Anuncios
Elecciones México 2024:

Cobertura Especial | LO ÚLTIMO

Abrazos a domicilio, libros por teléfono, un avión para un elefante: 12 historias de resistencia pandémica

Maura Cristina Silva, derecha, consolaba a una de sus estudiantes en Río de Janeiro este mes. (Dado Galdieri/The New York Times)
Maura Cristina Silva, derecha, consolaba a una de sus estudiantes en Río de Janeiro este mes. (Dado Galdieri/The New York Times)

El virus ha doblegado espíritus en todo el mundo, pero algunas personas se niegan a rendirse. Estas son sus historias.

BRASIL

“Anhelo tu abrazo. . .”

. . . escribió el estudiante de tercer grado. A los pocos meses de estar en cuarentena, su maestra, Maura Cristina Silva, se dio cuenta de que sus vivaces alumnos empezaban a flaquear.

Se habían convertido en 57 cajas diminutas en la pantalla de una computadora, dejándola con temblorosos y mal iluminados atisbos del número de víctimas que la pandemia cobraba a un grupo de familias en Padre Miguel, un distrito de clase trabajadora en el oeste de Río de Janeiro.

Los estudiantes con problemas de aprendizaje se estaban quedando atrás, al igual que los que no tenían sus propias computadoras.

Pero el mensaje de texto del estudiante al que le faltaba un abrazo, que llegó cuatro meses después de que su escuela pública fue cerrada abruptamente, golpeó a Silva. El niño había utilizado la palabra saudade, un característico término brasileño que transmite sentimientos de nostalgia y melancolía.

Silva se preguntó si podría encontrar una manera de abrazar a sus estudiantes de manera segura.

Su primera idea fue usar una cortina de ducha transparente equipada con cuatro mangas de plástico, pero desinfectarla después de cada abrazo parecía poco práctico.

Luego se le ocurrió la idea de un “kit de abrazos” para la pandemia: impermeables desechables, guantes quirúrgicos, mascarillas y desinfectante para manos.

La respuesta de los padres fue rotunda: ¿Qué tan pronto podría pasar?

Puso en marcha la operación de abrazos a fines de julio, alquiló una camioneta con sonido y condujo de puerta en puerta mientras hacía sonar una lista de canciones del aula que a sus estudiantes les encantaban.

“La distancia no puede destruir lo que hemos construido”, dijo Silva, de 47 años, en una tarde lluviosa reciente, después de visitar a tres estudiantes. “Necesitaba mostrarles que nuestros lazos siguen vivos, incluso si no puedo abrazarlos todas las mañanas”.

Los niños estaban radiantes cuando Silva se envolvía a sí misma y a cada estudiante en plástico con la precisión de un cirujano. Luego los rodeaba con sus brazos y los levantaba del suelo para darles un largo y tierno abrazo.

Yasmim Vitória de Oliveira dijo que extrañaba las salidas al museo y las fiestas de pijamas en el aula que Silva solía organizar.

“Es juguetona y nos deja divertirnos”, dijo la niña de nueve años.

Silva dijo que una vez que pase la pandemia, abrazará a sus estudiantes con desenfreno, y jamás volverá a dar por sentado el poder curativo del tacto.

“En un momento de tragedia, hemos podido compartir momentos de amor”, dijo Silva. “Eso es muy poderoso”. — Ernesto Londoño y Manuela Andreoni

Cuando llegó el confinamiento a India. . .

… Pradeep Sahu, un adinerado contratista de la construcción, sabía exactamente lo que iba a suceder.

Durante años, Sahu había trabajado en estrecha colaboración con migrantes en Surat, una ciudad industrial en la costa occidental de India, y sabía lo frágiles que eran sus vidas. Vivían diez por habitación, durmiendo de pared a pared, y trabajaban en fábricas textiles sin tener ningún ahorro. Apenas tenían acceso a un baño.

