A 50 años del crimen de Aramburu. Montoneros y el arte del peronismo para reescribir su pasado

Mario Firmenich, líder de Montoneros e integrante del grupo que secuestró y mató a Pedro Eugenio Aramburu

No es fácil decir algo nuevo sobre el asesinato de Aramburu, sobre todo frente a la exigencia de una mirada histórica y política que se interrogue más ampliamente sobre los sentidos del episodio. La buena (o falsa) conciencia ha dominado en el cúmulo de opiniones, testimonios o relatos prefabricados. La posición del "alma bella" (que denuncia el mal y elude preguntarse por las responsabilidades que le caben) es más notoria en el peronismo. Cincuenta años después de la muerte de Aramburu, los dirigentes o intelectuales que no guardan silencio improvisan opiniones para la ocasión, como si se tratara de una historia ajena.

La historia y las desmemorias políticas. El foco en el crimen, en los detalles mórbidos o en el juego de los cadáveres, que incluye robos e intercambios (Evita, Aramburu, Perón) oscurece las preguntas históricas acerca de las condiciones y los efectos del acontecimiento. Me interesa detenerme en el período que va sintéticamente del nacimiento fulgurante de Montoneros a la defenestración de Cámpora; no tanto para repasar una historia que ha sido muy investigada, sino para interrogar la que queda en la memoria política, ante todo del peronismo.

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Hay que recordar que la sombra de Montoneros cayó, o aplastó, al Tío Cámpora. Derrocado (o "renunciado") en 1973, fue expulsado por el Consejo Nacional del Partido Justicialista en abril de 1975 acusado, contra toda evidencia, de su filiación montonera. La "inconducta partidaria" se evidenciaba en que no había repudiado a la "subversión" y no acataba suficientemente la autoridad de Isabelita, es decir de López Rega. Hoy Cámpora es un emblema, un "lema" dirían en Uruguay, dentro de ese mismo partido que lo expulsó malamente sin que nunca, que yo sepa, haya sido formalmente reivindicado o readmitido simbólicamente. Y una nueva juventud peronista, que lo ha convertido en bandera, lo integra a esa identidad montonera que Cámpora siempre negó. En fin, el pasado se acomoda al presente y la memoria es un trasto viejo disponible para diversos usos.

La investigación histórica desmiente el mito pero el conocimiento del pasado no ha alterado el modo como la izquierda peronista reescribe el pasado y recibe su legado

El pasado y el presente de una tradición revolucionaria. Como una acción de justicia o de venganza (no entro en ese debate), el acontecimiento quedó marcado como un mito de origen de la "tendencia revolucionaria". La violencia de los asesinatos justicieros predominaba sobre otras, como la propaganda armada o la toma de pequeñas localidades. La búsqueda de la espectacularidad cambiaba el objetivo de los operaciones: se trataba menos de llegar a las masas que a la primera plana de los diarios.

La investigación histórica desmiente el mito pero el conocimiento del pasado no ha alterado el modo como la izquierda peronista reescribe el pasado y recibe su legado. Vale la pena detenerse en ese tiempo impiadoso que albergaba otros proyectos. La explicación por el "clima de época" borra las diferencias y a menudo desemboca en una justificación que renuncia al pensamiento y elude las responsabilidades. Héctor Schmucler, hace mucho, demolió esa coartada. Esa historia pudo haber sido diferente. Hubo otras acciones y otros proyectos en nombre de la revolución. En 1968 se produjo la acción de Taco Ralo de la que nacieron las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP) y, luego, el "peronismo de base". Derrotados, rechazaron el foquismo y en 1970 criticaban la muerte de Aramburu, no por el acto en sí, propio de la justicia revolucionaria, sino por el momento: esa acción debía culminar un proceso de conciencia y acción de masas, no iniciarlo. Mucho más dura fue la impugnación del asesinato del sindicalista José Alonso en la que el grupo guerrillero reemplazaba, o relegaba, la lucha del movimiento obrero contra la burocracia. Luego todo se desbarrancó en una tragedia dominada por el terrorismo redentor y el predominio de los fierros sobre las ideas y los programas. Solo un ejemplo: en 1973, lo que quedaba de esas mismas FAP asesinaba a Dirk Kloosterman, secretario general del SMATA. La "justicia revolucionaria" se degradaba en acciones propias de un grupo de gángsters.

Cuando todo eso se confunde en las memorias de una familia peronista reconciliada, que reúne sin problemas la exaltación del Día del Montonero con la celebración del padre Mugica, vale la pena volver sobre las incógnitas que arroja ese pasado. ¿Por qué terminó prevaleciendo el núcleo cristiano y nacionalista, el más tosco, con incrustaciones fascistas, que aplastaba la acción política y la militancia en la sociedad? Hubo un tiempo, hace años, en que esas preguntas tenían un vigencia que hoy parece perdida. Pablo Giussani, que conoció de cerca esa experiencia, lo llamó "soberbia armada". En sus notables diálogos en el exilio, Envar El Kadri y Jorge Rulli, fieles a la experiencia del peronismo de base, denunciaban el elitismo de una vanguardia alejada de las mayorías a la que achacaban, insólitamente, "ideas empresariales".

El acontecimiento retorna, desde el dolor y la derrota o desde la exaltación de los héroes fundadores. O bien, por fuera del mito, vuelve (o debería volver) como estímulo a una discusión pública de la historia que reformule preguntas que han permanecido sin respuesta.