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¿Precipitó Albert Rivera su fracaso político de manera inconsciente?

Albert Rivera durante la campaña electoral. REUTERS/Albert Gea
Albert Rivera durante la campaña electoral. REUTERS/Albert Gea

El fracaso de Albert Rivera al frente de Ciudadanos ha servido para humanizar a los políticos. Por mucho que en la teoría representen al pueblo, es inevitable que se vean a sí mismos como entes superiores. Les regalan tanto los oídos en los pasillos del Congreso de los Diputados, en reuniones o en actos de todo tipo con calificativos como “señorías” o “excelentísimos” que se lo acaban creyendo. Sus chóferes, sus coches oficiales, sus séquitos, sus salarios, los focos, los aplausos y vítores… No es fácil bajar a la tierra cuando se vive en altas esferas donde hasta la crítica agasaja, por eso, hay ciertas incompatibilidades entre la función representativa o la pública y la función vital, privada o personal.

Si ser buen padre, pareja, hijo y amigo es difícil de compatibilizar en infinidad de profesiones, en la política también lo es. O se está hecho de esta pasta, o no, y Rivera jugó a ser político hasta que sus preferencias vitales se convirtieron en la prioridad. Las razones de su adiós son muy diversas, tal y como se desprende del discurso de renuncia; las hay de corte político y de corte personal. Hubo una mención especial a su pareja, la cantante Malú, a la que sin nombrar, le dio las gracias por haber “estado a mi lado aguantándolo todo en cada momento, contra viento y marea”. Aquella dosis de humanismo y de persona corriente generó un cortocircuito generalizado: no es normal ver a los políticos bajar de su nube, mostrar su vulnerabilidad en lo personal, dejar claro que su profesión afecta a su lado más terrenal.

¿Lo hizo para generar empatía o de manera genuina?

Rivera tiró la toalla porque su descalabro en las elecciones de este domingo no podía tener otro final. El cúmulo de malas decisiones guiadas por una pésima estrategia que dejó atrás su carácter renovador desencantó a un nutrido sector de la sociedad española que se vio identificado con un centrismo efímero. Éste duró hasta que, a partir de 2017, la ansiedad por absorber a los votantes de un Partido Popular casi inerte les colocó en un lugar distinto de su origen. Funcionó en abril, pero de besar la gloria como tercera fuerza política con 57 diputados, Ciudadanos acabó protagonizando uno de los mayores descalabros de la democracia, comparable al de Unión de Centro Democrático (UCD) en 1982, que pasó de 168 diputados en 1979 a 12 en 1982.

Leopoldo Calvo Sotelo (I) y Adolfo Suarez en año de elecciones, 1982. (Gianni Ferrari/Cover/Getty Images).
Leopoldo Calvo Sotelo (I) y Adolfo Suarez en año de elecciones, 1982. (Gianni Ferrari/Cover/Getty Images).

Hilvanar los errores de Rivera implicaría presentar un listado mostrado a modo de pergamino: su excesiva ambición, su negativa a desbloquear el país tras dejarse llevar por su obsesión de ser el líder de la oposición en lugar de aliado con condiciones - renunció a ser partido bisagra mirando a izquierda y derecha, una postura liberal y moderna que había hechizado a su electorado - no supo gestionar la división interna por la política de pactos, mostró incapacidad para adaptarse a la polarización de bandos que se vive en España, dejó de ser el único partido que pedía mano dura con los independentistas en Cataluña tras el auge de Vox - la gota que colmó el vaso para sus votantes en la Comunidad Autónoma es que no intentaron la investidura en el Parlamento Catalán tras ganar la elecciones - la foto de Colón… en definitiva, y por cortar la lista en algún punto: su fiasco político se ha producido porque ha defraudado profundamente a su electorado.

La historia política de España ha vivido varias dimisiones. Joaquín Almunia, exlíder del PSOE, asumió la culpa por la victoria de Jose María Aznar en el año 2000; Gaspar Llamazares, de Izquierda Unida, en 2008; el propio Pedro Sánchez en 2016 - el Ave Fénix - o algunos casos tras elecciones autonómicas como el de Manuel Fraga en 2005 después de estar 20 años en el Parlamento Gallego. Ninguno de ellos apeló al aspecto personal de la manera en la que lo ha hecho Rivera.

“La vida es mucho más que la política. Yo tuve vida, la tengo y la tendré lejos de la política. Creo que ha llegado el momento de servir a otra gente”, sostuvo en su discurso de despedida. “De servir a mis padres, que dejen de sufrir lo que han sufrido. De servir a mi hija, a quien le he dedicado menos horas de las que debería y menos fines de semana de los que me tocaban. A mi pareja, que ha estado a mi lado, aguantando contra viento y marea. A mis amigos, que me veían por la tele y quiero que a partir de ahora me vean en una reunión tomando un vino o hablando. He sido feliz todo este tiempo pero quiero seguir siendo feliz alejado de la política. Permitirme que ahora me dedique a los que más quiero, que me dedique a mi familia. Voy a ser mejor padre, mejor hijo, mejor pareja y mejor amigo. Es lo que creo que se merecen”, sentenció.

Albert Rivera durante su discurso de dimisión. REUTERS/Susana Vera
Albert Rivera durante su discurso de dimisión. REUTERS/Susana Vera

Una decisión como ésta no se toma de la noche a la mañana y en el aire queda el cuánto tiempo lleva barruntando ser mejor padre, hijo, pareja y amigo. Cuántos días, meses o años habrán pasado desde la primera vez que realmente echó de menos ser la persona convencional que fue antes de embarcarse en su aventura política, en formar parte del embrollo que dice haber asumido con orgullo pero que tanto ha afectado a su entorno, ya sea por los ataques de los independentistas al negocio de sus padres y los efectos al resto de las personas que forman parte de su vida. Es obvio que su descalabro del domingo no le dejaba otra salida más que la de marcharse por el bien de su partido, sin embargo, ¿ha precipitado ese fracaso de manera inconsciente? ¿Sabía sin saberlo que su final estaba cerca? ¿Habrán afectado sus emociones en las decisiones tan claramente antipopulares que tomó contra los deseos de su electorado en los últimos meses? ¿Era un descalabro como el que ha sucedido la única manera de hacer caso a sus instintos de abandono? Su última proclama al cerrar el discurso fue: “¡Viva la Libertad!”. Libertad como falta de alienación, como liberación, como desahogo.

Si Sigmund Freud levantara la cabeza, probablemente diría que sí, que quizás las ansias de abandonar Ciudadanos y la política estaban en su inconsciente y que éstas acabaron afectando a su toma de decisiones. Si George Orwell hablara como lo hizo en su novela, 1984, quizás su provocadora visión sería totalmente distinta: la Independencia es Libertad. La Cobardia es Valentía.

¿Acaso no existe algo más humano que esto?