Entonces, cuando todas las fábricas cerraron en marzo, cientos de miles de trabajadores migrantes se quedaron sin comida. El gobierno estatal tardó en ayudar. Muchos trabajadores estaban desesperados por regresar a su estado natal de Odisha, a miles de kilómetros de distancia, pero no tenían forma de llegar allí.

Así que Sahu, de 48 años, quien también es oriundo de Odisha, se convirtió —él solo— en una organización de ayuda.

Aprovechó sus contactos comerciales para presionar al gobierno y asegurar raciones para miles. Organizó los billetes de tren. Encontró a una familia que vivía en un garaje y que no se había bañado en días y se los llevó a su casa.

“Mi condición mental era la de una persona loca”, dijo Sahu. “Cuando visité donde vivían, mis semejantes gritaron: ‘No hemos comido en días’. Me destrozó. Me hizo enojar y frustrarme”.

Sahu es un hombre espiritual que trabaja en una oficina que tiene la atmósfera de un templo. De fondo, los cánticos hindúes se escuchan en un bucle sin fin.

Cuando se le preguntó por qué se sentía tan motivado para ayudar, Sahu hizo una pausa. La respuesta era tan obvia.

“¿Quién más cuidaría de ellos?”, dijo. —Jeffrey Gettleman y Suhasini Raj

Cuando una librería italiana solicitó. . .

. . . voluntarios para leer historias o poemas a personas mayores y confinadas en casa por el virus, pensaron que algunos ratones de biblioteca podrían escuchar la llamada.

“Queríamos llegar a las personas que se encuentran aisladas en este momento y que podrían sentirse solas”, dijo Samanta Romanese, que trabaja en la librería Ubik, una institución local en la ciudad portuaria nororiental de Trieste.

La idea era que Romanese y sus tres compañeros de trabajo —y con suerte algunos voluntarios— leyeran a la gente durante unos 20 minutos por teléfono durante los descansos y en sus días libres. “Estábamos pensando en pequeño”, dijo.

Pero la respuesta fue abrumadora.

Después de que la librería emitió su llamado a fines del mes pasado, se inscribieron más de 150 voluntarios. Algunos eran italianos que vivían tan lejos como Países Bajos e Inglaterra. Algunos eran miembros de una compañía de teatro que ha quedado en pausa por el virus.

Romanese dijo que se puso en contacto con las autoridades sanitarias locales, las parroquias, los servicios sociales y la Cruz Roja para identificar a posibles personas a quienes leerles. Los voluntarios y los oyentes charlan un poco, leen un poco.

Romanese dijo que se había inspirado en una historia que había leído en las redes sociales sobre un bibliotecario de Madrid que les leía a los ancianos durante la pandemia.

En Francia, Paméla Boittiaux, bibliotecaria de la ciudad norteña de Douai, tuvo una idea similar. Ella organizó lecturas telefónicas sorpresa de extractos de libros, poemas y cuentos durante varios confinamientos de este año. “Logramos mantenernos conectados con nuestros lectores, pero lo más importante es mantener un sentido de propósito”, dijo Boittiaux.

La iniciativa de Romanese en Trieste se programó para que coincidiera con la Navidad, pero ahora es indefinida.

“En un mundo que se está volviendo cada vez más inhumano y deshumanizador, en un momento que este virus hace aún más difícil, creo que es fundamental seguir siendo humanos, tender la mano, realmente cuidarnos unos a otros”, dijo. —Elisabetta Povoledo y Aurelien Breeden

Cuando conocí al doctor Andrei Vitushka. . .

. . . en el patio de un hospital de Minsk en agosto, él acababa de salir de la cárcel.

Cómo había terminado allí, metido en una celda para seis hombres con otras 31 personas durante tres días en medio de una pandemia, habla del terror arbitrario que enfrentan los manifestantes a favor de la democracia en el país. Vitushka, de 42 años, y su esposa habían llegado a una estación de policía con la esperanza de encontrar a su hijo adolescente detenido; en cambio, ellos mismos fueron encerrados.

