética de los escarabajos de fruta de Noma

Cocineros emplatan un plato en Noma en Copenhague, Dinamarca, el 30 de agosto de 2015.. (Laerke Posselt/The New York Times)
Cocineros emplatan un plato en Noma en Copenhague, Dinamarca, el 30 de agosto de 2015.. (Laerke Posselt/The New York Times)

Desde que leí este mes que Noma dejará de ser un restaurante de tiempo completo para convertirse en una especie de laboratorio de alimentos y negocio emergente, no he pensado tanto en el chef René Redzepi como en Namrata Hegde, una cocinera que trabajó haciendo escarabajos de fruta durante tres meses sin recibir sueldo en la cocina del chef en Copenhagen, Dinamarca.

Todos los días, como le contó a The New York Times, untaba la mermelada, dejaba que se asentara y con plantillas formaba diferentes figuras con las que armaba un escarabajo de trampantojo: una criatura brillante y tridimensional hecha de dulce de fruta. Casi siempre, antes del servicio de cena, reunía 120 especímenes perfectos y con un alfiler los fijaba a una caja de vidrio, lista para servirlo a los comensales. Mientras eso pasaba, contó, “tenía prohibido reírse”.

En el pasado, el trabajo de Hegde quizá se habría ignorado o incluso desestimado, pero en medio de lo que parecía un sentimiento cambiante contra el culto a la alta cocina, se convirtió en un detalle crucial. Ilustraba la monotonía poco glamurosa de las cocinas de los restaurantes de lujo, y sonaba más como otro día tedioso en la fábrica, otro turno solitario en la línea de producción.

Tal vez no sea lo que la mayoría de la gente imaginaba cuando pensaba en este mundo supuestamente glamuroso. Pero en el extremo más exigente y competitivo de la alta cocina —digamos, en unos 100 restaurantes de todo el mundo— hay un escarabajo de fruta en todos los menús. No un escarabajo de fruta de verdad, sino una serie de platillos alucinantes, técnicos y laboriosos. Platillos trofeo.

El caviar de melón en El Bulli, en la costa mediterránea de España. La brillante fruta de carne en el Fat Duck, en la campiña inglesa. El impecable huevo roto de Mugaritz, en el País Vasco.

Temporada tras temporada, año tras año, las cocinas que operan a cierto nivel tienen la obligación de superarse a sí mismas: investigan y desarrollan platillos cada vez más locos e interesantes, perfeccionan presentaciones más excéntricas y desconocidas, optan por ingredientes cada vez más preciosos y difíciles de preparar, mejoran su servicio y encuentran nuevas maneras de emocionar a los vips.

¿Cómo lo hacen?

No hay atajos. Esta labor interminable exige de una cantidad enorme de esfuerzo. Entre más trabajadores tras bambalinas haya dispuestos a hacer el trabajo duro que se requiere, más elaborada puede ser esa visión de la alta cocina; es como un estudio de arte a gran escala.

Muchos restaurantes de alta cocina dependen de la mano de obra no asalariada para competir a este nivel y se han enfrentado a críticas debido a ello. Un reportaje en junio del año pasado en The Financial Times detallaba el inmenso poder que los restaurantes de Copenhagen ejercen sobre una fuerza laboral internacional a la que no se le paga, pues se sienten atraídos por la constelación de restaurantes con estrellas y son vulnerables a las condiciones laborales peligrosas y al maltrato.

Antes de que Noma empezara a pagarles a sus internos en octubre, el programa llegaba a reclutar entre 20 y 30 cocineros a la vez sin pago alguno, pero luego podían poner en su currículum que habían trabajado ahí, sin importar cuán esotérica fuera la labor que desempeñaran. (A inicios de enero, cuando anunció que Noma dejaría de ofrecer un servicio regular al cabo de dos años, Redzepi dijo que el restaurante ya no le resultaba viable en términos financieros).

Si bien estas cocinas representan una mínima parte del negocio restaurantero, de cualquier manera tienen poder e influencia, además de que han recibido una atención descomunal. También son objeto de un voraz culto internacional. Los turistas adinerados y los viajeros de negocios planean sus viajes pensando en las reservaciones para cenar, y algunos incluso se convierten en clientes habituales de comedores que les quedan al otro lado del mundo.

Pocas instituciones han atraído atención y dinero a este nicho como la lista anual de los 50 Mejores Restaurantes del Mundo. Desde que empezó a publicarse en 2002 en la revista Restaurant, la lista de los 50 Mejores ha sido una guía extraoficial para las autoridades turísticas que planifican sus presupuestos, los patrocinadores de alimentos y bebidas que ojean ofertas, los productores que buscan temas para documentales y los jóvenes cocineros ambiciosos que están pensando dónde hacer sus prácticas.

En 2010, tras lograr ubicarse el máximo número de veces en el primer puesto de la lista de los 50 Mejores, Ferran Adrià, el chef de El Bulli, anunció que también haría una pausa y un giro hacia una especie de escuela culinaria o laboratorio gastronómico. Fue el mismo año en que Noma se abrió paso hasta el número 1. Adrià, cuya cocina había sido un imán para pasantes no remunerados, declaró a The New York Times que, pese a lo anterior, él y su socio habían estado operando con pérdidas de medio millón de euros cada año.

Parecía imposible: si uno de los mejores restaurantes del mundo no podía hacer funcionar su negocio, ¿qué restaurante lo lograría? Más de una década después, tras pasar el mayor tiempo posible en lo más alto de la lista y ganar tres estrellas Michelin, Redzepi calificó el antiguo modelo de la alta cocina de “insostenible” y dejó a muchos preguntándose lo mismo sobre su restaurante. ¿Este cambio significa el fin de la alta cocina? Probablemente no.

Ya hemos estado aquí antes. Lo que parece diferente esta vez es que ahora hay un cambio cultural sísmico en nuestra tolerancia hacia la idea de los chefs de renombre que hacen sufrir a los cocineros por su arte. En The Atlantic, el chef Rob Anderson escribió que “el tipo de gastronomía de alta gama que ejemplifica Noma es abusivo, falso y poco ético”. Y en un artículo para la revista Bon Appétit, Genevieve Yam escribió que era bueno que los Noma del mundo cerraran porque “si los restaurantes no pueden encontrar un modelo de negocio en el que paguen y traten a su personal de forma justa, simplemente no deberían existir”.

La alta cocina es un término un tanto turbio: no es informal, no, pero más allá de eso, ¿qué significa exactamente? No hay una definición estricta. Podría haber, y de hecho existen, restaurantes menos opulentos y más humanos, cuyo objetivo es hacer que la gente se sienta especial con menús más sencillos y asequibles.

Esos restaurantes reciben mucha menos atención y carecen de seguidores de culto internacionales, pero el género está mucho más abierto a la interpretación de lo que sugeriría cualquier lista internacional o sistema de premios.

La alta cocina en sí no es el problema. El problema es que en demasiados restaurantes donde los platos y el servicio se mejoran, revisan y perfeccionan constantemente —los restaurantes que se supone representan lo mejor— las viejas y feas convenciones del negocio rara vez se reinventan o reparan. Solo se reproducen una y otra vez, como muchos escarabajos de fruta idénticos.

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