A tres años del 19S: “Nunca terminaremos de agradecer a los rescatistas anónimos”

El sábado 19 de septiembre se cumplieron tres años del sismo de intensidad 7.1 con epicentro en la zona limítrofe entre Puebla y Morelos, y que dejó 369 víctimas mortales -228 en la Ciudad de México-, miles de damnificados en Morelos, Puebla, Guerrero, y Oaxaca, y daños materiales millonarios en edificios públicos, así como en inmuebles comerciales y particulares.

Animal Político entrevistó a damnificados que narran cómo han sido estos tres años en los que, además de sus hogares, están tratando de reconstruir sus vidas tras el temblor.

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“Jojutla se cayó”

Segundos después de que la tierra y todo a su alrededor dejó de moverse, lo primero que hizo la chef de 41 años Aurora Jiménez fue tomar entre sus manos temblorosas el teléfono celular.

Aun no conocía la magnitud de lo que acababa de suceder ese 19 de septiembre, pero en su respiración agitada sentía que el temblor que acababa de pasar de largo no era uno cualquiera, ni siquiera para la Ciudad de México, tan habituada a los embates de las oleadas sísmicas.

Respiró hondo y marcó el número de sus padres, que viven en Jojutla, en el vecino estado de Morelos.

No hubo respuesta.

Marcó entonces a su hermana, a su cuñada, a sus sobrinas, a amigos, pero la misma voz enlatada repetía que no había respuesta.

Aurora trató de calmarse. Se dijo así misma que lo más normal es que en Jojutla todo estuviera bien, puesto que, pese a su cercanía con la Ciudad de México, a unos 130 kilómetros de distancia, allá no son frecuentes los temblores, salvo algún evento esporádico y de baja intensidad.

Por eso, cuando al fin logró comunicarse, lo que le comunicaron la dejó helada.

-Jojutla se cayó. Todo está destruido.

De inmediato, la chef subió a su carro y como pudo fue abriéndose paso desde la colonia Polanco hasta las instalaciones del Tec de Monterrey en el sur de la ciudad, donde su hermano Ernesto da clases y donde las primeras noticias informaban que una estructura se había desplomado matando a cinco estudiantes.

El camino a Jojutla fue de película apocalíptica: las carreteras estaban colapsadas de carros que trataban de escapar de la ciudad, y los policías federales y el ejército no se daban abasto indicando a los automovilistas que en tal lugar se había producido un deslave y que un poco más adelante varios puentes habían sufrido daños severos.

Al final, a eso de las seis de la tarde, los hermanos Jiménez llegaron atravesando el ingenio de Zacatepec hasta Jojutla. Ya en el pueblo, consiguieron reunirse con sus padres, doña Graciela Magallón y don Pancho Jiménez, que estaban refugiados en casa de un familiar.

“Mi mamá estaba con una bata llena de sangre por una herida en la cabeza. Pero fue un descanso verla sana y salva y en pie”, explica Aurora.

Pero lo que no estaba en pie fue la casa donde su familia vivió 38 años, en pleno centro de Jojutla.

Ni tampoco la veterinaria de su padre.

“Mi padre, que no es muy expresivo, me dijo: ‘Mira hija, hazte cuenta de que cayó una bomba y lo destruyó todo”.

Aurora se subió a la bicicleta y fue abriéndose paso lentamente a través de los escombros y de la oscuridad del ocaso de la tarde hasta la zona de desastre.

“Veía a la gente caminando como ida. Nadie te saludaba, ni decía nada. Todos estaban en silencio. Fue un shock enorme”.

Cuando llegó a su calle, Aurora se llevó las manos a la cara: el hogar de su familia era un amasijo de escombros, hierros retorcidos, y pedazos de estructura, de la que por suerte pudieron salir a tiempo sus padres, su cuñada y sus cuatro sobrinos. Una suerte que lamentablemente no tuvieron otros vecinos de la misma calle y de otros lugares del pueblo, donde murieron 20 personas ese día.

“Era como si una máquina pesada hubiera entrado al pueblo a destruir todo a su paso”.

Poco después de la tragedia, llegó la solidaridad: cadenas humanas de rescatistas anónimos llegaron en masa a Jojutla a echar una mano.

“Eso es lo único bonito que saco de ese día -dice Aurora-. El cariño de la gente”.

“Aunque no te conocieran de nada, las personas se acercaban y te daban su suéter, o te buscaban agua, comida, zapatos, medicinas, o se ofrecían simplemente a estar contigo, a acompañarte durante la tragedia. Es algo que nunca olvidaremos”, asegura la morelense, que entre risas añade que recordar esas imágenes de jóvenes voluntarios, cargados con picos y palas, ayudando a remover escombros en busca de supervivientes, la ha llevado a reflexionar que tal vez no todo está perdido de cara al futuro.

“Los veías con tanto entusiasmo ayudando… Que pensabas, ‘ah, caray’, pues a lo mejor México va a estar mejor de lo que pensamos. Hay mucho que corregir, claro, pero nuestros jóvenes son buenos. Es cuestión de impulsarlos”.

Cuartoscuro

Ahora, tres años después, Aurora dice que más que miedo al temblor, o a la temida alerta sísmica que desencadena los recuerdos de aquella pesadilla, la secuela más marcada que le quedó de la tragedia fue la ‘cachetada’ de realidad que el sismo le propinó.