En noviembre, a Vitushka, uno de los neonatólogos más conocidos de Minsk, se le dijo que perdería su trabajo en un hospital estatal, una medida ampliamente vista como una represalia por su postura abiertamente antigubernamental.

Pero cuando me comuniqué con él unas semanas después por mensaje de texto, estaba ilusionado. “A pesar de todo, estoy sano y libre, lo que para los estándares de hoy es bastante”, dijo.

El médico es solo uno de los muchos bielorrusos que siguen siendo optimistas después de quizás el año más difícil de sus vidas.

Su presidente autoritario, Aleksandr Lukashenko, calificó al coronavirus como a un bicho que debe curarse con un vaso diario de vodka, negándose a promulgar medidas de distanciamiento social. Luego se declaró ganador de unas elecciones descaradamente falsificadas y reprimió las protestas en la ola más intensa de violencia policial que se haya visto en Bielorrusia en tres décadas de independencia postsoviética.

Pero incluso cuando el presidente no actuó para controlar la propagación del virus, surgieron grupos comunitarios que recaudaron cientos de miles de dólares para ayudar a equipar los hospitales. Un movimiento de base, que incluía desde trabajadores de tecnología hasta fanáticos del fútbol, ​​se unió para presionar por el distanciamiento social voluntario: una “cuarentena popular”, la llamaron.

Una empresa de tecnología, siguiendo el consejo de Vitushka, compró unas 30 máquinas de café para equipar unidades de cuidados intensivos.

Después de las elecciones de agosto, algunos de estos grupos recaudaron millones de dólares para las víctimas de la violencia policial y la represión estatal, lo que dio más energía a las protestas y ayudó a construir un sentido de comunidad.

“Todos estos regímenes autoritarios y totalitarios dependen de que cada uno esté solo”, me dijo Vitushka. “Y aquí todos nos unimos frente a una amenaza”.

Por ahora, Lukashenko permanece en el poder. Pero Vitushka está convencido de que el dolor de este año —tanto para él como para su país— ha valido la pena. Tarde o temprano, dice, llegará el cambio político.

“Estamos atravesando un intenso período de mayoría de edad”, dijo. “Si tuviera la opción de pasar por todo esto de nuevo o no, diría que tenemos que pasar por eso. Teníamos que seguir este camino”. — Anton Troianovski

Ha acogido a más de 100 gatos callejeros. . .

. . . durante 14 años en su casa de Wuhan, China. Pero el amor de Shuai Lihua por las criaturas nunca se había puesto a prueba como a principios de este año, cuando estalló la pandemia en su ciudad natal.

El 23 de enero, Shuai, de 43 años, vio con alarma cómo una avalancha de mensajes de aterrorizados dueños de gatos llegaban a su teléfono.

Ese mismo día, el gobierno chino cerró Wuhan, donde comenzó la pandemia, en un intento desesperado de detener la propagación del virus. Millones de residentes que se habían ido a lo que pensaban que sería un viaje corto, se encontraron de repente varados fuera de la ciudad. Muchos habían dejado comida y agua para sus gatos en casa solo para una semana.

Por favor, suplicaban, ¿podría ayudarlos?

Fue durante el apogeo de la epidemia en Wuhan, cuando se sabía muy poco sobre un virus que luego infectaría a decenas de millones de personas en todo el mundo. La metrópolis normalmente bulliciosa se había quedado en silencio de repente. La mayoría de los residentes de la ciudad se habían atrincherado dentro de sus casas por miedo.

Pero Shuai, que se hace llamar Lao Mao o “Gato Viejo”, no lo dudó.

“Solo sabía que no podría vivir conmigo mismo si no hacía nada”, recordó. “No todos los días amar a los gatos se convierte en un asunto de vida o muerte”.

Casi todos los días durante casi tres meses, Shuai recorrió la ciudad de la mañana a la noche.

