Los primeros 100 días de Biden y la presencia ineludible de China

Joe Biden junto a Xi Jinping
LINTAO ZHANG

Las iniciativas económicas de los primeros 100 días del presidente Joe Biden han sido interpretadas como una restauración del progresismo en Estados Unidos. Por su contenido y ambición han sido comparadas con las de Franklin Roosevelt durante la Gran Depresión o Lyndon Johnson en los sesenta. Sin embargo, la innegable mayor influencia de los sectores más progresistas del Partido Demócrata y los nuevos consensos que prevalecen entre los economistas mainstream de Estados Unidos parecen haber eclipsado motivaciones más permanentes. Entre éstas destaca el rol de China como principio ordenador de prioridades. Los instrumentos propuestos y las trayectorias imaginadas por Biden y su predecesor son muy diferentes, pero una preocupación que los ordena es similar: la búsqueda de respuestas a los desafíos que plantea la competencia global con China.

Además del generoso paquete para fortalecer los ingresos de las familias durante la pandemia, Biden anunció dos programas multianuales dirigidos a encarar problemas estructurales. El Plan para el Trabajo Americano prevé el desembolso de algo más de 2 trillones de dólares a lo largo de ocho años, destinados principalmente a inversiones en infraestructura de transporte, agua potable, conectividad y distribución eléctrica; construcción y rehabilitación de viviendas y escuelas; y apoyo a la industria, la investigación y desarrollo y el entrenamiento de trabajadores. El Plan para las Familias Americanas, por su parte, planea canalizar un billón de dólares adicionales para fortalecer a las familias y a las personas a través de distintos programas. Una consideración no menor es el modelo de financiamiento que los acompaña, básicamente centrado en un aumento de la presión fiscal sobre las empresas y las ganancias de capital.

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El programa de emergencia y los dos programas en etapa de diseño suman gastos por alrededor de 5 trillones de dólares, equivalentes a un cuarto del PBI de Estados Unidos. Los dos últimos programas (estratégicamente más relevantes que la ayuda de emergencia) parecen apuntar a dos objetivos interconectados: por un lado, contener y revertir las consecuencias electorales de la creciente desigualdad que ha caracterizado a la sociedad norteamericana en las últimas décadas; y, por el otro, fortalecer las capacidades y los recursos económicos y diplomáticos para enfrentar los desafíos que plantea la emergencia de China como competidor en la economía global.

Biden sumó otras novedades al frente externo: reincorporó a Estados Unidos al Acuerdo de París, anunció el apoyo a las negociaciones para desalentar la elusión impositiva por parte de las grandes corporaciones y respaldó el tratamiento en la OMC de una propuesta para suspender temporariamente la vigencia de las patentes sobre las vacunas para combatir el Covid-19. Mas allá de las virtudes intrínsecas de cada una de estas iniciativas, todas dejan ver la intención de mejorar el diálogo y la cooperación con otros gobiernos a los que la administración anterior había ignorado o incluso hostigado. A diferencia de su predecesor, la gestión de Biden parece resuelta a que Estados Unidos recupere un “liderazgo benevolente” que ofrezca un modelo alternativo al activismo de China.

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Pero Biden ha mostrado una notable continuidad en otras áreas de política. Por una parte, mantuvo todas las sanciones comerciales a China que en su momento había aplicado Trump. También mantuvo inalterada la interpretación sobre el rol del vínculo entre seguridad y tecnología en la relación bilateral. Del mismo modo, las sanciones y restricciones aplicadas a empresas chinas siguen vigentes y el mensaje a terceros países sobre la elección de tecnologías (especialmente en relación a los sistemas 5G) sigue siendo el mismo.

En resumen, la administración Biden parece haber reemplazado las políticas rudimentarias de la administración Trump con iniciativas bastante más sofisticadas, aunque de resultado incierto. El objetivo sigue siendo mejorar la capacidad para enfrentar los desafíos que plantea la emergencia de China como poder económico global, intentando fortalecer la cohesión interna, mejorar la infraestructura y reconstruir la confianza de los gobiernos “amigos”.

Para avanzar por ese camino la administración Biden, tal como le ocurrió a su predecesor, probablemente deba entrar en conflicto con intereses sólidamente establecidos en la economía y la sociedad norteamericanas. En el caso de la administración Trump ese conflicto se expresó sin eufemismos en fórmulas como “Main Street vs Wall Street” o en disputas abiertas con las grandes compañías tecnológicas. En el caso de la nueva administración es muy posible que los mismos actores se interpongan entre las propuestas del presidente y su materialización. Los próximos años serán testigos de un experimento interesante sobre quien corta el bacalao. Entretanto China mira.