“Lo que más me pegó fue darme cuenta de que, en 20 segundos, puedes perderlo todo”.

“Y no me refiero a perder tu casa, lo material -añade Aurora, que concluye la reflexión-. Mi miedo es a perder mi familia, mis seres queridos. Y ese temblor me hizo mucho más consciente de que quiero aprovechar cada segundo con ellos, porque la vida puede ser un abrir y cerrar de ojos”.

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La ayuda que desbordó a San Gregorio

Al día siguiente del temblor, el 20 de septiembre, cuando la atención de los medios de comunicación estaba enfocada en los edificios colapsados en la capital, como la escuela Rébsamen, donde murieron 19 niños y siete adultos, o el Multifamiliar Tlalpan, o el inmueble de Álvaro Obregón 286, entre muchos otros, varios coches recorrían esa mañana la ciudad pidiendo ayuda para San Gregorio, un pueblo de la alcaldía Xochimilco, al sur de la ciudad.

-¡Vayan a San Gregorio! -gritaban desesperados-. Allí hay gente atrapada en los escombros y nadie nos ayuda. El sismo no fue solo en el centro de la ciudad.

El pedido de auxilio pronto se hizo viral en las redes sociales. Y esa misma tarde, miles de personas cargadas con picos y palas caminaron kilómetros por una estrecha carretera para ayudar a retirar los escombros en los barrios de San Marcos, Santa Cruz, San Luis Tlaxialtemalco, y en San Gregorio Atlapulco; una de las poblaciones más afectadas en Xochimilco por el temblor.

La respuesta fue tan abrumadora que, hasta las estrechas calles del centro del pueblo, donde el sismo arrancó de tajo el campanario de la iglesia, derrumbó cientos de casas, y dejó al menos 15 fallecidos, se colapsaron por la cantidad de gente que se trasladó a San Gregorio a ofrecer una mano.

María del Carmen Saldaña fue una de las muchas personas damnificadas de esa terrible jornada. El temblor zarandeó su casa hasta destrozarla, como hizo con al menos otras 1 mil 496 viviendas de San Gregorio que sufrieron daños de diversa consideración, entre las que 148 colapsaron. Y también fue de las primeras en organizarse, en reunir a vecinos para formar la asociación “19 de septiembre San Gregorio”, y lanzarse a la semana a la capital en busca de respuestas y apoyo de las autoridades gubernamentales.

Desde entonces, esas respuestas de la burocracia, aunque lentas, se han ido dando. Y si bien los obstáculos en estos tres años fueron múltiples -una reconstrucción muy lenta, falta de fluidez en los fondos dedicados a desastres, etcétera-, muchos vecinos como ella ya recibieron una casa nueva donada por la fundación Carlos Slim, por lo que ya está instalada en su nuevo hogar.

“Hay gente que sí ha aprovechado esta nueva oportunidad, de tener una casa nueva y empezar de nuevo”, plantea Saldaña. “Pero, aunque no se puede generalizar, también hay mucha otra gente que, aunque le dieron la casa, pues no la están aprovechando. Y por eso, poco tiempo después de la donación, ya ves casas que están sucias, sin mantenimiento, y sin ningún cuidado”.

Aun así, María del Carmen dice que las viviendas que les donaron son seguras y que fueron construidas a conciencia pensando en los posibles terremotos futuros. O ni tan futuros.

La nueva casa de María del Carmen

“En el último temblor fuerte, el del 23 de junio, yo creo que, para la mayoría de los pobladores de San Gregorio, y de toda la Ciudad de México, hubo unos cinco o diez segundos en los que todos aguantamos la respiración y pensamos que podría venirse otro gran desastre como el de hace tres años”, comenta.

Afortunadamente, el temblor solo ocasionó crisis nerviosas en la ciudad y daños en algunos inmuebles que ya estaban dañados por el 19S.

“Yo estaba en mi casa nueva cuando sonó la alerta. Salí y aun con el nervio me fijé en cuál era el comportamiento de la casa, de la estructura nueva. Y me di cuenta de que se movió uniforme, pareja, gracias a que tiene un diseño antisísmico. Eso, la verdad, me da mucha tranquilidad, porque sabemos que en la ciudad en la que vivimos va a seguir temblando en el futuro”.

María habla de futuro, aunque no puede evitar echar la mirada atrás, a esas escenas de solidaridad descritas unas líneas más arriba.

“El sismo fue algo terrible, un evento muy fuerte para muchas personas que lo perdieron todo, incluyendo a sus seres queridos. Pero también fue algo que nos renovó por dentro, que nos hizo mejorar como seres humanos”.

Y la muestra, asegura, está en esas imágenes que atesora en su memoria.

“San Gregorio y todos los damnificados nunca tendremos con qué pagar tanto apoyo. Muchos meses comimos, literal, de lo que la gente vino a traernos. Ha pasado el tiempo, y quizá no recuerde el nombre de aquel chavo, de aquel hombre o de aquella mujer, que vinieron a levantar mis escombros, a darme una mano amiga. Pero no tendré con qué pagarles por el resto de mis días”.

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