Llevaba un traje de protección, gafas y una mascarilla, bolsas de comida para gatos y una lista de direcciones. Cuando no había llaves de repuesto o cerraduras digitales, Shuai no tenía más remedio que ser creativo y, bueno, como un felino, escalar paredes, trepar escaleras de incendios, subir por tuberías oxidadas y gatear por las ventanas.

Durante 10 semanas, él y otros voluntarios hicieron alrededor de 2000 visitas a domicilio para alimentar y cuidar a cientos de gatos… y a un conejo. En abril, cuando se levantó el confinamiento, muchos de los dueños de gatos pasaron por el refugio de animales donde trabaja Shuai para dejar pequeños obsequios y dar las gracias.

“Valió la pena, no solo por los gatos, sino también para que los dueños pudieran tener un poco de tranquilidad”, dijo Shuai. “Ahora, al mirar hacia atrás a ese momento, todo parece un sueño”.

— Amy Qin

El maestro había heredado 300.000 dólares. . .

. . . y planeaba comprar un auto nuevo. Pero cuando llegó el virus, y junto con él el aprendizaje a distancia, dio un giro de 180 grados y decidió comprar 343 tabletas para los estudiantes de primaria que no asistían a clases porque sus familias no podían pagar el equipo.

Por si acaso, el maestro, Hoseein Asadi, también compró a los niños 30.000 mascarillas para protegerlos de la infección.

Algunos de sus amigos y familiares pensaron que había perdido la cabeza.

Pero Asadi, de 50 años, ha dedicado 28 años a educar a niños de escuelas primarias de pueblos y tribus nómadas de la provincia de Juzestán. Padre de cinco hijos que vive en Andimeshk, dijo que su conciencia no le permitía comprar un automóvil cuando cientos de estudiantes corrían el riesgo de perder un año académico.

“Me dijeron: ‘Nunca podrás comprar un auto nuevo o una casa con el sueldo de un profesor’”, dijo Asadi en una entrevista telefónica. “Pero para mí, ver la dulce sonrisa en los rostros de los niños y saber que les había dado el regalo de la educación es suficiente”.

De la noche a la mañana, Asadi se convirtió en un héroe nacional, apareció en la televisión estatal y se escribió sobre él en los medios de comunicación locales. El ministro de Educación lo llamó por teléfono para expresarle personalmente su agradecimiento.

También ha inspirado a otros a actuar.

Las industrias estatales, el sector privado y los iraníes comunes se han movilizado para recaudar más dinero para las tabletas. Los iraníes de la diáspora en lugares tan lejanos como Australia también se han ofrecido a ayudar. Hasta ahora, Asadi dijo que el departamento de educación ha recibido y distribuido 12.000 tabletas a distritos escolares de bajos ingresos en varias provincias.

“Crear felicidad para los niños que no tienen nada es el sentimiento más gratificante”, dijo Asadi. —Farnaz Fassihi

Estaban a punto de dar a luz, pero aterrorizadas. . .

. . . por el virus y los hospitales donde se trataba a los infectados. Así que, desde el centro de Bolivia, las mujeres pedían ayuda. Justina Calle Flores respondió.

Durante meses, Calle Flores, partera de la ciudad de Cochabamba, viajó a los hogares de las mujeres para atenderlas, arriesgándose al contagio para que sus pacientes no tuvieran que hacerlo. Viajó durante horas en automóvil, motocicleta y a pie, y llegaba con su mascarilla y guantes, además de racimos de romero con los que hacía tés para facilitar el parto.

En total, Calle Flores, de 57 años, ha ayudado a más de 200 mujeres a dar a luz durante la pandemia, mucho más de los niños que recibe en un año normal.

A veces lloraban y tiraban de sus trenzas, dijo. Y casi siempre, con un recién nacido en brazos, le agradecían profusamente, diciéndole que lo hubieran tenido que hacer solas si ella no hubiera llegado.

El número de muertos por coronavirus en Bolivia ha sido particularmente alto. Pero Calle Flores, partera durante 25 años y cristiana devota, dijo que continuó con su trabajo por sentido del deber.

“No tenía miedo de morir”, dijo. “Para mí morir es ganancia, porque estoy en el camino del Señor”. — Julie Turkewitz

Cuando un elefante tiene que viajar en avión. . .

. . .se requiere mucha preparación.

No se trata solo de los cientos de kilos de tentempiés necesarios para el vuelo. Los elefantes deben ser entrenados para permanecer en jaulas. E incluso un poco de experiencia en dinámica de fluidos es útil si no deseas que el avión se inunde de orina de elefante.

Ahora imagina hacer todo esto durante una pandemia que ha detenido gran parte de los viajes globales.

Pero el 30 de noviembre, Kavaan, un elefante toro asiático que había estado confinado en un zoológico de Islamabad durante 35 años, fue trasladado en un avión de carga ruso desde Pakistán a Camboya para comenzar una nueva vida en un santuario de vida silvestre.

Enviado a Pakistán como regalo por Sri Lanka, Kavaan vivía en un zoológico de la capital tan decrépito que el Tribunal Superior de Islamabad ordenó su cierre.

Los elefantes son criaturas sociales y la pareja de Kavaan murió hace ocho años. Cuando fue enterrada en su estrecho recinto, Kavaan pasó meses cuidando la tumba, acariciando el suelo con su trompa.

El viaje a Camboya fue organizado por Free the Wild, una organización benéfica de animales, junto con Four Paws International, otro grupo por el bienestar animal. Llevó casi cinco años de planificación y requirió 180 kg de caña de azúcar, 20 sandías y una escolta militar hasta el aeropuerto, por no hablar de los urgentes tuits de Cher, la artista de Hollywood, cofundadora de Free the Wild.

Días antes del viaje, hubo un inconveniente: Kavaan entró inesperadamente en must, un período caracterizado por la proliferación de hormonas masculinas. Los elefantes toro en must pueden ser agresivos y atacar. También están plagados de erecciones prolongadas, lo cual no es precisamente el estado ideal para viajar en avión.

Afortunadamente, los niveles de testosterona de Kavaan disminuyeron en la víspera del vuelo. Su prueba de covid también fue negativa. Y así, el paseo aéreo transcurrió sin problemas.

“2020 ha sido un año realmente terrible para muchas personas”, dijo Mark Cowne, otro cofundador de Free the Wild, “y liberar a Kaavan en medio de esta pandemia fue realmente edificante”. — Hannah Beech

KENIA

Las llamadas y los mensajes no paraban. . .

. . . en las semanas posteriores a la llegada de la pandemia a Kibera, el asentamiento informal más grande de Nairobi. De amigos y vecinos, Asha Jaffar escuchaba sin parar las mismas historias de necesidad.

Para muchos en el extenso asentamiento, los confinamientos y otras restricciones habían significado la pérdida de sus trabajos de ingreso diario. Ahora, no podían permitirse el lujo de comprar comida; de hecho, no podían comprar nada de nada.

Para muchos, el apoyo del gobierno o la ayuda de las agencias humanitarias aún no se había materializado, por lo que Jaffar, escritora y cineasta, decidió tomar el asunto en sus propias manos: estableció la Campaña de Alimentos de Kibera para ayudar a las familias en dificultades, comprándoles artículos como arroz, azúcar, aceite y harina.

Desde que comenzó, el proyecto ha recaudado más de 33.000 dólares a través de financiamiento colectivo en Kenia y en todo el mundo, y ha ayudado a alimentar hasta a 3000 hogares en Kibera.

Jaffar dijo que después de que comenzó el proyecto, muchas personas de la comunidad también se acercaron a ella para ofrecerse como voluntarias o, incluso, para hacer una donación.

“Cambió toda mi percepción sobre el lugar donde crecí”, dijo Jaffar, de 27 años, en una entrevista telefónica. “Hubo un cambio de narrativas. Vi más colaboraciones”.

Pero una parte de la historia ha tardado en cambiar.

En abril, dice, la policía golpeó a Jaffar cuando ella trabajaba en el proyecto después del toque de queda. La policía de Kenia ha sido acusada de matar y herir a civiles mientras hacía cumplir el confinamiento, y esta noche un oficial comenzó a golpearla con una porra.

“No se detuvieron hasta que dije que en realidad estábamos repartiendo comida: ‘Soy una trabajadora comunitaria’”, recordó.

Jaffar sufrió moretones en la mano y la pierna, pero dice que nada le habría impedido asegurarse de que la gente de su comunidad tuviera comida en la mesa.

“Aprendimos que tenemos que defendernos por nosotros mismos”, dijo. —Abdi Latif Dahir

Se mudó a Wuhan poco antes del confinamiento. . .

. . . y la soledad y la confusión de los largos meses que siguieron a veces se sintieron abrumadoras.

A fines de enero, poco después de que Guo Jing, una trabajadora social y activista feminista de 29 años, se mudó allí desde la ciudad sureña de Guangzhou, el gobierno chino cerró Wuhan mientras un mundo atónito miraba desde lejos.

Miles estaban muriendo. Guo se sentía sola, asustada e impotente, se lavaba las manos de veinte a treinta veces al día y conversaba por video con amigos en ciudades lejanas para tener compañía.

Luego, a fines de febrero, Guo comenzó a ver informes de noticias sobre un aumento en la violencia doméstica durante el confinamiento. Una amiga dijo que había escuchado lo que parecía un abuso en el apartamento vecino. Sin saber qué hacer, la amiga escribió una carta en la que describía los recursos existentes contra la violencia doméstica y la deslizó por debajo de la puerta de sus vecinos.

Eso le dio una idea a Guo.

Con amigos, escribió y publicó en las redes sociales una carta en la que llamaba la atención sobre la violencia doméstica generalizada en China. Y ofreció sugerencias sobre cómo intervenir.

Llamó a su campaña incipiente “pequeñas vacunas contra la violencia doméstica” e instó a otros a compartir la carta y convertirse ellos mismos en defensas contra el abuso.

En cuestión de horas, miles de personas visitaron la página donde había publicado la carta. El hashtag “pequeñas vacunas contra la violencia doméstica” ha sido visto más de 800.000 veces en Weibo, una plataforma china similar a Twitter.

Personas de toda China comenzaron a compartir fotos de sí mismas pegando la carta en los ascensores, en los tableros de anuncios o en cualquier otra área pública que aún pudieran visitar.

La efusión fue particularmente notable, dijo Guo, debido a la sospecha con la que el gobierno chino ve cualquier forma de activismo, incluido el feminismo.

“Mucha gente estaba nerviosa no solo por la pandemia”, dijo Guo, “sino también porque no estamos acostumbrados a usar nuestros propios espacios públicos”.

Wuhan ya no está confinada, pero Guo todavía reflexiona sobre ese período. Un amigo suyo trabaja en un documental sobre la pandemia, y Guo y otros han entrevistado a trabajadores de bajos ingresos y otros afectados por las consecuencias económicas.

“Es muy difícil para las personas cambiar fundamentalmente algunos problemas”, dijo. “Entonces, la pregunta clave es, ¿qué puedo hacer en estas circunstancias?”. — Vivian Wang

MÉXICO

El 2020 lucía bastante mal. . .

. . . para Lucía Riojas Martínez, diputada mexicana, incluso antes de que el coronavirus llegara a su país.

Riojas, de 32 años, feminista declarada y una de muy políticos abiertamente homosexuales en el Congreso, ha enfrentado abusos en línea e incluso amenazas de muerte desde que asumió el cargo en 2018. Luego, en febrero, su padre murió de un ataque cardíaco, y eso casi pudo con ella.

Pero entonces pensó en el orgullo que su padre había sentido por su trabajo y decidió seguir adelante. “Acuérdate de que tienes que hacer mañana”, se dijo a sí misma.

A finales de marzo, el gobierno mexicano declaró una emergencia sanitaria. Como la gente de todo el mundo, Riojas empezó a trabajar desde casa.

Pero el confinamiento no fue un asunto sencillo para muchos otros en la comunidad LGBTQ de un país conservador. Los interminables días en casa con familiares homofóbicos a menudo se volvían insostenibles, y Riojas comenzó a escuchar historias de personas que terminaban en la calle.

Y así, la diputada convirtió la sede de su organización política, Ahora, en un refugio para jóvenes LGBTQ sin hogar, el primero de su tipo en Ciudad de México. Con el apoyo de activistas y otras personas de la comunidad, acogieron a sus dos primeros residentes el 13 de mayo. Desde entonces, el refugio ahora conocido como Casa Frida ha resguardado a más de 60 personas.

Riojas pronto se dio cuenta de que proporcionar refugio no era suficiente, que había una “crisis de la salud mental y emocional en la comunidad”, dijo.

Casa Frida ahora ofrece a los residentes asesoramiento psicológico y ayuda para acceder a atención médica, vivienda y trabajo estable. En promedio, la mayoría se queda entre un mes y medio y tres meses antes de volver a valerse por sí mismos.

“Más que un refugio, queremos construir una casa de comunidad”, dijo Riojas.

Casa Frida, que funciona en gran medida gracias a donaciones y voluntarios, se mudó en septiembre de las oficinas de Ahora a una casa más permanente en el barrio de Iztapalapa.

“Cada día sabemos que el camino se vuelve más difícil, pero no podemos dar un paso atrás”, dijo. “Es hacia adelante, y es juntos”. —Oscar Lopez

A sus 90 años, John Pollard sobresale por su capacidad de recuperación. . .

. . .pero ahora viene la recompensa.

En los últimos veranos, Pollard había llegado a disfrutar del pequeño placer de tomar el autobús local desde su casa en Brighton y hacer un corto viaje a la costa cercana. Le gustaba pasar la tarde caminando por la playa y respirando el aire fresco y salado.

Entonces, el coronavirus llegó.

Con la recomendación a las personas mayores de aislarse, los paseos de Pollard llegaron a su fin y ha permanecido la mayoría de los días desde entonces en su casa.

Para un hombre decidido a permanecer activo, el año fue duro.

“Es frustrante porque vivo solo”, dijo. “Y te hartas de tu propia compañía”.

Pollard también ha pasado gran parte del año con dolor. Le iban a operar el hombro, pero tuvo que posponerlo porque los hospitales lidiaban con una gran afluencia de pacientes.

A principios de diciembre, Pollard fue uno de los primeros en Reino Unido en ser vacunado contra el virus. Y mientras espera su segunda dosis a principios de enero, las cosas ya lucen mucho mejor.

“Me sorprendió mucho”, dijo, cuando recibió una llamada telefónica diciendo que sería vacunado el primer día del programa de inoculación masiva de Gran Bretaña. “Nunca lo había pensado realmente. Todo lo que pensé fue que me gustaría no tener covid”.

La hija de Pollard, Lynda Hayden, lo llevó al hospital para la vacuna. “Honestamente, es mi héroe, nadie cree que tiene 90 años”, dijo. “Tiene un corazón tan bondadoso”.

Ahora, para Pollard, hay finalmente alguna esperanza de volver a la normalidad: a sus viajes en autobús a la playa y a las celebraciones rodeado de su familia.

“Lo peor era preguntarse cuándo iba a terminar”, dijo Pollard.

Ahora, al menos para él, ha terminado. —Megan Specia

Elisabetta Povoledo

Samanta Romanese en la librería Ubik bookstore en Trieste, Italia. Lanzó un programa voluntario de lectura. (Francesca Volpi/The New York Times)

This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company